Pablo Iglesias no importa

Decía Pablo, al comienzo de todo el movimiento Podemos, que los de arriba no tenían miedo a su persona, sino al pueblo. Esa afirmación, pese a ser muy acertada en aquel momento, no debe olvidarse en el cajón de los recuerdos y blindarla, sino airearla tantas veces como sea posible. La sensación actual, tras los últimos acontecimientos, es que el pueblo poco asusta –incluso después de una multitudinaria marcha el 31 de enero en Madrid– pero no porque Pablo se haya olvidado de nosotros/as, sino que, a veces, parece el pueblo quien se olvida de él mismo.

La generalización causa malestar, pero las sensaciones generales deben molestar a aquellas personas que creemos en la máxima horizontalidad posible dentro de un espíritu democrático interno. No es necesario recordar que si Podemos está donde está es gracias a un gran politólogo, entre otras cosas, que desarrolló una buena estrategia mediática y, paralelamente, política para articular la herramienta necesaria que condujera a España al cambio. Por supuesto debemos agradecer a Pablo, y a un gran equipo, su magnífica hazaña y recompensarles, si así lo creemos oportuno, en las urnas abiertas del partido y en las electorales de los colegios. Sin embargo, ahí debe quedar todo. El dios Saturno avanza y no se nota que los titanes tengan miedo al demos: creo que el poder sigue teniendo miedo a los dirigentes de Podemos. ¿Y por qué? La respuesta se palpa a pie de calle: la confianza en él es plena, y eso, además de un gesto bonito, es peligroso. ¿Qué ocurriría si mañana descubriéramos que Pablo Iglesias, al final, ha sido un corrupto? Sería una pena, sí, como cualquier persona que se corrompe. Pero si Podemos es él, Podemos perdió la batalla antes de salir al combate. La sensación, como decía antes, es que si ocurriese un suceso como el que ahora imagino –la corrupción de Pablo–, el movimiento Podemos se disolvería por reacción, primero, y por inercia después. Esto, ahora no, no es un gesto bonito, más bien, es un gesto triste que delata nuestra ignorancia y la carencia de reflexión crítica que el conjunto social sigue demostrando: el cambio empieza en uno mismo, después y solo después, seremos camaradas.

El 31 de enero de 2015, Íñigo Errejón en la plaza del Sol, pedía que no nos falláramos. Yo me pregunto si acaso no nos hemos fallado ya. Aunque el margen de rectificación existe, su anchura nunca debería haber sido tan amplia. Pablo Iglesias no debería importar mucho más que la parte de pueblo que le corresponde. Y la culpa, ahí, no es suya ni de nadie de las caras visibles de Podemos. La culpa es de quiénes necesitan la veneración para luchar políticamente. No debemos estar de acuerdo en todo: eso es lo sano. Y si estamos de acuerdo en quién debe ser el secretario general de Podemos, no nos ceguemos con su icono, hagámosle humano y después iconicemos a todos los humanos. Cuando alguien argumente a favor o en contra de posibles manchas en las biografías de esas personas que están en primera línea, no caigamos en el juego: es que no importa si Monedero cometió irregularidades, y es absurdo emerger ese debate a la sociedad. Lo que debería importar es que el pueblo despertó y, además, demostrar que no está cogiendo sueño. El peligro no es que Podemos se pueda convertir en un partido más: sino que la sociedad se vuelva a convertir –o se mantenga– en aquella sociedad dormida cuya reflexión política provenía de lenguas ajenas, incapaz de sentarse en una plaza con una tienda de campaña y decidir qué quería. Pero eso lo tuvimos, así que sí fue posible. La senda, por tanto, la conocemos muy bien, tan bien que fue el pueblo quién la construyó. No dejemos que vuelvan a crecer las malas hierbas y entendamos que estas hierbas no son personas, sino madurez social y política.

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