La revolución es siempre conceptual, del lenguaje, del logos, de lo contrario es solamente agresividad vana.
«La democracia obliga a habitar un mundo de individuos desiguales, mientras hace de su individualidad un principio; por ende se condenan a volver cada vez más insoportable la separación entre las esperanzas que suscita y las plasmaciones que ofrece». Mona Ozouf.
Desde el fin de la gran aporía política del último siglo, que no debe existir ninguna alocución o interpretación de ningún pensador actual que no refiera a los problemas de nuestras democracias, líquidas, inacabas o inciertas (a cada término le corresponde casi una línea de pensamiento que confluyen en conclusiones semejantes) que proyectadas en sus problemáticas, o en que, no podamos interpretar las contradicciones en sí mismas, terminaremos muy probablemente en, como nos profetiza, otro de los tantos renombrados politólogos o filósofos de la política, Zizek, reproduciendo lo que Hollywood viene filmando como un futuro próximo, la guerra facciosa entre humanos, por recursos básicos y generadas por las profundas desigualdades que la democracia en nombre de su valor, promete atacarlas o reducirlas y no hace más que profundizarlas.
Esto viene generando, en distintas partes de Occidente, sobre todo en circunstancias electorales o de consulta popular, que ciertos grupos o colectivos que se construyen a partir de este hastío que ofrece las no plasmaciones de lo democrático; explicitadas en desastres económicos o sociales, monten o articulen propuestas políticas, que en algún momento u otro, se plantean, teórica o fácticamente subvertir el orden o llevar a cabo la revolución en su más llano, como vulgar, significado del término. Cuando esto no sucede, casi todo el establishment, político como social, reinante en el lugar en donde ha surgido aquello nuevo, acusa a este de revolucionario, en un sentido peyorativo, bajo una connotación deleznable, catalogando las acciones de estos grupos insurgentes, bajo epítetos de jacobinos o populistas.
Debemos poner cierta claridad y ajustar precisiones, ante la confusión que juega un rol, claro y específico, que es el de contribuir a sostener los privilegios de quienes gobiernan y de los que se aprovechan de las reglas de juego establecidas y por tanto no desean siquiera que teóricamente se plantee cambio o modificación alguna.
«La revolución es el triunfo de un nuevo pacto social y político, fundado sobre una nueva relación del hombre con el poder, en la cual el ciudadano reemplaza al sujeto y la libertad a la autoridad». E. Quinet.
Existe parcialmente un camino, un sendero, un transitar que inobjetablemente nos tiene a medio hacer, a medio realizar, en el momento exacto en el cuál es sumamente válido preguntarse sí falta más de lo ya transitado o sí resultaría más conveniente regresar.
Regresar sería apasionarnos, enceguecernos con nuestras democracias y creer que no exista nada mejor que ella, por temor a creer que necesariamente otra cosa, sería retroceder a los tiempos de las dictaduras. En un ejemplo común y llano, sería como sí continuásemos con nuestra pareja, por más que no la amemos, o incluso la odiemos, porque creamos que de lo contrario volveríamos con un primer amor, aún más desastroso del cual ya nos hemos alejado.
En todas las aldeas occidentales en donde estalla mediáticamente un conflicto, los requerimientos a lo democrático, son casi, copias exactas, sintomatologías iguales de una pandemia que tiene como punto neurálgico o cabal de su ferocidad a la democracia en su forma y contenido.
La brecha, el abismo entre representantes y representados, en cómo viven unos, bajo sus propias reglas, que incluyen ética y moral sectorial, facciosa, y que les otorga el derecho a exigir a los demás, todo tipo de esfuerzos, que obviamente los primeros no realizan, sumado al estado general de una humanidad que ofrece a los pocos con contante y sonante que mediante el metálico pueden acceder a una vida cada vez más ficcional, estrafalaria e irreal, como atractiva, a expensas de que cada vez sean muchos más los que se queden con las ganas, con la ñata frente al vidrio, de todo lo que ese mundo ofrece (sin que puedan mostrar lo contrario, lo que el mundo realmente es, donde en verdad muy poco, de lo artificial o humano se precisa) y que por más que trabajen, vidas enteras, jamás lo alcanzarán, hacen de la realidad actual, un caldo de cultivo para que el orden establecido cambie, varíe, se modifique, en la sustancialidad de lo que se denomina democrático.
Uno de los tantos problemas en este transitar, en este sendero, es precisamente lo metodológico, es decir cómo llegar a tal objetivo, de una forma más auténtica, rápida, efectiva o con menos concesiones entregadas en el camino.
Ya describimos que definición de revolución nos determina o compartimos. Tanto desde dentro de los procesos novedosos, por la tentación o la referencia al pasado, como por fuera, desde el temor que les genera a los sectores complacidos con las reglas de juego cuestionadas, siempre conducirán, irreversiblemente, la necesidad de los cambios, el subvertir lo establecido, a la revuelta en las calles, a la lucha cuando no armada, en las calles, a la insustancialidad de la disputa de poder, entre la animalidad del golpe o la fuerza como último elemento de la ratio.
Pensar la política, desde la lógica del adentro y del afuera, es un canal posible, para dejar esa posición arrogante de creer que los que estamos adentro, es decir los que comimos para poder pensar, podemos tener la integridad como para pensar o representar a quiénes no lo pueden hacer, estableciendo aquella falacia de los de arriba y los de abajo.
Sin embargo, tanto los actuales revolucionarios, independientemente del proceso en que se encuentren sus revoluciones y obviamente el lugar en donde las estén llevando a cabo, deben tener en claro que la revolución de nuestro tiempo, es una revolución del concepto, que se da o debe dar en el ámbito del lenguaje.
A contrario sensu, de lo pretensión metodológica de las revoluciones del pasado, no es necesario convencer a muchos y que esos muchos provengan de un campo popular, sometido u oprimido.
Debemos subvertir la revolución. La revuelta pasa por convencer a los privilegiados que no tienen verdadero provecho de los privilegios de los que dicen o sienten gozar. No necesitamos ocupar ninguna calle, incendiar ninguna bandera, edificio o botella con gasolina.
Simplemente nos bastará con tener claro esto mismo, para socavar la mente de los que mandan, de los que gobiernan, de los que tienen en sus manos las reglas de juego actuales. A ellos debe apuntar nuestra revolución, hacia allí debemos apuntar nuestro objetivo revolucionario. Debemos subvertirlos para que sean los abrazos, armados y ejecutores, de un occidente, que tenga reglas de juego más inclusivas o democráticas, tal como entendemos algunos, la verdadera democracia.