¿Qué tenemos por sagrado? ¿Hemos perdido la noción por completo o queda algo de ella? Y, si queda, ¿está circunscrita a lo personal e intransferible o mantiene todavía el colectivo algunos recuerdos?
Cuando hablo con esta primera persona de plural, el “nosotros”, me refiero a la cultura occidental. (No puedo evitar ahora sonreír al pensar en aquella anécdota de Gandhi, cuando le preguntaron qué pensaba de la cultura occidental y respondió que sería una buena idea… Debiera, por tanto, decir, quizá: la incultura occidental). Los pueblos primitivos conservan la noción de sagrado y la han preservado durante milenios.
Gracias a ello, su entorno ha permanecido también inalterado, ya que lo sagrado no es, como pensamos, un modo de pensar enajenado e irrealista. Todo lo contrario. En Atenas los olivos eran sagrados, por la simple y práctica razón que de ellos conseguían aceite para comer, para alumbrarse y para embadurnarse el cuerpo, actividades muy respetuosas las tres, y nada religiosas, si uno quiere. El comercio del aceite, por otra parte, les suponía beneficios de otro tipo, así como la posibilidad de enfrentarse a los peligros del mar y a contactar con otras civilizaciones. Para la tribu Lakota, las Colinas Negras también son sagradas, como los ríos que cruzan su reserva (o campo de prisioneros, según el activista Russel Means). Y, si nosotros – los incultos – hubiéramos tratado a nuestros ríos y montañas con el mismo respeto, no estaríamos ahora tan enfermos, ni el globo sufriría tanto.
Uno suele tener a su propia madre por sagrada. No debería resultar difícil de extender el concepto a aquellos otros aspectos de la Creación – o como quieran llamarle – cuya supervivencia va íntimamente ligada al futuro de la humanidad. Y ello no tiene por qué convertirnos en menos personas, que es lo que solemos pensar de quienes viven en estrecha conexión con los elementos y la naturaleza.
Si San Bonifacio – aquel que, para acabar con las falsas creencias de los bárbaros del Norte, les taló el árbol sagrado – se hubiera guardado el hacha y se hubiera sentado a reflexionar sobre las consecuencias de su crimen, otro gallo nos cantaría. España seguiría siendo el país de la ardilla que va de Cádiz a los Pirineos sin tocar el suelo – con menoscabo de la Armada Invencible, derroche de madera y soldadesca inconcebible – y no costaría tanto hoy día creer en que estamos unidos al planeta, queramos o no, lo sepamos o no.