Miradas machistas y cuerpos de mujer sometidos a la normalidad capitalista

Cambiar las inercias culturales lleva muchísimo tiempo porque están fuertemente arraigadas en el subconsciente colectivo. Son tendencias invisibles, hijas de la costumbre, que sirven de cauce para “ser normal” en la comunidad que habitamos.

Los roles básicos de género, masculino y femenino, llevan asentados en el ideario popular centenares de años y, a pesar de las extensas y profundas luchas feministas, continúan vertebrando las miradas y los prejuicios de la inmensa mayoría, en suma lo que debe ser y lo que resulta raro o no acorde a las visiones preconcebidas y aceptadas por el acervo común del statu quo.

Hay que decir que las miradas y los objetos se construyen recíprocamente en un juego dialéctico y complejo que solidifican estructuras de dominación verticalesdonde la víctima-mujer se opone al verdugo-hombre en una dimensión general sin matices sociales o históricos y en otra específica particularizada en el encuentro con el hombre-víctima, “compañero de clase” que debe vender, como la mujer, su fuerza laboral en el mercado capitalista. Una vivencia como contradicción y otra como paradoja.

Por tanto, podemos señalar que la mujer está doblemente explotada en las sociedades actuales, como trabajadora y por ser portadora de su propio género. No estamos, obviamente, ante un descubrimiento sociológico sensacional, sin embargo en los últimos decenios las conquistas sociales y políticas de la mujer trasladaban la sensación equívoca de que habían culminado sus reivindicaciones en la realidad pragmática del devenir cotidiano. En otras palabras, que ser mujer formaba parte ya de una normalidad feliz, cerrada y sin vuelta atrás.

La crudeza de los fríos datos estadísticos contradice esas versiones idílicas oficiales: violencia doméstica en aumento, pobreza feminizada a escala mundial, menores salarios, más paro, uso de la figura de la mujer como mero objeto de disfrute sexual… La publicidad, ese resorte que uniformiza las conciencias de los consumidores a través de ideologías de la intrascendencia banal y el placer egoísta e inmediato, sigue fijando lo femenino en un cuerpo “bello y no pensante” sometido a la pasividad receptora de una “condición natural” de uso sin responsabilidad emocional y factual para el sujeto activo representado por lo masculino, la agresividad territorial y la irracionalidad de la toma de decisiones basada en la expresión cultural de la fuerza bruta.

Definitivamente, el cuerpo de la mujer es un área de batalla colosal desde la misma niñez. En él, la mujer aprende desde su más tierna infancia a cómo domeñarlo en el dolor y la renuncia para que jamás sea un concepto acabado, singular y propio. Su cuerpo debe ser versátil y estar preparado para ser mirado por la voracidad masculina en sus detalles más íntimos y promiscuos.

Para facilitar esa mirada directa, hegemónica y procaz, el cuerpo de la mujer debe situarse en una inestabilidad e incomodidad sustanciales desde el punto de vista físico, que por ende induce en la mente desajustes psicológicos de inferioridad para acoplarse a la realidad como elemento subsidiario del hombre o, mejor dicho, del hombre-macho al servicio de la mirada vertical que engulle todo lo femenino como un humus sexual y psicológico que apuntala sus presupuestos culturales de partida.

Miradas machistas y cuerpos de mujer sometidos a la normalidad capitalista

El cuerpo de la mujer ha de sufrir para perfilar una psicología subalterna en las sociedades capitalistas o, si se prefiere, patriarcales de diverso signo. Orificios en las orejas. Corsés devastadores alrededor de sus senos. Faldas traicioneras que pueden dejar públicamente en la desnudez sus intimidades. Tacones imposibles que impiden su movilidad natural. Operaciones quirúrgicas no saludables. Belleza siempre en entredicho y una estética vicaria de las modas industriales.

El discurso “oficial” sobre la mujer se mantiene inalterable en sus fundamentos ideológicos aunque hayan cambiado los mensajes externos. La mujer ha de mostrarse guapa, femenina, audaz, eternamente joven… El estereotipo persiste anclado en la contumacia de la pasarela histórica de la femineidad machista como valor universal y complemento ideal y natural de lo masculino, además de ofrecer cobertura a la heteronormalidad de las sociedades occidentales civilizadas.

El “nuevo discurso” adaptado a los tiempos de la globalidad viene a decir que hay que dejar expresar los “encantos” de la mujer tal y como ella quiera, como cada mujer individual desee, en completa libertad y autoría única e irrepetible. Linda construcción semántica que es muy difícil criticar para desvelar sus falsedades intrínsecas.

Tras esa declaración de principios, en apariencia neutrales pero con intereses bastardos ocultos, se intenta vender un estilo de mujer depositaria de valores tradicionales muy acusados que se va construyendo en la mirada ávida de erotismo vertical masculino-femenino fundada en imágenes o ideas atávicas de lo que es ser mujer y ser hombre cabales, normales y previsibles en sus conductas intelectuales, de facto, personales y sociales.

Por ello, el cuerpo de la mujer moderna insiste en su entrega apasionada a ladictadura de la belleza permanente, mientras el hombre se va moldeando culturalmente con arreglo a las pautas ancestrales que guardan para él los secretos de la masculinidad activa y protagonista del decurso histórico.

Continuamos siendo prisioneros de unos roles estrechos y trasnochados que fijan nuestros pensamientos en una sexualidad ligera y consumista. La mujer encima de unos elevados tacones y embutida en un vestido ceñido construye la mirada previsible de la masculinidad agresiva y machista de nuestros días. Y viceversa. El cuerpo doliente de lo femenino y la mirada cautiva y depredadora del hombre-macho se necesitan con urgencia: son dos identidades que se acoplan a la perfección en el instante concreto. Y, por supuesto, la mujer nunca deja de ser la víctima propiciatoria en este relato de hegemonía machista. La mujer fatal jamás existió en la realidad sino como subterfugio literario o justificación del poder imaginario otorgado por el hombre a su víctima femenina: una mera inversión de roles de carácter sadomaquista en un mundo alternativo y de fantasía creado por lo masculino para su orgasmo particular, no empático ni participativo.

Ese discurso de toma y daca incesante se alienta desde la publicidad sin descanso. Lo masculino representa la búsqueda, la aventura, el erotismo de la vida activa, reservándose al “rol mujer” ser el objeto del deseo, el néctar nutritivo de los sueños, la consumación de la caza, la belleza estética pasiva, inalterable e inmanente.

Resulta muy complicado y oneroso oponer resistencia a esta palabrería fútil y fácil que atraviesa todos los órdenes y clases sociales. La educación laica y de izquierdas y el feminismo hacen lo que pueden ante un monstruo tan brutal y ubicuo como la propaganda cultural y la ideología dominante de las clases poseedoras y de su cohorte de paniaguados a sueldo: religiones, instituciones culturales tradicionales y medios de comunicación principalmente. La educación precisa reposo; la publicidad entra por los ojos.

Liberar el cuerpo de la mujer de ataduras físicas, alienaciones psicológicas y costumbres inveteradas requiere, a la vez, mirar los roles de género desde perspectivas políticas e ideológicas totalmente diferentes a las de ahora mismo. Hacer cultura sin poner en cuestión las rutinas que nos obligan a trazar caminos ya repetidos hasta la saciedad, es querer ver la normalidad como un lugar eterno e ideal sin posibilidad alguna de enmienda o mejora cualitativa.

Hemos de dar un significado radicalmente distinto a las palabras empezando por “lo bello” y “lo normal”. Nada es bello porque sí desde ninguna antigüedad remota ni por excelsa autoridad de un dios inefable o arbitrario. La normalidad no es, tampoco, un lugar utópico ni un estado natural donde “las cosas son como son y jamás dejarán de ser así”.

Lo bello, lo normal, la mujer y lo masculino son conceptos culturales que jamás han dejado de moverse, modificarse y construirse social, política e históricamente. La mujer de hoy es una cristalización de conveniencia ideológica. Y el macho, también. Nada es lo que parece, pero todo lo que es jamás resulta ni fatal ni definitivo.

Somos miradas acostumbradas a buscar en la realidad los prejuicios en forma de objeto, servicio, idea o mercancía que conforman nuestra mente y encajan en nuestro pensamiento. Incluso en la vastedad irregular de lo raro existen ideas prefijadas y aceptadas que quitan singularidad transformadora a lo minoritario o extravagante: el homosexual clásico debe ser “una mujer” en sus gestos y maneras, mientras que la lesbiana de libro ha de comportarse como un hombre rudo y desaliñado siguiendo las pautas de la norma no escrita que dice que a los hombres les gustan las mujeres “femeninas” y a éstas los machos de pelo en pecho. De esta guisa, lo raro entra en la normalidad mediante un salvoconducto cultural de alcance universal.

La figura del Che se ha convertido como un afiche o pin de consumo despojado de su ideología revolucionaria anticapitalista. Lo raro, pues, desde el punto de vista de los roles de género, también puede ser reducido a la inocuidad política a través de procesos muy sutiles y eficaces.

Miramos lo que quieren que veamos y nos convertimos en objeto de las miradas que sabemos que han de buscarnos con frenesí. La cultura crea querencias tremendamente poderosas. Escapar de esas inercias requiere mirar la realidad de otra manera y tomar conciencia plena de que somos objetos y no sujetos libres de nuestra propia existencia.

No hay mirada sin objeto ni objeto sin mirada. Tanto en la mirada de rutina como en el objeto pasivo hay dos sujetos escondidos que han de romper el círculo vicioso para llegar a ser dueños/dueñas de su propio destino. Liberar esas potencialidades atascadas extraviadas en los entresijos de la cultura capitalista es tarea de tod@s. Urgente tarea, social, política e ideológica.

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