Uno de agosto de dos mil dieciséis. Del portal de casa sale mi vecina de vacaciones. Va cargada de maletas y en su cabeza lleva algunas ilusiones. Parte de ellas me las ha contado, otras esperan una nueva ocasión.
Sé que entre el equipaje no falta la baraja de cartas para jugar con su amigo del alma, que no le ha fallado nunca y siempre le espera cada mes de agosto en la casa de la aldea.
—Samuel, ¿vendrás hoy a jugar la partida?
—No faltaré, Amelia, puedes estar segura.
Mueven los naipes a ritmo veloz entre sus dedos y de forma mecánica. Uno baraja, el otro corta y, finalmente, quien baraja también reparte.
Juegan a la brisca cuatro partidas cada tarde. El que gana tiene derecho a hacer una pregunta y el otro la opción de responder o no, según convengan. Otras veces el ganador propone ir hasta el río y bañarse, subir al monte o recorrer en moto los siete kilómetros de distancia que hay entre la aldea y el pueblo más próximo.
Amelia está viuda y Samuel vive separado de su mujer pero duerme bajo el mismo techo que ella. Esa aparente independencia le permite creer que puede pasar treinta días al año en la casa donde nació sin levantar sospechas de falta de entendimiento familiar.
—Él lo lleva a su manera —dice Amelia—. Lo importante para mí es que cada uno de agosto no falta a su cita y así ha sido durante los doce últimos años.
Samuel es masón y no podría pasar lejos de su casa y su logia treinta días si no se cerrara el templo durante el tiempo de estío. Es el encargado de abrir y cerrar el lugar de reunión, pero no se lo ha revelado todavía a Amelia. Ella sabe que dirige las labores de decoración y también la recogida de adornos. Tiene alguna responsabilidad más, intuye Amelia, pero no se lo dijo todavía.
La primera vez que le contó que pertenecía a una obediencia y que no era la Iglesia católica, que tenía hermanos y que no eran los nacidos de su padre y su madre, a la mujer casi le da un pasmo. No daba crédito a lo que oía. Le parecía algo extraño y oculto. Pensó que a su amigo le habían comido el coco o algo parecido, sin embargo comprobaba que tenía capacidad de raciocinio y no le faltaba el sentido común.
Con el tiempo era Amelia la que hacía preguntas y más preguntas, pero las respuestas de Samuel se limitaban a ser más que prudentes. Era muy cuidadoso con la información que le proporcionaba a la mujer.
Amelia pensaba que se había vuelto algo cura o profeta de una divinidad desconocida. Los dos pasaban mucho tiempo juntos durante los veranos, pero no había acercamiento de los cuerpos. De hecho no pasaron nunca de un roce de manos cuando juegan a las cartas, de un roce de rodilla con pierna cuando van juntos en la moto, y de dos besos en las mejillas cuando se encuentran o se despiden.
—Lo nuestro es un amor platónico —suele decir Amelia cuando regresa de sus vacaciones veraniegas.
La mujer sonríe cuando habla de Samuel, y cuando esto sucede se le ilumina la faz. Dice que su amigo le ha prometido situarla en la columna del mediodía y que ese lugar le dará más luz de la que entra por la ventana de la casa en la aldea donde juegan a las cartas. También le dice que en la columna del mediodía estará más cerca de él.
Con esta promesa renuevan sus votos de pasar juntos las próximas vacaciones, olvidados, o eso creen ellos, en la aldea de Samuel, donde no queda nadie, y en verano solo hay veraneantes.
Descubre la última novela de Áurea Sánchez, «La vida en mil pedazos«