Lo más difícil es cercarla, conocer su límite allí donde se enlaza con la penumbra al borde de sí misma.
Julio Cortázar, Vestir una sombra.
Lo que creamos refleja, casi siempre, lo que somos. Habrá quien defienda que una explicación científica de la gravedad –al punto de convertirla en ley–, no está guiada por un componente cultural, sino que se trata de una descripción de los hechos, cuya verdad es independiente de las personas que la alcancen y la acepten.
Quizás el problema radique en la explicación que se elabora de estos “hechos”, que debe rebuscar y limitar la pobreza de las palabras para adecuarse a la exigencia de la verdad.
Es posible que Junichiro Tanizaki (Tokyo, 1886-1965) simplemente escribiera su Elogio de la sombra (Siruela, 2006), para endulzar sus disgustos por los elevados costes y dificultades que le supuso construir una casa auténticamente japonesa
Por supuesto que nadie verá en la efectividad con la que vivimos la gravedad una diferencia en su aplicación entre las distintas culturas, los “hechos” no tienen ojos para esas diferencias.
Pero hay muchos elementos tecnológicos y culturales que admiten ese cuestionamiento. Es posible que Junichiro Tanizaki (Tokyo, 1886-1965) simplemente escribiera su Elogio de la sombra (Siruela, 2006), para endulzar sus disgustos por los elevados costes y dificultades que le supuso construir una casa auténticamente japonesa, pero sus reflexiones, desde el título mismo, nos permiten acercarnos a uno de los problemas básicos de la globalización, y es su capacidad de homogeneización cultural (quizás a un Cuarto de libra con queso pueda llamársele Royal con queso, pero los ventiladores se llaman igual en todas partes).
Tanizaki nos cuenta las dificultades y resignaciones que tuvo que asumir al construir su casa, cómo aceptó de mala gana los retretes blancos occidentales, o lo antiestético que le resulta utilizar cristal en lugar de papel en las ventanas de sus puertas.
Leído con detenimiento, su Elogio, y esto lo dice el mismo Tanizaki, no es más que la colección de quejas de un viejo conservador ante el avance social y tecnológico occidental.
Sin embargo, se ha convertido en un texto clásico entre los estudiantes de arquitectura, porque en él sale a la luz la importancia de desarrollar un pensamiento sobre la estética de lo diseñado, y cómo la cultura atraviesa de parte a parte el espacio arquitectónico.
Tanizaki nos cuenta las dificultades y resignaciones que tuvo que asumir al construir su casa, cómo aceptó de mala gana los retretes blancos occidentales, o lo antiestético que le resulta utilizar cristal en lugar de papel en las ventanas de sus puertas.
Esta queja se organiza bajo un esquema que esconde algo más que una mera comparativa: lo japonés tiende a asociarse con las sombras, con las oscuridades que generan el ambiente idóneo para que el brillo de un lacado cautive un pensamiento, e incluso el oro abandona la vulgar ostentación, para brillar gracias a los resquicios de luz que la oscura arquitectura japonesa ralentiza con sus pasillos y sus recovecos.
Más allá de las reflexiones estéticas, el texto de Tanizaki es una pequeña cápsula del tiempo, de un tiempo y una cultura en la que destaca su capacidad para dar saltos socio-tecnológicos a una velocidad que solo ellos soportan.
Lo occidental, en cambio, se asocia con la blancura, con la invasión de la luz, que no deja resquicios, y cuyo degradado solo sabe ser signo de impureza. Así, una cuchara de madera oscurecida por su uso, está adornada con la pátina que otorga el tiempo, en cambio la misma cuchara impoluta pierde el enlace con el propio mundo y se entrega al anonimato.
Pero más allá de las reflexiones estéticas, el texto de Tanizaki es una pequeña cápsula del tiempo, de un tiempo y una cultura en la que destaca su capacidad para dar saltos socio-tecnológicos a una velocidad que solo ellos soportan.
Escrito en 1933, nos ofrece algunas pinceladas de una época en la que las novedades tecnológicas no tenían tiempo de considerar su costado estético, y la utilidad –y la necesidad motivada– dictaba el consumo de objetos que hasta entonces no existían.
Tanizaki va más allá de la crítica al consumismo, él ve en la invasión extranjera de todos estos objetos la implacable desaparición de su identidad cultural. En el colmo de su duelo, imagina por momentos cómo habrían sido los objetos que ahora lo invaden si hubiesen sido inventados por los japoneses.
Entonces, el problema de las radios no tiene que ver con su alcance y su incuestionable utilidad, sino que éstas no saben captar las singularidades que el idioma japonés moldea en las voces de sus hablantes, y los retretes blancos e impolutos no otorgan ya el momento de conexión con la naturaleza al que invitaban las letrinas en madera fuera de la casa, cercanas casi siempre al bosque.
Tanizaki nos habla de retretes y costosas construcciones japonesas, pero todo su texto se transforma en una lectura subversivamente anticapitalista.
La singularidad de lo japonés aparece en el contraste, la sombra que protagoniza la estética japonesa es también la sombra a la que se relegan sus singularidades, y es por medio del contrapunto con lo occidental como llegaremos a captar y comprender la autenticidad de lo japonés (y de lo diferente).
Pero la metáfora de la sombra no es sólo visual. Su contraposición con la blancura y luminosidad de lo occidental es también una metáfora de su herencia cultural más destacada, la Ilustración.
Tanizaki nos habla de retretes y costosas construcciones japonesas, pero todo su texto se transforma en una lectura subversivamente anticapitalista. Allí donde lo oriental medita en la penumbra, lo occidental introduce la potente luz eléctrica, que fuerza a la visibilidad y la exposición, y que niega el secreto que puede ocultarse en las sombras.
Donde los orientales ven la pátina del tiempo como una escritura en la madera, el occidente insiste en la pulcritud y la higiene, e incluso la intimidad de la evacuación se convierte en un ritual médico. Así, la luz expulsa las sombras, las ilustra, y todo aquel que no quiera luz, deberá aprender a vivir con la oscuridad, ya que no hay puntos intermedios.
Tanizaki recuerda continuamente que él no niega la utilidad y la instaurada necesidad de todos esos artefactos, quizás su lamento tiene que ver con la disolución de las fronteras que son la esencia de la insularidad japonesa
Ante una globalización que apunta a disipar todas las oscuridades por medio de la identidad a la que invita el consumo, elogiar las sombras es intentar recuperar la potencia de lo diferente. Pero la relación entre las luces y las sombras se revela siempre de una naturaleza suplementaria, allí donde la luz se erige como símbolo de la pureza, la oscuridad de las sombras se muestra como su suplemento, ya que solo la oscuridad enmarca la esencia de lo luminoso.
La luz de los pueblos que anima el relato institucional de la globalización niega su dependencia de las sombras, arrasando la oscuridad que secretamente la alimenta. Pero en la sombra el tiempo corre diferente, y la memoria encuentra ahí su sustrato más fértil.
Tanizaki recuerda continuamente que él no niega la utilidad y la instaurada necesidad de todos esos artefactos, quizás su lamento tiene que ver con la disolución de las fronteras que son la esencia de la insularidad japonesa. Donde antes había isla, ahora hay puentes que desgastan la necesidad de lo diferente, y la sombra silenciosa de la meditación desaparece con la luz cegadora de la civilización occidental. El capital no admite opacidades y, si hace excepciones, es solo con sus paladines más destacados.
Allí donde crece la oscuridad se alimenta la resistencia, que es otro nombre para eso que la globalización no quiere admitir (y cuya negación sistemática constituirá su de-finición): el límite, la frontera, ya sea a la homogeneidad cultural o a la contaminación del planeta justificada en el crecimiento económico. Así, un elogio de la sombra se transforma, en una lectura más profunda, en el testimonio de todos aquellos que el avance luminoso del capital relegó a una oscuridad marginal.
