CAPÍTULO UNO
Ebria y totalmente alocada en su lascivia insatisfecha, con su tosca mano derecha prensó la manita izquierda de su pequeño hijo de seis años de edad y la talló una y otra vez sobre los gruesos, cortantes, impresionantes vellos de su pubis, hasta introducir los deditos de Toñito en las profundidades húmedas y apestosas de su vagina. Toñito, petrificado y enmudecido por el pavor que lo invadía, sentía cómo su pene se levantaba dentro de su pantaloncito corto y parecía querer traspasar los tejidos que armaban la inocente escena infantil del ropaje propio de su edad y tamaño: elefantes, leones, jirafas y cebras que alegremente daban vueltas en un tiovivo.
Muy lejos de su cabecita estaba el saber o adivinar el proceso causa-efecto de lo que experimentaba. Muy lejos de su ánimo desfallecido, que lo inmovilizaba casi por completo, se hallaba que la brutal experiencia que vivía fuera la razón. No. Lo que lo petrificaba, lo que lo tenía sumido en el terror, era toda la parafernalia de la ocasión: las densas nubes de humo de los cigarrillos consumidos por su madre Esperanza a lo largo de las horas dentro de una sala sin ventilación; la peste como de típica cantina atiborrada, pero proveniente de botellas de Bacardí abiertas y de vasos con licor o éste derramado sobre la alfombra roja; el tocadiscos a todo volumen, por el que desfilaban, una y otra vez, las melodías de los hit parades gringos de los años 1940 a 1952, o los valses de Johann Strauss, o los Churumbeles de España, o Jorge Negrete; la cara de miedo de su hermanita Pera, cuatro años mayor que él, que se mantenía sentada en el sofá floreado, pegadita a su derecha y que con sus dos manos le tomaba, acariciándola y apretándola, apretándola y acariciándola, según su nivel de espanto, su manita derecha; la cara de susto y estupor de Jerónima, la sirvienta de 25 años de edad, hidalguense analfabeta, que sólo permanecía al servicio de tan canalla patrona por la lástima que le causaban los dos pequeños y también por los 250 pesos que ganaba al mes y que en mucho mitigaban la miseria de su familia, a la que visitaba anualmente durante diez días. Y el tiempo, el duro tiempo que se volvía infinito.
Pero en esa parafernalia por sobre todas las cosas lo que verdaderamente era el leit motiv de su angustia y consecuente parálisis, era la cara infernal de Esperanza y los gritos que profería y que podían escucharse a lo largo de toda la larga y estrecha Cerrada de Hamburgo: ¡Puta madre, quiero verga, quiero verga!, ¡tengo las nalgas calientes…..!
Las horas transcurrían interminables y el martirio de Toñito, Pera y Jerónima ocurría, como los buenos martirios, lento. Tenía su cadencia propia. Esperanza se levantaba de vez en vez a cambiar el disco del fino aparato Zenith, sea que pusiera la otra cara, sea que sacara uno nuevo de su funda de cartón. Naturalmente en todas las ocasiones no le atinaba con su pulso distorsionado a colocar la aguja del tocadiscos en el inicio del disco que ya giraba a treinta y tres y media revoluciones por minuto: la colocaba a la mitad o al final del long play. Cada que esto sucedía estallaba en cólera y maldecía a todo pulmón, con las más soeces de las palabras, con la rabia brotándole por los ojos de su rostro descompuesto. Y así imprimía más violencia al escenario ya de por sí violento. En otras oportunidades se levantaba para prepararse una cuba con un chorrote de Bacardí, un chorrito de Coca-Cola y hielos. Sobra decir que en cada una de estas operaciones los hielos que tomaba con bastante dificultad del plato hondo, donde recurrentemente los vaciaba Jerónima, iban a dar al suelo, de donde los rescataba torpemente Esperanza para tratarlos de introducir una vez más al vaso. Charcos de ron y refresco de cola mojaban la alfombra y testificaban el desequilibrio motriz de la beoda.
-¡Trae botanas, cabrona!, le gritaba imperiosa a la pobre sirvienta, quien sólo atinaba a contestar, cabizbaja y presurosa, sí señora, ahorita, y su menuda figura de uno cincuenta de estatura y no más de treinta y cinco kilos de peso subía la angosta escalera de la casa hacia la cocina que se ubicaba a su término. Las botanas consistían en galletas saladas, sardinas, rollos de jamón, ruedas de salchicha, cuadritos de queso y alguna porción de angulas.
Esperanza las devoraba compulsivamente y lo mismo se acariciaba los vellos púbicos con la mano derecha, que de inmediato del plato tomaba un puñado de botanas; o se restregaba con los dedos índice y cordial la vagina para luego olérselos y clavarlos enseguida en su cuba para remover el hielo en el líquido. De vez en cuando ordenaba a sus hijos: ¡traguen cabrones!, ¿qué me ven pendejos?, mientras retumbaban en las paredes las frases más pegajosas de hit parades como “Kalamazoo”, “Shoo Shoo Baby”, “Mañana”, las que junto con las tonadas dulzonas como “Linda”, “Blue Tango”, “Sleepy Lagoon”, parecían esforzarse en producir un efecto apaciguador en medio de ese infierno.
La largura del tiempo la medía Toñito, o mejor dicho la sentía, a través de la luminosidad solar que se colaba a través de la ventana de la sala y que en lapsos casi infinitos de cambio perdía su intensidad. La luz natural se sumía en prolongada agonía, y conforme pardeaba la tarde el calor en su cuerpo daba paso al frío. Quién sabe si titiritaba de frío o de nervios.
-¡Jerónima, trae los suéteres, el cabezón tiene frío!, y la sirvienta respondía igual: sí señora, ahorita. Pero el frío de nervios o de frío no era lo único. Había también el cansancio de la postura prolongada en el sofá. Pera y Toñito tenían que permanecer ahí a fuerza. Sólo cuando sus necesidades fisiológicas se volvían ya verdaderamente insoportables, se atrevían a pedir permiso para ir al baño. Lo mismo sucedía con Jerónima, quien en el segundo escalón de la escalera de granito se sentaba de lado con la espalda apoyada en la pared y la vista todo el tiempo dirigida hacia la sala, mirando a las dos pobres criaturas, a la loca dueña del escenario y a la brutalidad y miseria del escenario mismo.
Era una tarde eterna. Era el 13 de junio de 1952. Era el cumpleaños número cuarenta de Esperanza Videgaray Salas. Hacia la una el camión colorado del Colegio Columbia, donde Toñito cursaba la preprimaria, detuvo su marcha sobre la calle Hamburgo donde hacía esquina con la Cerrada del mismo nombre en la regularmente poblada y bien delimitada Ciudad de México. Concretamente en la Colonia Juárez, que presumía vestigios de la arquitectura afrancesada típica del porfiriato. Las fachadas de piedra que lucían sus mansardas atraían a yanquis y europeos por igual y los edificios con “apartments for rent” empezaban a multiplicarse, desplazándose los mexicanos ricos a la las Lomas de Chapultepec (“Chapultepec Heights” se llamaba el fraccionamiento más lujoso originalmente), mientras que la naciente clase media derivaba a otras colonias menos pretenciosas.
Quince minutos antes de que arribara el camión, Jerónima ya lo estaba esperando en la esquina de su parada, como todos los días, para conducir a Toñito hasta la última casa, del lado izquierdo, de esa Cerrada de Hamburgo, larga y estrecha, que remataba en una alta pared de ladrillos rojos. Esperanza-Pera-, su hermana única, llegaba una hora más tarde, a las dos en punto, en el camión anaranjado del Colegio Americano, donde estudiaba la primaria y, claro está, Jerónima repetía la operación. Estudiaban los niños en sendas escuelas estadounidenses, dado el complejo de su madre, quien odiaba a México y todo lo que pudiera ser o representar, al tiempo que mitad hablaba o gritaba o maldecía o insultaba en inglés y mitad en español. Era pro yanqui a ultranza, capitalista a ultranza y anticomunista y antisemita a ultranza. Sus ídolos eran Adolfo Hitler, Francisco Franco y Henry Ford, y así como se lamentaba de que “los gringos no se hayan anexado hasta el pinche Yucatán”, lo hacía también porque el austríaco no “se chingó a todos los judíos del mundo”. Hasta el cansancio leía y releía “El Judío Internacional” y “Los Protocolos de los Sabios de Sión”.
Jerónima no cruzó palabra con el pequeño Antonio -Toñito- cuando éste descendió del camión. Simplemente cargó su mochila y lo tomó de su mano derecha, pegado a la hilera izquierda de casas, y así caminaron hacia la casa marcada con el número uno. Era alta y angosta, pintada la fachada de gris, con una gran ventana de marco blanco en el primer piso, que era la de la sala, y con un balcón arriba de ella. El balcón se desprendía de la recámara de Esperanza Videgaray, la única amplia de la pequeña construcción, y contrastaba con el reducido espacio y humilde mobiliario del cuartito de ese segundo piso, donde dormían los dos niños, y se ubicaban también la cocina y el único baño que tenía la casa.
A los cuantos pasos dados, Toñito percibió de inmediato el penetrante olor del tabaco, primero, y el inconfundible del alcohol, después. Asimismo, mientras avanzaban, más fuertes y más claras se escuchaban las notas de la música gringa puesta a todo volumen. El corazón infantil empezó a latir a un ritmo cada vez más acelerado, sudorosas se volvieron las manitas y el pánico envolvió instantáneamente al pequeño Antonio Alfredo Ruiloba Videgaray.
-¿Ya llegaste cabezón?, le espetó su madre al niño cuando éste entró a la sala, sin siquiera levantarse del sofá para darle un beso o hacerle una caricia. Tan sólo le ordenó se sentara junto a ella y de su boca torcida ya por los estragos etílicos empezó a soltar, como lo hacía siempre que se emborrachaba, sus comentarios en inglés, su complejo, su añoranza, su frustración, sus agresiones: eat dumbell!, try the saussages, I bought you ham, cheese….eat son of a bitch! (¡come idiota!, prueba las salchichas, te compré jamón, queso….¡come hijo de puta!). Y Jerónima aconsejaba al niño, en voz baja, sin que se diera cuenta Esperanza, y con temor y cariño a la vez: ¡ándale Toñito, cómete algo!, si no va a ser peor, ya sabes cómo se pone la señora, ¡ándale Toñito!, nomás para que vea que estás comiendo y se calme un rato….
Antonio remolía sin tragarse el bocado dentro de la boca y cada cierto tiempo del lado izquierdo o derecho de la misma aparecía una tremenda bola que impedía todo movimiento bucal, entonces Jerónima se aproximaba a él con una servilleta de papel y desalojaba la masa informe.
-¡Cabezón hijo de puta!, ¿qué no estás tragando, cabrón?, ¿qué crees que la comida me la regalan?, ¿qué no sabes cómo me tallo los lomos para que tragues, para que tengas atención médica, para que vayas a las mejores escuelas?… Y a todo pulmón, en un tono burlón y de furia que en verdad impactaba, aturdía, espantaba, Esperanza Videgaray proseguía con uno de sus monólogos predilectos: ¿qué no quieres tener pelones, no te gustan los pelones?, me decía el cabrón-epiléptico-hijo-de-puta-de-tupadre-Antonio-Ruiloba….¿Y con qué los vamos a mantener, cabrón?, ¿con qué les vamos a dar de tragar, hijo de la chingada?, ¿qué crees que con que me metas un pedazo de carne ya se arregla todo?….¿Y las escuelas, y los doctores, y la tragazón, y si cagaron o no cagaron?….Bueno…..Creo que tú eres hijo de Armando Castañeda….¿O de Ruiloba, cabezón?
Loca, beoda, de improviso Esperanza suspendía su monólogo y se ponía a chillar, que no llorar. Buscaba su pañuelo blanco, lleno de mocos y manchones del lápiz labial, y de tremendo trompetazo expulsaba hasta la última mucosidad de su enrojecida nariz, cuyo rojo competía en intensidad con el de su vestido de terciopelo que tenía botonadura que bajaba del cuello hasta las rodillas. Sus ojales sólo abrochaban unos cuatro o cinco botones a la altura de su vientre, quedando, por lo tanto al descubierto, como bajo cortinajes que se abren o se cierran caprichosamente, sus grandes y gordos pechos, su pubis peludo y sus muslos regordetes. Nunca (aunque estuviera sobria) usaba pantaletas y, como era usual cuando se embriagaba, no traía brassiere. Tampoco medias y mucho menos el liguero, tan necesario para sujetarlas y darles firmeza. El espectáculo era abominable.
En un momento dado, tras un trago de su cuba y con su mirada vidriosa sobre Jerónima, le gritó: ¡cabrona, qué me ves, lárgate a la esquina a ver si ya llegó la hija de puta!, y Jerónima con los ojos enrojecidos abandonó la sala y se encaminó, con sobrado tiempo, a recoger a la niña. Toñito ansiaba su llegada. Aunque nada ni nadie iba a modificar su suplicio, de todas formas era mejor, sentía, compartir su sufrimiento con Pera y la sirvienta, que padecerlo solo. En momentos se escuchaban susurros, risitas burlonas y asomaban los copetes de dos o tres niños pequeños que, a escondidas de sus papás, se estiraban al máximo para poder espiar desde la ventana de la sala que daba a la calle el espectáculo miserable, espectáculo al cual ya estaban acostumbrados, de mañana, tarde o noche, tres o cuatro veces a la semana.
Finalmente llegaron las dos de la tarde y finalmente Pera y Jerónima traspasaron el umbral de la sala. Toñito se alegró. La flaquita Pera se abalanzó sobre su rechoncha madre y la abrazó y llenó de besos.
-¡Felicidades, mami, happy birthday, te quiero mucho!, decía la niña a su progenitora, al tiempo que ésta, con firmeza, apartaba de su ancho cuello los delgados bracitos de su hija y le espetaba: ¡ya, ya, no jodas, saliste igual de empalagosa que el cabrón bueno para nada de Antonio Ruiloba!, ¡pónte a tragar y no friegues!
La niña obedeció y tras llenar de besos igualmente a su hermanito, tomó una galleta salada a la que le colocó una sardina encima y se la comió, y así lo repitió con muchas otras. Su manejo del escenario, sería por su mayor edad o por sus vivencias acumuladas, aparentaba ser desde luego superior, muy superior, incomparablemente superior al de su hermano. Pero su seguridad inicial duró casi nada. Al poco rato se sumía, junto con su hermano y la criada, en el terror de los impotentes ante la irracionalidad del más fuerte.
Discos y cubas, gritos y pasos vacilantes de ida y vuelta al baño de Esperanza, marcaban en vez de segundos, minutos y horas el tiempo infernal, inacabable.
-¡Cabrona, agarra la jerga y la cubeta y lava el coche, no te estés ahí parada como pendeja, me cuestas dinero, tragas de mi trabajo!, insultó y mandó Esperanza a Jerónima. Y ésta salió, sumisa como siempre, a lavar el Ford ’49, blanco, mientras el sol caía como plomo y abrillantaba sus defensas y molduras.
Adentro seguía todo igual.
Ese 13 de junio de 1952 nadie felicitó a Esperanza Videgaray Salas: ni su madre
Esperanza Salas Gómez de la Torre, viuda del general huertista Alfredo Videgaray Pérez, como tampoco sus hermanos Alfredo, Ana y Arnulfo. Mucho menos su ex marido Antonio Ruiloba González Misa, quien en Los Angeles, California, a pesar de ser ingeniero civil egresado del Massachusetts Institute of Technology (el famoso MIT), se desempeñaba como mesero, tras huir de México para no ir a parar a la cárcel por una demanda que por lesiones y abandono de hogar puso en su contra Esperanza Videgaray, allá por noviembre de 1945. O sea, que cuando Toñito nació sus padres ya estaban divorciados.
El odio y la ira prácticamente contra todo y todos, pues a nadie en verdad quería, hicieron que en un momento determinado la borracha estallara en cólera indescriptible. Quién sabe qué pasó por su cabeza, pero de inmediato subió las escaleras, llegó hasta la cocina y empezó a arrojar todo lo que estaba a su alcance para abajo. Abrió la puerta del refrigerador y tiró lo que contenía: las botellas de leche, la cesta de los huevos, los frascos de mostaza y mermeladas, las frutas, las verduras, la carne, las botellas de refresco, las botellas de cerveza.
Fue una sonora escandalera. Los escalones apestaban por los veinte o más huevos estrellados contra ellos y entre los charcos de leche, refresco, cerveza, jugo de tomate y otros líquidos, asomaban los pedazos de vidrio de más de una docena de botellas. A la cascada que pegajosamente resbalaba a lo largo de la escalera la acompañaba el concierto de gritos y maldiciones de Esperanza, igual que los gritos y el llanto de aturdimiento y espanto de Toñito, Pera y Jerónima.
Aterrorizada al máximo, Pera tomó el teléfono y llamó pidiendo auxilio a su abuela Esperanza, quien vivía muy cerca, en Hamburgo 126. Pero como tantas otras veces, no le hizo caso y le dijo que no molestara. También llamó a sus tíos Carlos Tello y Lupe, que eran cuñado y hermana mayor de su padre Antonio Ruiloba. Treinta minutos más tarde el tío Carlos llegaba y quedaba atónito por lo que sus ojos alcanzaron a ver cuando Jerónima abrió la puerta de la casa. Uno o dos minutos después de su arribo se presentó la policía, atendiendo al llamado de algún vecino seguramente escandalizado y naturalmente preocupado por lo que se oía que ocurría en ese infierno de Cerrada de Hamburgo número uno.
Dos gendarmes, a petición de un corrillo de vecinos que de inmediato se formó frente a la entrada de la casa, ingresaron y preguntaron a los niños y a la sirvienta sobre lo que pasaba, mientras Esperanza les demandaba que se largaran, los amenazaba con acusarlos por allanamiento de morada y profería picardía y media a Jerónima por haber abierto la puerta.
Haciendo caso omiso de Esperanza, como el náufrago que deposita su fe y sus últimas fuerzas en el leño milagrosamente asido en la turbulencia del mar, Pera y Jerónima daban cuenta pormenorizada de los hechos a los jenízaros en la sala, mientras que afuera un tercer policía, con lápiz y libreta en la mano, apuntaba los generales del tío Carlos y asentaba lo que le informaba sobre Esperanza Videgaray Salas y sus dos hijos.
Tras un diálogo de sordos con la ebria que duró casi una hora y la llegada de una segunda patrulla con otros tres uniformados, Esperanza, Jerónima, el tío Carlos y los niños fueron conducidos a la Delegación de Policía correspondiente.
Ya en las lóbregas instalaciones de la Delegación de Policía, atestadas de coyotes, denunciantes y denunciados, familiares, acompañantes, y oficiales mecanógrafos, secretarios y agentes del Ministerio Público, así como los infaltables e impávidos policías de imaginaria, Esperanza fue remitida a la galera de mujeres, mientras que los niños, nerviosos, muy nerviosos, eran fuertemente sujetados de las manos por Jerónima, al tiempo que el tío Carlos comparecía ante el Ministerio Público.
Los altos muros grises, los lamparones que pendían del techo, el rítmico tecleo de las Remington, las bachichas y gargajos que por doquier decoraban el piso, las risotadas que algún buen chiste colorado provocaba en algunos de los ahí presentes, se fotografiaban con fidelidad en la mente de Toñito para no borrarse jamás. Pero por sobre cualquier otra cosa, registraba y registraría por el resto de su vida, la mirada triste, perdida, de Pera, y los gritos destemplados, audibles a dos pisos de distancia, de su madre: ¡sáquenme de aquí!, ¡sáquenme de aquí!, ¡sáquenme de aquí!, ¡sáquenme de aquí!, ¡sáquenme de aquí!……
Hacia las once de la noche Esperanza fue conducida ante la presencia del Ministerio Público para declarar. Ahí, súbitamente se zafó del policía que la custodiaba y arrancó de las manos de Jerónima a Pera y Toñito. Ante la sorpresa de todos, primero levantó el vestidito de su hija de diez años y dirigiéndose hacia el escritorio donde estaba el funcionario judicial empezó a cuestionarlo a gritos: ¿dónde están los golpes?, ¿dónde están las huellas de los golpes que le metí a mi hija?, ¿dónde están las pruebas de que la maltraté? Acto seguido le quitó a Toñito su suéter y mostrando sus bracitos procedió de igual manera: ¿hay señales de golpes?, ¿dónde están los golpes?, ¿de qué me acusan entonces?, ¿por qué me encerraron?, ¿por qué? Con cada pregunta zarandeaba los bracitos de Toñito, hasta que su celador, tardíamente repuesto de la sorpresa, la apartó de sus hijos, mientras que el Ministerio Público le advertía a todo pulmón: ¡señora, o se comporta o la encierro!
La capacidad histriónica de Esperanza, su mutación de ebria en sobria, instantánea casi, volvía científico el dicho aquel de que no hay loco que trague lumbre. Su perversidad era tal.
Escondido tras las fumarolas de su cigarrillo, Víctor Gómez, el abogado yucateco de Esperanza Videgaray, estaba igualmente presente en la diligencia, tras de que las autoridades permitieron a la detenida hacer sólo una llamada para solicitar el auxilio de su representante legal. Con todo el colmillo del mundo, sin inmutarse, el licenciado Gómez, de tez blanca, cabeza maya, pelo muy rizado y abundante bigote, chaparro y buen bebedor, amigo de Esperanza desde que ambos cursaban el primer año en la Escuela Libre de Derecho, observaba. Cuando la mujer fue regresada a su celda, Gómez se acercó al tío Carlos para recordarle que Esperanza tenía la patria potestad sobre ambas criaturas, que no hubo maltrato físico alguno y que sería prudente que no se metiera en lo que no era de su incumbencia. Eso sí, hacia la medianoche le pidió de favor que entregara a los niños en Hamburgo 126, con su abuela materna, quien ya estaba apercibida de que se los llevarían para que pudieran pasar la noche ahí, pues Gómez no sabía exactamente cuánto tiempo más pasaría su clienta y amiga detenida en la Delegación.
Naturalmente, Gómez también se encargó de darle una buena “mordida” al agente del Ministerio Público y al oficial secretario para agilizar los trámites y la liberación de Esperanza, cosa que ocurrió antes del cambio de turno, más o menos a las tres de la mañana.
Poco después de la medianoche, a bordo del Pontiac café, semiautomático, del tío Carlos, llegaron Pera, Toñito y Jerónima también a la bellísima casona de Hamburgo 126, donde en la reja ya los aguardaba Esperanza Salas Gómez de la Torre, “Abue” o “Bú”, como le decían los niños Ruiloba Videgaray y sus restantes nueve nietos (seis de Arnulfo, dos de Ana y uno de Alfredo).
Muy alterado, rojo el rostro por el disgusto, con palabras atropelladas, el bondadoso tío Carlos dijo a la abuela que le entregaba a los niños, que ya el abogado Gómez le había advertido que se excluyera de la suerte de los mismos y que, en definitiva, ya era insoportable sostener cualquier tipo de relación con su hija Esperanza, pues a lo largo de los años ya habían sido muchas y graves las ofensas que él y los Ruiloba, su familia política, habían recibido de dicha señora. Así, con el dolor reflejado en sus rostros, impotentes los tres, sobrinos y tío se besaron, abrazaron y despidieron. Como era su costumbre, la adusta anciana no dijo ni media palabra, se limitó a indicarles a los niños que entraran, así como a la pobre Jerónima, quien por lo avanzado de la hora tuvo que quedarse ahí a dormir, aunque traía las llaves de la casa de Cerrada de Hamburgo número uno.
En la mansión de esa anciana multimillonaria, cuyo largo abarcaba de la Calle de Hamburgo a su paralela Londres, había una construcción de dos pisos para la servidumbre, dos amplísimos jardines (uno tipo inglés y otro estilo jungla), capilla con cúpula y coro, y en la casa principal un vestíbulo con piso de mármol, un generoso comedor para veinte lugares, dos salas con sus respectivos pianos Steinway y mobiliario estilo Luis XV, cocina, despacho, medio baño en la planta baja y una escalera monumental de mármol, cuya bifurcación iniciaba en el vestíbulo y su reunión desembocaba en un segundo piso semicircular. Este segundo nivel alojaba cuatro grandes habitaciones y dos hermosos baños, el azul y el verde, con pisos y paredes de mármol de Carrara, vestidores y con manijas de oro en sus espaciosas bañeras, regaderas, lavabos y excusados.
La fachada de piedra, revestida con un rico labrado, parecía haber sido arrancada de cualquier palacete de la Avenida de los Campos Elíseos, pero lo que sí es cierto es que los frescos que decoraban los techos del vestíbulo, el comedor y las dos salas habían sido traídos ex profeso de Francia. Lujo y dinero no escatimó al edificarla el general Videgaray Pérez, ingeniero egresado del Colegio Militar, nativo de Jalisco e hijo de un hacendado al que un jornalero mató de una puñalada por la espalda, de ahí su odio profundo –y el de su esposa e hijos también- a los campesinos y a los indios de México.
Pero tanto lujo y comodidad a los niños Ruiloba no les significaba nada. Absolutamente nada, sobre todo a Toñito, quien había vivido sus primeros seis años al lado de la abuela y tenía tan sólo unas semanas de haber sido recogido por su madre. A raíz del divorcio en noviembre de 1945 de Esperanza Videgaray y Antonio Ruiloba, y de la huída de éste a Los Angeles, madre e hija acordaron que cuando naciera el producto (que no sabían si sería niño o niña), viviría con la abuela al menos hasta que ingresara a la primaria, pues la madre no podría ocuparse de él, ya que tendría que atender sus negocios, que consistían en la administración de casas de vecindad y edificios. Era dueña de dos edificios, uno en la Calle de Esperanza número 2 y otro en Hamburgo 292, así como de dos vecindades en la Calle de Vizcaínas y una tercera en la Calle de Guanajuato casi esquina con la de Mérida. Igualmente, poseía dos grandísimos terrenos sobre la Avenida Dr. Río de la Loza. Todas estas propiedades fueron herencia de su padre, el general Alfredo Videgaray, hombre de vasta fortuna que en 1911 le “pegó” al “gordo” de la Lotería Española, con lo que acabó de montarse en los cuernos de la luna.
Entre su alcoholismo y la atención personal y detallada que prestaba a sus cinco bienes inmuebles (litigios en tribunales, cobro de rentas, reparaciones de los departamentos, lanzamiento de inquilinos morosos, etcétera), no le quedaba tiempo para atender su hogar, amén de que estaba moralmente incapacitada para llevar y gozar una vida auténticamente hogareña. De esta suerte, Pera sólo se quedó a vivir o malvivir con ella. Eso sí, para la fortuna y ligero respiro de ambos niños, desde mediados de abril de 1946 y hasta la primera decena de junio de 1952, habían pasado cada sábado y cada domingo con sus padrinos y tíos paternos Guadalupe Ruiloba y Carlos Tello, en la casa que tenían a tres cuadras de la Plaza México. En ocasiones y por circunstancias muy diversas, habían disfrutado con ellos también algunos días entre semana o algunas horas en tales días.
Y si bien la pobre Pera se había llevado la peor parte viviendo al lado de su madre, para Toñito las cosas tampoco habían sido fáciles en Hamburgo 126. Para empezar, una vez que cumplió su primer año de vida, la abuela ya no permitió que su nana Chayo lo siguiera bañando dentro de sus lujosos baños, sino afuera, a la intemperie, en los lavaderos que estaban tras el muro del despacho lóbrego, lleno de polvo y telarañas, y donde no entraba nadie más que la anciana multimillonaria de ojos grises y frialdad imperturbable. Ese despacho inmenso guardaba en dos cajas fuerte toda la documentación y los valores que acreditaban la fortuna de una frágil figura que terminó en dura mujer.
Toñito titiritaba de frío cada vez que lo bañaba su nana Chayo en los lavaderos, precisamente situados en la parte más estrecha, húmeda y musgosa de los dos jardines que rodeaban a la mansión. Es decir, entre el muro del despacho y el muro que delimitaba la residencia contigua. Entre ambos muros había una distancia de apenas tres metros. Era una especie de pequeño corredor que nacía en la reja que daba a la calle de Hamburgo y terminaba donde se abría, se expandía a toda plenitud, frente a la capilla y el comedor, el hermoso jardín inglés, siempre bien podado y regado, lleno de flores de todo tipo: gardenias, perritos, claveles, crisantemos, margaritas, dalias, pensamientos, hortensias, rosas, entre otras. Cuando le tocaba baño al niño, la gente que pasaba caminando invariablemente volteaba a ver y muchos suponían que era el hijo de la sirvienta que lo bañaba, cuantimás que Chayo era blanca, robusta y alta, amén de que a nadie se le ocurriría pensar ni por un segundo que se trataba de un nieto de la dueña de semejante palacete. La realidad siempre irá adelante de la fantasía.
Como consecuencia de esos baños a la intemperie (fuera primavera, verano, otoño o invierno), antes de los tres años de edad Toñito empezó a padecer de bronquitis asmatiformi. En sentido estricto, el hijo de Esperanza Videgaray habitaba en Hamburgo 126, pero no vivía, no convivía con Esperanza Salas, pues la abuela nunca se ocupaba de él, como tampoco su madre.
Por la incuria de las dos mujeres, que además eran avaras en grado superlativo, el niño fue contagiado de tiña a los cinco años de edad en la peluquería más humilde, antihigiénica y barata que en toda la Colonia Juárez las dos millonarias pudieron encontrar para que ahí mensualmente le fuese cortado el cabello. Cuando finalmente tuvo que ser llevado ante un dermatólogo para que lo tratara, la pobre criatura fue sometida a un tormento, pues para erradicar ese tipo de infección el primer paso, ineludible, era arrancar de raíz, no rasurar o rapar, el pelo. Sus gritos de dolor calaban hondo. Pero aun así, en medio de su sufrimiento, involuntariamente el niño en un momento determinado hizo reír por un segundo al médico que se había convertido en su verdugo:
-¡Escuincle!, le gritó Toñito lleno de rabia, suponiendo tal vez que era el gran insulto con el que vengaría su padecer.
-Dios te oyera, hijo, le contestó el galeno, resignado.
Los días que el infante se llevó para su cura total, días en los cuales se le untaba en toda la cabeza pelona, cada ocho horas, una pomada antimicótica que recetó el doctor, ni su madre ni su abuela se acercaron a él por temor a un contagio o por asco, pues el olor del medicamento era bastante repulsivo.
Naturalmente, por eliminación, era Chayo, la nana, quien lo mal veía. Chayo era todo lo contrario a Jerónima. Esta era una muy humilde y dulce hidalguense veinteañera, y aquélla una cuarentona solterona de agrio carácter, avecindada en Xochimilco, y que no podía negar que formaba parte de una familia venida a menos. Trabajar como nana era una afrenta a su orgullo.
Y eso que las nanas ocupaban lo que pudiera denominarse el sitial de oro dentro de la escala social de la servidumbre doméstica: recibían mejor trato de los patrones, mejor salario, formaban parte de la parafernalia familiar y la convivencia cotidiana con los niños a su cuidado les permitía cierta familiaridad. Muchas nanas inclusive viajaban al extranjero con sus patrones y, por vía de hechos, la hacían de madres verdaderas de los niños. En fin, eran depositarias de la absoluta confianza de sus patrones y la primera autoridad en la experiencia vital de los niños encomendados a ellas. Desde luego, contar con una o más nanas, resultaba también un símbolo de prestigio social para la familia. Tal como los objetos, las nanas también eran presumibles como prueba de buena posición económica.
Para mala fortuna de Toñito, Chayo resultó ser la peor de las nanas imaginables y en situación de absoluta libertad para actuar a su arbitrio, luego que ni a la abuela ni a la madre del niño les interesaba un soberano cacahuate la suerte de éste, como tampoco el trato que la nana contratada le proporcionaba. Por quítame estas pulgas las nalgadas estaban a la orden del día y su soledad y tristeza sólo se mitigaban los fines de semana, cuando los tíos Carlos y Lupe pasaban por ambos hermanos y les dispensaban dulzura y cariño. A veces, raras por cierto, Esperanza Videgaray se apersonaba en Hamburgo 126 con Pera y los hermanos así podían gozar un rato juntos.
¡Y vaya que el trato de la nana era áspero y su poder y autoridad ilimitados! Una vez, poco antes de que Esperanza lo recogiera para ya vivir definitivamente con ella en Cerrada de Hamburgo, Chayo le pidió permiso a la abuela para llevárselo a pasear a Xochimilco, a casa de su familia. Ese fue el primer e inolvidable viaje de Toñito, por muchas razones. El largo y lento trayecto en el tranvía, de ida y vuelta, le encantó. El suave balanceo del asiento tableado, el sonido rítmico de las ruedas devorando los interminables rieles, ver personas sonrientes y de buen humor, el verdor del pasto, las vacas y los burros, los árboles abundantes, el orden de la naturaleza por espaciosos tramos que el cemento de la urbe en expansión aún no prostituía, impresionaron el alma de un niño que diario vivía entre paredes y seres humanos inhóspitos, salvo los fines de semana que se le iban como agua entre las manos.
Pero la alegría de la primera parte del viaje a Xochimilco pronto se desvaneció y dio paso a una especie de exhibición pública de domesticación. Chayo se lució una y otra vez ante sus familiares sometiendo a Toñito a pruebas de obediencia e inteligencia: A ver, Toñito, ¿cómo se dice?, preguntaba modosita la gorda cuarentona de grises trenzas recogidas cuando dejaba cada plato de comida al niño. Y…..¡gracias!, contestaba el infante cual resorte, tras recibir discreto y efectivo pellizco de la nana Chayo.
O si no: A ver, Toñito, ¿el Angel de la Independencia es de plata o es de oro?, y el pobre niño, so pena de otro pellizco, contestaba como idiotita: de oro nana Chayo. Y los familiares así le aplaudían a Chayo su buena crianza, para de inmediato ser todo oídos a los chismes que en voz baja les empezaba a contar sobre las rarezas de la familia Videgaray en general y el triste destino de Toñito en particular. De vez en vez alguna de las mujeres volteaba a ver con ojos de lástima al pequeño, mientras éste enrojecía y bajaba la cabecita por la vergüenza que le causaba todo lo que Chayo relataba con lujo de detalles.
Entre chismorreos y prácticas circenses transcurrió la visita. Como a las cinco abordaron el tranvía de regreso y todo el camino la nana se lo pasó recriminando a la infeliz criatura sobre las desmesuras que, a su juicio supremo, había cometido en tan significada ocasión. No faltaron tampoco las amenazas sobre lo que le pasaría si no contestaba esto o lo otro cuando la abuela lo interrogara sobre el paseo. No hubo ningún interrogatorio. La indiferencia era la norma habitual.
Así las cosas, Pera y Toñito cruzaron la alta verja de hierro forjado de Hamburgo 126, subieron los cuatro escalones del pórtico e ingresaron al marmóreo y frío –en todo sentido- vestíbulo de la casa. Simultáneamente la abuela instruyó a una de sus seis sirvientas a que en algún cuarto de la casita de piedra destinada a la servidumbre acomodaran por esa noche a Jerónima.
-¿Ya cenaron?, preguntó cínicamente la abuela, que bien a bien sabía todo lo que había pasado en este último escándalo de su hija Esperanza. Tímidamente contestaron ambos que no, a lo que la anciana sólo les hizo la seña de que la siguieran hacia la cocina que se intercomunicaba con el lujoso comedor. Ahí, la frágil figura de esta septuagenaria de origen alemán, huérfana antes de su primer año de vida y adoptada por un rico matrimonio mexicano (por ello los apellidos Salas Gómez de la Torre), se dirigió a uno de los dos grandes frigoríficos y sacó una botella de leche, de sello rojo, de la Hacienda de la Patera, la cual junto con la de los establos del Rancho del Olivo, con sello amarillo, era la mejor y más cara que se vendía en la Ciudad de México. Los niños se bebieron dos vasos enteros cada uno de ellos, pues hambre la traían atrasada, sed también, y ninguna otra cosa les fue ofrecida. Durante la rápida ingesta, ni una sola palabra fue cruzada en la mesa de granito de la cocina, siempre muy bien surtida de carnes, embutidos, bizcochos, verduras, frutas y todo tipo de alimentos.
Todavía con sus bigotes de leche, los niños ascendieron la escalera de mármol y se encaminaron a la habitación que les abrió la abuela. Bien amueblada, con mobiliario de caoba, destacaba en ella un gran ropero de exquisita marquetería con cajoneros del lado derecho y puertas de doble hoja con sus respectivas lunas biseladas. Una confortable cama con sus sábanas bordadas les esperaba, pero a pesar del cansancio les costó mucho poder conciliar el sueño.
El piso de fino parqué resultó suficiente, ante la carencia de alguna alfombra, para acallar el sonido de las pisadas de los dos infantes que habían de meterse a la cama puesta la ropa del día, de ese infausto día. La habitación de altos techos guardaba un olor muy especial, difícil de describir, no era el propio de la humedad, tampoco el de las finas maderas que la vestían, más bien era ese raro, peculiar olor de los espacios vacíos de calor humano, de amor. Bueno, la casa entera, o mejor dicho en la casa entera, lo que menos se respiraba era amor.
Absortos cada uno en sus pensamientos, no hablaban. Toñito no apartaba los ojos del techo y Pera mantenía la fijeza de su vista en una de las paredes de la recámara. De sus ojitos se derramaban sendos lagrimones y la mucosidad humedecía su nariz. Ya casi clareaba, a lo lejos se oía el quiquiriquí de algún gallo en la ciudad que se levantaba tranquila, tras un sueño acurrucado por los silbatos de los gendarmes que vigilaban las manzanas a su encargo.
Ya de mañana, tras la pesadilla de la víspera, Jerónima se fue muy temprano a Cerrada de Hamburgo. Larga y fatigosa tarea tendría por delante: limpiar el desastre causado por Esperanza y volver habitable lo que a todas luces parecía una catástrofe sin compostura alguna. La matriarca de los Videgaray le dio algunos pesos para que se comprara algo para comer, en tanto su hija regresaba a la casa y reasumía los gastos y el mal gobierno de la misma.
Siguiendo su rutina del catolicismo más cínico y perverso, la abuela levantó a los niños a las seis de la mañana, les ordenó lavarse cara y manos, y puntualmente a las siete estaban ya los tres hincados en el primer reclinatorio de la Parroquia de La Votiva, situada en la esquina del Paseo de la Reforma y la Calle de Génova, prestos a escuchar el “santo sacrificio de la misa”. Esperanza Salas Gómez de la Torre no se caracterizaba por su amor al prójimo, pero, eso sí, jamás faltaba a la misa de siete de la mañana en La Votiva ni al rosario de las siete de la noche ahí mismo. Este ritual comprendía igualmente ir después de misa al Sanborn’s que se encontraba en la esquina de Hamburgo y Niza, en esa colonia Juárez donde se podían buscar blancas y esbeltas rabizas europeas en pleno Paseo de la Reforma, que era la frontera con la colonia Cuauhtémoc.
La abuela siempre pedía una leche malteada de chocolate con sus dos galletas y quien la acompañaba debía también pedir y consumir lo mismo: leche malteada de chocolate y dos galletas. En su gastado monedero negro traía siempre el costo exacto de ese consumo y obviamente nunca dejaba propina alguna, aunque se persignaba antes y después de tal refrigerio.
Por las noches el protocolo variaba: saliendo del rosario de las siete, se llevaba a Toñito, durante el último año que vivió con ella, a cenar invariablemente en los puestos de caldos de pollo que por ese rumbo existían. Y Toñito cenó, noche a noche, un caldo de pollo con dos alones, una molleja y un corazón. Otra tradición también lo era que el niño se sentara en un extremo del largo tablón para los clientes del puesto, mientras la anciana permanecía parada junto a él, observando que se terminara todo: el caldo, los dos alones, la molleja y el corazón de algún flaco y desafortunado pollo. No importaba que lloviera a cántaros ni que el cielo vomitara rayos y centellas, ahí imperturbable, sin pronunciar media palabra ni consumir bebida o alimento, permanecía la viuda del general Videgaray.
Terminada la cena, sacaba de su monedero las monedas para el puestero, tomaba a su nieto de la mano y emprendían el regreso a Hamburgo 126. Al llegar a su mansión le ordenaba a Chayo que lo acostara en una enorme especie de cuna de madera pintada de gris y cubierta por una alambrera rectangular que sólo se podía quitar o poner desde afuera, lo que aterrorizaba a Toñito, pues juraba que varias veces había visto a una rata paseándose y tratando de roer la malla de alambre. Obviamente nadie se lo creía y lo tildaban de loco. Dictada dicha instrucción, y muy quitada de la pena, la abuela se dirigía a la cabecera de la larga mesa del comedor, donde la esperaba a las nueve en punto de la noche un vaso lleno hasta el borde de humeante leche caliente.
Pero esa mañana del 14 de junio de 1952, sólo la abuela disfrutó su leche malteada de chocolate y su par de galletas. A sus nietos sólo les daba vueltas la cabeza y con sus desoladas caritas no negaban que recordaban en esos momentos el drama miserable vivido la víspera, 13 de junio, que además de ser la fecha en que nació su madre, fue también el día de San Antonio, o sea, “santo” de Toñito, así como de su progenitor y de su abuelo y bisabuelo paternos. Fue, desde luego, el peor de los onomásticos jamás habido.