Propósito

En diciembre leí uno de esos posts de autoayuda que aparecen publicitados en Facebook, y que tienes tentación de leer cuando esperas el tren, aburrida por haber olvidado el libro en casa. El artículo afirmaba, que si eres capaz de vivir sin quejarte, serás mucho más feliz, atraerás el positivismo del universo y todo te irá mucho mejor. Consiste en un plan de ocho semanas: las primeras cuatro, debes esforzarte por no verbalizar queja alguna, las siguientes, cuando se supone ya te has acostumbrado a tragarte tus demonios, ni siquiera puedes pensar en ello.

Pues bien, como propósito de año nuevo, me planteé hacerlo. Os cuento mi experiencia:

Semana 1

El primer día todo fueron sonrisas, halagos, buenas intenciones… Aunque confieso que casi toda la jornada permanecí encerrada en casa ¿Eso es trampa?

El segundo día no fue mal, tras una intensa jornada de trabajo, en la que tuve que repetir tres veces un informe, logré a duras penas no desearle la peor de las muertes a mi jefe por ser tan quisquilloso, y al volver a casa, ni siquiera bufé al tipo que convirtió el vagón del metro en una cámara de gas.

El tercer día tuve que coger el coche para ir a ver a un cliente. Prueba de fuego, conduciendo me transformo en una hidra de siete cabezas. Tuve que bucear en lo mejor de mí para no chillar y sacar el dedo a pasear, cuando un taxista me bloqueó el paso en un cruce peinándole el flequillo a mi retrovisor, ni me pidió perdón el j… Sonríe, sonríe.

El cuarto día me pillé el dedo con una puerta. Comencé a pegar saltitos mientras apretaba mi dedo con la mano, creo que incluso llegué a cantar algo de Julie Andrews para distraer el dolor.

El quinto día me envalentoné y fui a la compra. Una señora, que parecía querer batir un record de velocidad, me pegó un golpe con su carro mientras escogía, en marcha, el bote de judías que deseaba llevarse a casa. La miré con fijeza, conté hasta diez y seguí con lo mío, ella ni me vio. Al llegar a las cajas, comenzaron los «juegos del hambre». Situada en una cola con seis personas delante, vi el cielo abierto cuando una cajera apareció de la nada pidiendo que pasáramos por orden de fila. Cuatro señoras que ni siquiera habían comenzado a esperar, corrieron como posesas para situarse primero, sin respetar a los seres civilizados que estábamos aguardando turno antes que ellas. Mis ojos centellearon, pensé en unos cuantos adjetivos poco agradables para cada una, pero logré tragármelos… Al menos aún se me permitía deleitarme en privado con mis elaborados improperios.

El sexto día tenía la primera meta muy cerca, aunque un molesto dolor se había alojado en mi estómago desde la tarde anterior, casi no pude comer y apenas le dirigí la palabra a nadie. De nuevo tuve que tragarme un insulto, al escuchar al bocazas del departamento sugiriendo que debía estar en «esos días del mes».

Séptimo día ¡Por fin! Había logrado no quejarme en voz alta durante seis interminables jornadas. Pasé el día realmente feliz, ignorando el dolor de tripa que se negaba a abandonarme, pero conseguí comerme un plátano ¡Estaba mejorando! Al llegar a casa, me encontré con mi pareja en el rellano, su cara era un funeral, habían cancelado nuestra serie favorita. Una rabia infantil creció en mis entrañas, los ojos se me llenaron de lágrimas «¡ME CAGO EN LA LECHE!».

Creo que me oyeron hasta los del quinto.

Esa noche me zampé una hamburguesa, ya no me dolía el estómago.

No valgo para esto, necesito quejarme para ser feliz.

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