“En Estados Unidos hay pocas calles por las que un hombre puede pasearse llevando una máscara, sin llamar demasiado la atención. La calle de Broadway, en Manhattan, es una de ellas; Broadway ha llegado al extremo de la más pura inocencia.”
( Comienzo de El asesinato como diversión)
En un mundo en el que es bastante factible vivir con una máscara sin llamar la atención, matar puede ser divertido. Se puede robar, ocultar dinero, ser un corrupto desde la elocuencia silenciosa. A fin de cuentas vivimos en un mundo en el que estamos acostumbrados a hacer de negro de los guiones de los demás y los demás a firmarlos sin leerlos, un sistema perfecto en el que las coincidencias suelen quedarse en pistas que da demasiado pereza seguir.
Bill Tracy se define como un tipo cobarde al que le gusta ser cobarde (para valiente ya está Dick Tracy) que guioniza interminables seriales radiofónicos. Bajo la inteligente premisa de que la diferencia entre sus Los millones de Millie y la Odisea de Homero, es que Ulises solo sufría un determinado lapso de tiempo, mientras que su Millie estaba abocada a un eterno padecimiento por culpa de una voraz audiencia que exige a su heroína estar sumergida en un constante follón sin principio ni fin.
El asesinato como diversión, de Fredric Brown (escritor de misterio y ciencia ficción irónico, mordaz y a veces hilarante, altamente recomendable), nos muestra que hay que tener cuidado con lo que se escribe, en nuestro caso con lo que se desea, porque a veces se cumple. Un tipo que sabe que la esencia de la libertad está en poderte queda en el ambiente en el que normalmente trabajas pero sin tener que trabajar.
El pobre Bill sabe que el asesinato como idea abstracta es algo divertido, pero amigo, cómo se complica la cosa cuando a algún tipo le da por llevar a la práctica nuestras descabelladas ideas. Y claro, a la gente le da por matar a los mensajeros, y más en una sociedad como la nuestra en la que a casi nadie le gusta apechugar con sus i(responsabilidades).
Por esta novela pasan guionistas ingenuos, actores en decadencia con afán de notoriedad, bellas trepas y competentes- ¿quién puede luchar contra eso?, policías tozudos y camareros confesores—bendita paciencia la suya…-, que hacen de la ficción una realidad como la vida misma: una vida escrita dentro de un cajón que de pronto alguien se empeña en vivirla por más de que desemboque en situaciones tan absurdas como irrevocables