Era una oscura tarde en la que se había desatado una fuerte tempestad. A sangre fría, se saltó el Quinto Mandamiento y puso fin a la vida de su enemigo sin ni siquiera darle la oportunidad de defenderse. Tampoco quiso concederle una última voluntad. Pero, después de todo, al verle yaciendo en el suelo, un profundo desconcierto le oprimió el corazón porque fue entonces cuando comprendió que no existía ninguna diferencia entre ambos.