Nostalgia y déjà vu de las “pequeñas cosas”

Es tal la complejidad existencial del mundo de hoy que mucha gente siente la impotencia política en sus propias carnes al considerar como una quimera irrealizable la transformación democrática de la sociedad de una forma radical y solidaria para acabar de raíz con tanta injusticia cotidiana y tantísima apatía consentidora y cabizbaja que emana de la gran masa. El refugio psicológico con mayor pedigrí y reputación para compensar este fracaso asumido como derrota sin paliativos pasa por regresar al edén perdido de “las pequeñas cosas”.

“Pequeñas cosas” puede traducirse por conceptos la mar de variados e inconexos: la vuelta a la sencillez de la aldea; el contacto directo con la Naturaleza; el reencuentro con la paz idílica del campo; la huida lírica del mundanal ruido; la renuncia a todo éxito mercantil y vanidoso; la apuesta extrema por el apego simple a las vivencias vulgares y las repeticiones rutinarias del acontecer doméstico; la caridad cristiana o la solidaridad laica por causas cívicas locales o sectoriales; el convencimiento de que la revolución comunista o socialista o anarquista es un imposible histórico y de que únicamente es factible la ética cara a cara, familiar o grupal…

Cuando cerramos los ojos entre tanta algarabía consumista para sacudirnos el insufrible ruido mediático, en ocasiones un estremecimiento inefable nos toca suavemente nuestra dañada conciencia de urbanita: en mitad del volcán revivimos un pasado idílico, la niñez, la inocencia arrebatada por la experiencia; el déjà vu dura un breve instante pero actúa como un revulsivo que pone en cuestión nuestro estilo de vida y nuestros valores personales y sociales. Ese momento “ya vivido y vuelto a vivir” suele convertirse en nostalgia o pide ser rechazado de plano como un veneno terrorista susceptible de modificar o alterar gravemente nuestra imagen edulcorada y fija de sí mismos.

Dejar de ser lo que somos es un proceso irreversible que precisa de una conciencia valiente y atrevida. Pero dejar de ser, ¿hacia dónde? ¿Hacia el futuro o el pasado? ¿Hay algo más que ayer, hoy y mañana?

Que tiempos pasados siempre fueron mejores es una recurrencia vital y filosófica que aflora en diversas épocas históricas, sobre todo en situaciones de crisis, zozobra o decadencia. Tres hitos en el camino más que significativos: Hesíodo, Séneca y Rousseau.

El poeta griego Hesíodo cantó las excelencias y las virtudes del trabajo y de las sencillas tareas agrícolas. El hálito y palpitar del mundo-aldea se apagaba por momentos… La ciudad iba a ser el eje incuestionable del futuro que asomaba por la línea difusa del horizonte. Hesíodo, tal vez sin quererlo pero presagiándolo en su fuero interno, hizo una loa fúnebre de “las pequeñas cosas” rurales de la antigüedad remota clásica.

La perspectiva del romano Séneca es muy diferente. El filósofo ya conoce de primera mano, desde la misma cumbre social, la vida ajetreada de la Roma imperial: el éxito, el fracaso, la hipocresía, las componendas, las traiciones… En sus tres últimos años antes de morir, retirado en las afueras del poder, en medio de los aromas y sabores campestres, reflexiona acerca de la virtud y la felicidad. Predica la abstinencia, la moderación, la virtud estoica del retorno a las leyes de la Naturaleza.

Hesíodo jamás conoció el frenesí urbano, pero pudo barruntar lo que se avecinaba. Séneca, por el contrario, supo de Roma y de su apogeo todopoderoso. Con todo su bagaje cultural, abatido por las arrugas, se refugió en la levedad tibia del no-deseo y de la contemplación serena de la realidad circundante. Dos actitudes bastante distintas, la inocente intuición curiosa y la sabiduría de vuelta de todo, coincidiendo en “las pequeñas cosas” de la secular simpleza rural de primigenia e idealista naturalidad virgen.

La eclosión moderna de esta nostalgia o déjâ vu cultural tiene como protagonista estelar a Rousseau y su buen salvaje. Primitivo ser humano e incorrupto viviendo en paz consigo mismo, en armonía con el entorno y sin ansias de violencia contra otras comunidades vecinas. En resumen, el paraíso perdido… que jamás fue tangible en la realidad histórica. Rousseau quiso resucitar un personaje que solo existíó en la leyenda como mito a contraponer al hombre occidental codicioso y aventurero que arrumbaba toda cultura o pueblo que hallaba a su paso y transformaba en oro o dinero todo lo que tocaba: arte, herramientas, ideas y costumbres ancestrales.

Da la sensación de que el pasado es el hogar de “las pequeñas cosas” y que a él se desea regresar cuando algo va mal en nuestras vidas particulares o cuando traducimos con pesimismo la realidad que vivimos en el día a día.

Volver a “las pequeñas cosas” puede ser una táctica puntual o de largo recorrido. Muchas son las razones, situaciones o sentimientos que pueden alumbrar esa nostalgia irrefrenable por las cosas menudas y presuntamente esenciales de la vida. Un fracaso personal. Cansancio intelectual o existencial. Impotencia política. Capacidad económica para mandarlo todo a hacer puñetas. O quizá estrategia política de adecuación a la realidad contractual (un cóctel equilibrado de radicalismo verbal y programa moderado, esto es, socialdemocracia ajustada a contextos históricos dispares).

La posmodernidad ha desechado los relatos grandes y los ríos históricos colectivos en favor de la historieta privada que escribimos cada cual como podemos, en completa libertad según los exégetas o creadores de las filosofías nihilistas-liberales de la globalidad capitalista. Vivimos tiempos de “pequeñas cosas”, pequeños horizontes, pequeñas ambiciones, pequeños retos, pequeñeces varias que cambian de faz constantemente para trasladar la idea de novedad perpetua y circular, es decir, un universo muy de placeres exquisitos (un pequeño yate y una pequeña fortuna) muy al gusto irónico de Woody Allen. Ciertamente, son cosas diminutas y de consumo rápido enfrentadas a las “pequeñas cosas” tradicionales, el amor, la caricia, el beso y el aire limpio y sin interés instrumental de los juegos infantiles.

Habitamos, pues, una compleja, viscosa y densa red moral de pura nanotecnología emocional: el impulso inmediato del instante que se va versus el sentimiento ético a flor de piel de la vida sencilla. Futurismo iconoclasta frente a romanticismo tecnobiológico.

El etéreo concepto “pequeñas cosas” se está transformando sin apenas apercibirnos de ello en un artefacto ideológico ambiguo, al que podemos acudir o recurrir todos los moradores de la globalidad para sanar nuestras heridas individuales. Se trata de un lugar común (o no lugar sería mejor decir), un espacio singular  de tránsito psicosocial donde las neurosis convivenciales e impotencias políticas hallan su terapia adecuada nadando entre “las pequeñas cosas” que mejor se adapten a su idiosincrasia particular. Si el sujeto quiere olvidarse de todo: consumismo barato o de estatus, según prescripción facultativa. En caso de que el individuo presente erupciones culturales de progresía muy acusada o sueños filantrópicos o utópicos irreverentes, la mejor medicina sería administrar dosis crecientes de nostalgia por “pequeñas cosas” solidarias, bucólicas o religiosas, según querencias culturales del “enfermo imaginario” en concreto. El déjà vu que sobreviene después dejará al paciente en un estado emocional sereno y dulce por un tiempo indefinido.

¡Cuidado con “las pequeñas cosas” y los mitos idílicos de los paraísos perdidos! Nada es lo que parece a primera vista: todo alberga su pequeña trampa oculta. Tanto el veneno como la esencia se venden en tarros pequeños. El buen salvaje solo existe en los remordimientos de conciencia del ser humano moderno. Dividir la realidad en pequeñas cosas amables y positivas y grandes cosas utópicas e irrealizables es otra forma más de desactivar el conflicto social latente en nuestras sociedades neoliberales. Otra añagaza más para desviar nuestra mirada hacia vertederos estéticos donde apaciguar y domeñar nuestra justa rebeldía y espíritu crítico. La ideología capitalista es como una sierpe que llega a los lugares más recónditos del alma política.

No hay comentarios

Dejar respuesta