La moral es esa guía internalizada (guía para obrar) formada por un conjunto de valores y creencias que rigen la conducta de una persona o grupo social para aspirar a la consecución del mayor bien posible.
Nos podemos centrar ahora en el bien común, y desde ese punto de vista es difícil entender que la elección de las personas que deban jugar un papel preponderante en la transmisión de esos valores pueda recaer en un partido cuya conducta va precisamente en dirección contraria a esa premisa.
Y va en dirección opuesta porque la esencia de la derecha no pone como principal motor de su política el bien común, sino el bien de unos pocos. Siempre ha sido así. ¿No ha sido siempre la derecha la valedora de los privilegios de unos pocos, de la conservación de esos privilegios como si fueran derechos, precisamente?
¿Y no lo sigue siendo ahora, aunque ese papel de guardián de las prebendas de las élites tenga ahora un delicado disfraz de liberalismo o de centrismo?
La propia corriente de la historia ha obligado a la derecha a ir mutando: del látigo ha pasado a la vara de avellano; y de ésta, a la regla que sólo golpea en la palma de la mano. Duele menos porque las formas y las normas nos las dicta ya un absolutismo inmóvil, o una teocracia soterrada, pero en esencia se trata de lo mismo: sojuzgar, sojuzgar y sojuzgar. Sojuzgar para que unos, algunos, sigan ostentando el poder. Un poder pervertido, puesto que busca únicamente su perpetuación.
La realeza, el más recalcitrante catolicismo, las grandes fortunas y la nobleza, ¿de quién se han valido en el transcurso de los siglos para perpetuar sus privilegios; ¿quién ha sido, en cambio, su mayor combatiente?
La izquierda, la verdadera izquierda, —el pensamiento progresista y transformador, no los experimentos megalomaníacos de los dictadores comunista del siglo XX, que leyeron a Marx igual que leen la Biblia los creacionistas, literalmente, eludiendo el papel, fascinante pero necesario, que deben ejercer las metáforas en estos casos—, ha seguido un camino distinto: el de un avance social e igualitario.
Para la moral, para la ética, el entorno social es determinante. El papel de los medios de comunicación, de los centros educativos y, sobre todo, de la familia juega un papel crucial. Pero hay otra variable, creo, aún más importante: el continente, la propia posibilidad de ser éticos; el lugar, donde, por decir así, se alojan esos valores; y eso está inscrito en nuestro ADN. Va más allá.
Seguramente gracias a ello sobrevivimos como especie. Tal vez fue la forma en que, sin darnos cuenta, supimos salir adelante.
Por ello, pienso que una futura sociedad mejor, —y verdaderamente democrática—, e incluso, —a más largo plazo—, una perpetuación de la especie en las mejores condiciones posibles, necesitaría que fueran personas de verdad progresistas, o de izquierdas, quienes la lideren.
Es una cuestión de coherencia con nosotros mismos, como seres humanos, como especie.