Dice el proverbio que la verdad es la hija del tiempo. Lo cual, en una época como la actual, en la que nos sobra de todo menos tiempo, no deja de ser un triste consuelo.
Josephine Tay trata en su novela (en 1990 elegida la mejor de misterio escrita en inglés por laCrime Writers’ Association de Gran Bretaña)un crimen que se produjo hace 400 años (vamos, que parece que ha prescrito): nada menos que el del Rey de Inglaterra Ricardo III.
Alan Grantt investiga desde la cama del hospital en la que está postrado, a causa de un poco heroico accidente laboral ejerciendo como inspector de Scotland Yard.
Mientras amigos y conocidos le atiborran de libros indigestos, descubre una foto del monarca y, a partir de su retrato, se interesa por su historia. Indagando, con la inestimable ayuda recopiladora de un estudiante americano que vive en Londres por amor, descubre uno de los grandes males endémicos de la sociedad: las falsaciones de la Historia.
Grant reivindica la historia contra la Historia escrita por malintencionados e interesados y, lo que es peor, reescrita por bienintencionados que dan por verdadero lo que otros han escrito. Clama por la investigación que no adulteran las personas, sino la hecha de pequeños hechos del tiempo (el precio de un anillo, la venta de una casa, la cuenta en Andorra…), porque la historia real se escribe en formas que no se consideran históricas: facturas, cartas personales, libros de cuentas patrimoniales…
Vivimos una época en la que se escribe más que nunca pero se investiga y contrasta menos que nunca. Una afirmación se convierte el viral en menos que canta un twitt, y la mentira tiene las piernas más largas y esbeltas que Adriana Lima.
Una frase repetida cien veces se convierte en verdad, en historia, en leyenda y en mito casi instantáneamente, y nadie se molesta en recabar o en confirmar porque no hay tiempo. La siguiente noticia engulle a la anterior, a su vez construida sobre los restos y cadáveres de la previa (o de la más absoluta nada) y así sucesivamente.
La impostura, como dice el protagonista, es siempre fascinante. Es un juego fantástico, porque la balanza nunca se decanta, si la empujas sube otra vez como un tentetieso. Pero la impostura tiene las de ganar si no nos armamos de paciencia y del tan denostado tiempo.
Grantt es un tipo realista y con los pies en la tierra. Tiene la suficiente perspectiva para apreciar el esfuerzo (sin envidiar el sufrimiento de los montañeros que escalan el Everest) como vara de medir para el hombre, pero no aspira a tocar las estrellas porque las estrellas, como buen referente inalcanzable, te hacen sentir como una ameba.
A Grantt le gusta analizar caras. No se pueden catalogar los rostros, pero sí caracterizarlos uno a uno. Sabe captar la mirada del anciano en el rostro del joven, o distinguir el indescriptible sufrimiento y la infelicidad intensa del que padece, frente a la cara de póker del auténtico villano…porque no se engañen, los villanos no sufren.
Irónico, reconoce que el inglés de pura cepa es un inglés con un toque galés, nos recuerda que, muy a nuestro pesar, ser íntegro y crítico no es suficiente para decir la verdad, porque muchos de esos adalides de la integridad no defienden más que las historias que cuentan otros que han visto u oído.
Vivimos en un país de opinadores, en el que investigar y pensar está desusado y desfasado, donde nada más que demandamos una inmediatez malentendida, padre y madre de injusticias y olvido. Una sociedad de prosélitos tan fáciles de convencer como de todo lo contario, con el espíritu crítico de una veleta.
De (mentes) privilegiadas que se jactan de una independencia estúpida alimentada por esa frase tan dañina de “yo juzgo por mí mismo”, en vez de cómo dice sagazmente el propi Grantt “ juzgar por lo que dice la policía”, véase por policía a esa hija olvidada del tiempo llamada verdad.
Por eso les pido que dediquen un poco de tiempo a leer esta novela, vigente porque es buena, y que se dejen de Historias porque al final no somos más que historia.