Trabajo en serie, trabajo alienado, trabajo sin autor

¿En qué se parece un anodino plato precocinado a un espectacular crucero en barco?

En que ambos productos comerciales son cosas terminadas, artículo o servicio listo para consumir, donde la capacidad del comprador es nula para modificar la estructura del bien adquirido. Todo viene hecho, acabado, envuelto en un paquete cerrado que impide adentrase en su ser intrínseco.

Vivimos tiempos en que las cosas fabrican seres humanos en serie. El trabajo ha invertido su esencia constitutiva, aquella mediante la cual el hombre y la mujer transformaban la naturaleza con sus manos e inteligencia, buscando implementar soluciones óptimas o responder a necesidades perentorias de índole personal o social.

Nadie, salvo contadas excepciones, puede reconocerse como productor original de ninguna cosa (o servicio) porque todas han sido ensambladas a diferente escala en sus distintos componentes hasta conformar la cosa deshumanizada y anónima que consumimos a diario.

El proceso laboral capitalista roba la personalidad del trabajo humano.

Desde la revolución industrial esta enajenación del trabajo propio ha ido en aumento con el desarrollo de la compleja estructura global capitalista. El trabajo se ha cosificado, desvirtuando así su potencial dialéctico que hacía personas a partir de las individualidades aisladas.

En otras épocas, éramos (fuimos) lo que producíamos; hoy somos producto del sistema, un ítem más reducido a términos estrictamente económicos, una cifra estadística sin alma ni proyecto.

Como es lógico, esta situación real, de mero instrumento al servicio de un gran emporio ideológico-productivo, percute directamente en el pensamiento particular y colectivo. Eliminado de cuajo el proceso que va de la idea-necesidad al fruto final del trabajo, pasando por el ejercicio de disponer de los medios adecuados y de gestionar el tiempo sin imposiciones interesadas, el pensamiento humano (contradictorio y cooperativo) pierde su cauce ideal y propicio para conversar con el otro y con la realidad circundante: solo puede actualizarse en el tramo último, no mientras el trabajo está ocurriendo sino ya cuando la cosa se configura como tal, como elemento presto a ser volatilizado en el acto del consumo.

En la actualidad, no hay producto que agregue inteligencia creativa a las decenas, cientos o miles de trabajadores que intervienen en su elaboración. Cada peldaño o eslabón de la producción no tiene conexión entre sí, son partes autónomas que se desconocen por completo. 

Nadie sabe qué valor añade a la cosa fabricada.

Esta expropiación sibilina de los esfuerzos y sudores ajenos, los que aportan sus habilidades técnicas de manera anónima, impide asimismo un pensamiento abierto y crítico en la inmensa mayoría de la masa trabajadora. Todos los que no son dueños de su trabajo, tampoco lo son de sus pensamientos.

El capitalismo sabe muy bien que cosificar al trabajador significa dar una importancia desmesurada al producto que vende en sus estanterías globales. Al expropiar al trabajador de su título de dominio sobre el trabajo nominal, la cosa cae en un ámbito nebuloso sin amo claro o evidente. En esta confusión inducida, el empresario y la marca se apropian legalmente del trabajo por cuenta ajena.

En el terreno político, tal secuestro tiene consecuencias inmediatas. Despojados los legítimos dueños de sus destrezas técnicas y propiedades culturales, las que cobran vida a través del trabajo social y particular, sus pensamientos tienden a estabilizar y comprender el statu quo vigente. Piensan lo que les dicen, el relato que les cuentan hasta la saciedad, consumiendo un marco ideológico diseñado ex profeso para no reconocerse plenamente a sí mismos como protagonistas indispensables del teatro mundial capitalista.

En la fase histórica que ahora habitamos, las contradicciones de clase se han agudizado de modo sobresaliente. La explotación laboral se incrementa mientras los derechos son papel mojado. Traducción literal: los beneficios financieros suben al tiempo que el trabajador se ve jibarizado hasta transmutarse en mera fuerza laboral sin personalidad ciudadana propia.

No existen los derechos porque todo se ha convertido por ciencia infusa en mera mercancía del mercado universal.

Pensar en libertad requiere empleos en los que las personas se sientan dueñas de sus aportaciones individuales y colectivas. Ahí reside la médula espinal de una sociedad que busque la realización dialéctica de cada cual y la justicia social equitativa. Jamás habrá libertad que sea acreedora de tal nombre sin que las capacidades humanas se expresen directamente en el sistema de producción.

No emergerá de la nada esa libertad intelectual. Tal libertad formal ya está escrita en los textos jurídicos, una ficción o sucedáneo de la verdadera libertad que sirve al régimen capitalista para esconder o velar sus auténticas intenciones económicas e ideológicas.

Las cosas se han convertido en fetiches de quita y pon, señales mudas de la alienación de la clase trabajadora. Su consumo instantáneo no exige preguntas ni explicaciones razonadas.

Si el trabajador fuera consciente y reconociera la parte propia que reside como una sombra indistinguible en cada servicio o cosa que admira o desea poseer compulsivamente, su pensamiento sería otro: me han quitado el fruto de mi trabajo, ¿por qué?, ¿cómo ha sido? Tales preguntas radicales son casi imposibles de realizarse en los tiempos actuales ante la maraña ideológica que se nos viene encima a diario.

Al trabajador robado y neutralizado en su potencialidad de razonar por la propaganda capitalista, únicamente le queda sobrevivir o cuando los vientos le son favorables echarse al monte de comprar estatus, posición muy típica de clase media que en el viaje sin destino nunca es capaz de saber o discernir de qué se compone su ser dinámico privilegiado siempre en riesgo y al albur de las modas pasajeras y vaivenes económicos: la sustancia de todo estatus social está financiada por plusvalías anónimas hurtadas a los más desfavorecidos por la ruleta irracional del capital.

La cosa en ningún instante es propiedad legítima de aquellos que la pagan, antes al contrario lo es de la legión de hombres y mujeres que la han hecho posible.

La tierra para quienes la trabajan y de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades, siguen siendo ideas con gancho y fuerza insoslayables para una sociedad donde prime una mínima justicia social. Sin ella, no habrá ni igualdad ni libertad, solo cosas desvinculadas y amorfas del hombre o la mujer que las han llevado a efecto.

El capitalismo fabrica cosas acabadas a la vez que pensamientos cerrados. Unas y otros son caras de la misma falsa moneda: producir ideología capitalista para aminorar la respuesta crítica de la clase trabajadora. Además de nuestra propia contribución laboral invisible, todas las cosas o servicios que se venden al mejor postor añaden ideología de la clase dominante que apenas advertimos en el momento de pasar por caja ni en el etiquetado de la mercancía.

Compramos, pues, ideología de los explotadores más el fruto de nuestro trabajo diario robado legalmente. El capitalismo precisa de pensamientos cerrados, fijos y circulares para que la realidad no afecte en exceso a nuestras neuronas más críticas y rebeldes. La explotación necesita de ilusiones diferidas para que el edificio no se venga abajo de golpe y porrazo.

 

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