Hay que volver a los clásicos. Ágatha Christie lo es. Una señora a la que llevan representando en Londres su obra La Ratonera desde hace chorrocientos años no puede ser por casualidad.
El caso de los anónimos es una de esas novelas que apetece leer estos días de insidias y mal tiempo con un ponche y una manta en el sofá.
Una novela campestre que si bien no da tanto hambre como leer a Los cinco, no deja de ser una excusa maravillosa para respirar aire puro y tomar té con pastas.
Además, aparece la entrañable Miss Marple, tampoco mucho, todo hay que decirlo, esa señora a la que todo el mundo desearía tener de yaya, siempre y cuando a uno no le de por ser un asesino, claro.
Y es que hay cosas que nunca cambian: nada hace tanto daño como los chismorreos y las maledicencias, siempre hay gente que cree que es más listo que los demás, nada desarma más que la naturalidad, lo bien hecho bien parece aunque sea un crimen, el tiempo es ese juez insobornable que da y quita razones… en fin, esa sarta de topicazos que de vez en cuando hace falta recordar, pues al final, más que nos pese no dejamos de ser lo que aparentamos y somos la suma de nuestros tópicos.
Por aquí rulan el pisaverde que se ha ido al campo a curar una herida y a disfrutar de la tranquilidad del campo, la doncella irritantemente eficiente, la bellísima y nada ingenua chica de ciudad, el pastor y su mujer chismosa, la inquietante criada, el flemático y paciente inspector de policía, el apuesto médico, la estupenda pero sosa institutriz, el avisado abogado, la deliciosa hijastra del terrateniente de turno y la inefable viejecita que resuelve crímenes a la vez que hace calceta y te cocina un cupcake.
Mientras escribía el libro inventó un personaje que llegó a apreciar mucho y que se hizo singularmente real para ella: Megan Hunter, la hijastra de Symmington. Si Megan entrase en su cuarto mañana, dice la escritora que la reconocería enseguida y que estaría encantada de verla, para luego decir que para que un crimen resulte interesante ha de producirse entre gentes que nosotros mismos podríamos encontrarnos cualquier día.
Así que cuidado, no se confíen, o mejor aún, que no se confíen los otros.