Las horas huecas - Capítulo 4

La vida en Cerrada de Hamburgo podría decirse que transcurría en inglés. Esperanza, si no hablaba la mayor parte del tiempo en inglés, sí pensaba en gringo, sentía en gringo y se había insertado en un círculo de amistades que compartían dos características: ser alcohólicos y estadounidenses, o al menos pro yanquis, para acabar pronto. Así, a Joe Mulayo, Rosita Domínguez y Eduardo del Trigal Condé, se añadieron los americanos Herta Woolverich, Joe y Marge Dunkley, Rupert y Diana Young, el finés Arni Himanen, el sueco Nils Paulsen y el mexicano Tony Medrano. Cada uno tenía su historia, y ¡vaya qué historias!

Todas las mañanas de lunes a viernes las destinaba Esperanza, siempre con el abogado Víctor Gómez, a comparecer en tribunales, a acudir a lanzamientos de inquilinos morosos o a buscar y contactar en lo oscurito a actuarios, secretarios y jueces de distintos juzgados, sencillamente para cohecharlos. Tanto Gómez, como ella, presumían en sus borracheras compartidas, pero siempre financiadas por Esperanza, que jamás habían perdido un juicio. Claro está que también se daba ella el necesario tiempo para contratar y vigilar el trabajo de los albañiles, plomeros, electricistas y carpinteros que continuamente ocupaba para el mantenimiento de sus inmuebles de productos. Y a todo esto se añadía, también por las mañanas de la primera semana de cada mes, el pasar por las rentas que los respectivos porteros en cada propiedad ya le tenían listas.

Cuando en alguna de sus propiedades había obra mayor de albañilería, no dudaba en treparse a los andamios o subirse por las escaleras provisionales de madera de los alarifes, para así supervisar personalmente el avance del trabajo o que nadie se robara el material comprado por ella personalmente. Por tales andanzas, en 1943 sufrió un accidente que le provocó que su segunda hija, María Encarnación, naciera muerta (“para fortuna de la pobre inocentita”, comentaría Guadalupe Ruiloba, quien siempre se opuso al matrimonio de su hermano Antonio con Esperanza Videgaray, pues no quería “emparentar con locos”).

Del general Videgaray heredó su hija más chica su propensión a hacer cuentas chileras y a desconfiar hasta de su propia sombra. Por esa razón, cuando los porteros le entregaban las rentas cobradas, escribía de inmediato en inglés, seguidamente del nombre del arrendatario, los datos de número de departamento, mes, día y cantidad, para que nadie más conociera ese tipo de detalles, salvo Pera y Toñito cuando la acompañaban y hojeaban los pesados libros de las cuentas y con los cuales siempre cargaba en los días de cobro, en el piso delantero del Fotingo. Cada portero se sentaba en el asiento trasero para darle el dinero y razón de cada uno de los arrendatarios. Conforme avanzaban las recolecciones, se notaba más y más hinchada de billetes la cartera de Esperanza.

Cuando en 1928 regresaron de San Antonio, Texas, el general Videgaray y su familia, Esperanza contaba con dieciséis años de edad, que resultaron suficientes para convertirse en su brazo derecho durante la construcción -que le llevó más de doce meses- de un imponente edificio de departamentos en plena Avenida 16 de Septiembre, en el centro de la Ciudad de México. Ella era la encargada de anotar todos los días a partir de las siete de la mañana los nombres, la tarea a desarrollar y las herramientas recibidas para ello, de todos y cada uno de los albañiles. En sus remembranzas etílicas, Esperanza platicaba hasta el aburrimiento, que “cuando mi papá construyó el edificio de 16 de Septiembre, ni un clavo, ni una pizca de arena se pudieron chingar los pinches albañiles. Yo les tenía medido el tiempo para la tragazón y hasta para ir a cagar”. A las seis de la tarde, ordenados y en fila, a estos trabajadores el general personalmente les rayaba el jornal de ese día, mientras que su hija anotaba nombre, jerarquía o especialidad en la obra, herramientas devueltas, trabajo acometido durante la jornada de trabajo y salario cobrado.

Esa disciplina y ese método lo aplicaba al pie de la letra Esperanza en la administración de los bienes inmuebles heredados de su padre.

La mujer concluía sus jornadas de trabajo hacia las tres o cuatro de la tarde y las empezaba siempre desde las nueve de la mañana. Rara era la ocasión en que un lanzamiento o cualquier otro asunto ocurriese avanzada la tarde o ya de noche. Salvo cuando se había quedado de ver con Armando Castañeda, o se le había ocurrido llevar al cine a sus hijos o visitar a las únicas dos amigas “normales” que tenía, Blanca García Travesí y la bellísima Gloria Cuevas, que no eran alcohólicas y odiaban a los gringos a muerte, Esperanza dedicaba las tardes y las noches a embriagarse con sus colegas de adicción y sentimientos. Fuera en Cerrada de Hamburgo o en el departamento de alguno de sus compinches, invariablemente Esperanza aportaba el licor, los refrescos de cola, los hielos o al menos las botanas, que iban desde aceitunas hasta paté de foie gras.

A veces para tales “cuetes” se ponían de acuerdo previamente. En otras ocasiones se telefoneaban cuando principiaba la borrachera, para, como los buenos alcohólicos, no embriagarse solos, “de buró”, como le sucedió a Esperanza el mero día de su cumpleaños. Pero las más de las reuniones etílicas ocurrían “accidentalmente”, sin invitación previa o de última hora, pues el grupo de plano se olfateaba, y los compinches iban cayendo uno a uno o por parejas, como si tuvieran comunicación telepática, en casa de alguno de ellos, fundamentalmente en la de Esperanza, o en la del Chino Joe y Rosita o también en la de Marge y Joe Dunkley. Contadas veces en la de Nils Paulsen y jamás en las del resto de esa banda de briagos.

Víctor Gómez se colaba a tales borracheras al menos una vez al mes y ya sea que se efectuaran en Cerrada de Hamburgo, o en el domicilio de alguno de los otros, el caso es que Esperanza siempre cargaba con sus dos hijos a ellas. Las tareas escolares las hacían los niños en los trayectos del coche, o en plena bacanal, y muchas veces alguien entre los borrachos les ayudaba o se las revisaba y “corregía”, particularmente a Pera, que ya iba en el quinto año de primaria.

Marge Dunkley era quien más se ocupaba de Toñito y trataba de protegerlo cuando Esperanza, ebria o sobria, empezaba a insultarlo o pretendía golpearlo. Y a Toñito le gustaba que lo llevara su mamá a casa de Marge, quien habitaba un amplio departamento en un destartalado edificio en la esquina que formaban la Avenida Melchor Ocampo y la Calle de Río Grijalva, en la Colonia Cuauhtémoc, pues mientras las dos mujeres se servían sus tragos y comenzaban, ahí sí por igual, a despotricar contra el linaje masculino (aseguraban que la maldad de los hombres se hallaba congénita en sus testículos desde su primera inhalación de aire), el niño podía revisar la colección de monedas y estampillas postales que los Dunkley habían coleccionado durante años a lo largo de sus viajes por el mundo.

Junto con Pera, también tenía permiso de llenar hasta el borde la tina del baño y meter ahí dos veleros de madera, que así pasaban de ser meros adornos en la sala del departamento, a terribles buques de guerra que los hermanitos retacaban de las piezas de madera negras y blancas del ajedrez de Joe Dunkley, reportero del periódico “The News”, quien por lo regular llegaba bien tomado, como sucedió el 15 de septiembre de 1952, cuando todos fueron convocados a celebrar “El Grito” con los Dunkley.

Los veleros nunca se mantenían a flote, pues siempre medio minuto después de que la “batalla naval” principiaba, zozobraban. Los niños terminaban empapados por las manotadas de agua que se daban y acababan repitiendo toda la operación cuatro, cinco veces o más, hasta que la mentada de madre de Esperanza se expandía, sonora, por todo el departamento:

-¡Chinguen su madre, cabrones, no puedo platicar con Marge por su pinche escándalo!, ¡cállense o los madreo!

-Let them be, damned it! (¡Déjalos, carajo!), le gritaba más fuerte Marge, con su voz cavernosa y gargajienta de fumadora empedernida, a Esperanza.

-Es que están chingando Marge, no dejan hablar con su jodido desmadre, le replicaba Esperanza en voz más mesurada a la gringa, quien tenía desabotonada su entallada blusita negra, por lo que se le movían, al no traer sostén, las tetas de izquierda a derecha y viceversa, cada vez que levantaba sus blanquísimos brazos para enfatizar sus palabras.

-¡Atención babies (bebés)!, yo, su tía Marge, les autorizo que sigan echando desmadre, entonces…… ¡cáguense donde quieran! Tras la proclama solemne, ambas beodas soltaron estentórea carcajada y los niños siguieron jugando, mientras caían los minutos y continuaba la espera de los demás borrachines.

La primera pareja en llegar no fue la de los Mulayo ni la de los Young, sino la de Arni Himanen y Tony Medrano. Y no es que fueran homosexuales, sino que se habían convertido en uña y mugre, gracias al alcohol. Tony Medrano vivía con sus dos hermanas solteronas también en la Calle de Hamburgo, y además de borracho empedernido su otra afición era el cuidado y adiestramiento de Molango, precioso irish setter que le había regalado su ex esposa Amanda y cuyo pelaje color ladrillo decía Medrano que le recordaba el vello púbico de ella, pues era pelirroja.

Tony estudió la carrera de abogado en el Colegio Militar y se dio de baja en el ejército, tras que su indisciplina lo llevó varias veces a experimentar la dura reclusión castrense. Era un inadaptado. A Amanda alguna vez le metió tal golpiza, a sabiendas de que era pariente del presidente Miguel Alemán, por lo que se vio violentamente reprimido por militares que le advirtieron que la próxima no la contaría. De ahí sobrevino su divorcio. Con esa catadura, acabó arropándose en la “comprensión” de Arni Himanen, verdadero roble de dos metros de altura, quien por una parranda bien puesta, y de gorra, escuchaba las horas que fuera las “desgracias” de Tony Medrano. Medrano pagaba y Himanen acompañaba. Por eso siempre tan unidos.

Pero había más: Tony “adoptó” al finés, decía que era su hijo. Pasaba por él todas las mañanas a un hotelucho de mala muerte en las calles de Perú, donde llevaba varios años viviendo desde su arribo a México. Lo obligaba a bañarse, rasurarse y almorzar como jeque árabe y después se salían por esas calles de Dios a iniciar la borrachera del día, cayera donde cayera. El grado de intoxicación etílica que en ocasiones llegaba a alcanzar Himanen, era tal que se orinaba en sus pantalones y, tal como Mulayo, dos líneas de mocos líquidos llegaban a resbalar de su nariz, hasta que Medrano las recogía con su pañuelo blanco o, si había a la mano, con alguna servilleta de papel.

El pasado de Arni era un misterio para todos los que lo frecuentaban, inclusive para el propio Medrano. Lo único que se sabía es que había tenido un próspero negocio en Nueva Jersey, donde se casó con una estadounidense que a la postre se divorció de él y se quedó con el negocio. Pobre y sin ilusiones, Himanen viajó a México y se dedicó sólo a beber. Su enorme cara tenía ese color morado que distingue siempre a los alcohólicos terminales y su principal alimento del día lo eran una o dos botellas de ginebra, de las que siempre daba religiosa cuenta.

Igualmente compartía con Medrano los favores sexuales de Herta Woolverich, hermosa bostoniana de piel de alabastro, grandes ojos verdes y luenga cabellera negra, que prácticamente se acostaba por un trago con el primero que pasara y que, según aseguraba Medrano, ya no sentía nada cuando se la cogían. Una vez que éste satisfacía sus apetitos, Herta siempre invitaba al toro de Arni a aprovecharse de ella. A Herta ya no le importaba nada, sólo bebía y dormía. Cuarentona, de una delgadez impresionante, en su juventud trabajó como modelo en varias agencias de publicidad de Nueva York. De familia rica y muy cultivada, recaló en Cuernavaca, que era refugio de la bohemia gringa, y luego de algún tiempo vino a dar a la Ciudad de México. ¿De qué vivía o quién la mantenía?, eran interrogantes, acertijo que nadie podía resolver, hasta que un día ella le confesó a Medrano que mensualmente su padre le enviaba determinada suma de dólares para su manutención, a condición de que jamás regresara a Boston, donde tenía un hijo adolescente que desde recién nacido fue recogido y educado por sus abuelos maternos. A ciencia cierta Herta desconocía quién había sido el padre del menor.

Herta conoció en Cuernavaca a Diana Young. A ésta ahí le rentó una casa con alberca y jardín su marido Rupert, el que continuamente viajaba a Estados Unidos, donde a veces permanecía hasta dos meses seguidos, tiempo que Diana aprovechaba para tener amoríos con uno y con otro, fueran gringos o mexicanos, lo que le daba igual. Ello, no obstante que ya tenía dos hijas: un manguito, Jeanie, y Sheila, nada bonita, pero sí muy estudiosa. Luego de algunos años toda la familia se vino a vivir a la Ciudad de México, en un pequeño departamento de las calles de Liverpool, en la Colonia Juárez. Rupert siguió viajando muy seguido a los Estados Unidos y Diana continuó fornicando, también muy seguido, en la Ciudad de México, mientras Jeanie y Sheila, despreocupadas, estudiaban en el Colegio Americano. Jeanie era dos años mayor que Pera y Sheila dos años menor, pero las tres casi siempre andaban juntas, pues se entendían muy bien.

Por mera casualidad o por curiosa coincidencia, un minuto después de que Antonio Medrano y Arni Himanen ingresaron al departamento de Marge Dunkley, un débil golpe de nudillos se oyó en la puerta: era Herta.

La bostoniana se desplomó de inmediato sobre el sofá próximo a la puerta, y Tony Medrano se dirigió volado a la cocina por un vaso con agua al que Esperanza le echó dos cucharadas bien copeteadas de bicarbonato. Luego Medrano se sentó a su lado en el sofá, la ayudó a incorporarse y muy lentamente le fue suministrando el líquido por esa boquita que tantas cosas había hecho al abogado militar y a incontables hombres a lo largo de su vida desperdiciada.

-¡Lo que necesita es un trago!, gritó Marge.

-¡No, es tragar!, pontificó Esperanza.

-¡Por eso mismo, es lo que digo, si sólo traga ginebra, lo que necesita es un buen trago de ginebra!, precisó científicamente la anfitriona, al tiempo que Himanen salió disparado a la pequeña y muy bien surtida cantina que los Dunkley tenían en la sala, sacó dos vasos jaiboleros (para no andarse por las ramas) y los llenó hasta el tope de ginebra, así, pura, sin mezclarle nada ni siquiera ponerle hielos. Enseguida se paró frente a Herta y le acercó uno de los vasos, que instantáneamente Medrano le rechazó, diciéndole que no fuera pendejo.

– Okey, mejor para mí, reaccionó feliz Arni, se empinó el vaso hasta el fondo y entonces sí, muy pausadamente, fue a sentarse a uno de los sillones de la sala, donde Marge y Esperanza seguían discutiendo sobre las necesidades alimentarias de Herta. Tranquilo, el finés empezó a beberse el suyo. Pera y Toñito, intrigados, se habían acercado al sofá donde Toni empezaba a besar a Herta, primero en la frente y luego en la boca, habiéndole, de pasada, dado un rechupete a su nariz. Tras ello, la cargó y enfiló hacia la recámara de Marge, volteando a verla e insinuándole que iba a entrar, lo que ella entendió de inmediato y le gritó “it´s all yours!” (¡es toda tuya!). Esperanza y Marge quedaron cara a cara y muertas de risa al unísono exclamaron, adivinándose el pensamiento, ¡sí, es toda de él!

Una vez cerrada la puerta de la recámara, los sonidos que ya se habían vuelto habituales en Cerrada de Hamburgo, las criaturas los comenzaron a escuchar, junto con Arni, su madre y la anfitriona, en ese departamento. La cama rechinaba a más no poder y Medrano parecía locomotora vieja trepando las Cumbres de Maltrata. De Herta, nada…..sólo nada.

Marge cortó el silencio morboso que se había apoderado de la sala y puso a todo volumen el primer long play que encontró a la mano, dándose tiempo para llevarse a los niños al pequeño balcón que le servía de tendedero, pero en el que también, sobre un banquillo de mimbre, estaba la tosca jaula plateada que guardaba cáscaras de frutas diversas, restos de lechuga, un recipiente diminuto con agua y lleno de caca de perico, que no era otro que Pepe, su mascota consentida. A Pepe lo había comprado Marge tres años atrás en Cuernavaca y desternillaba de risa a los hijos de Esperanza, pues sólo sabía decir “¡puto, puto, perico puto!….¡puto, puto, perico puto!….¡puto, puto, perico puto!”

Nils Paulsen interrumpió la audición de Pepe con su llegada a las ocho de la noche. Tras él, los Mulayo, su adherencia Eduardo del Trigal Condé, y Diana y Rupert Young. El cotarro se animó, pues los tragos se distribuyeron de inmediato y la curiosidad, las miradas cómplices y las risas contenidas con las diestras o siniestras sobre las respectivas bocas se desataron cuando todo mundo acabó de enterarse de que en la recámara de Marge el sinvergüenza de Tony Medrano se estaba cogiendo a la pobre Herta para……..¡revivirla!

-Bueno, en Suecia así se le hace, no tiene nada de espectacular, no es extraordinario. El sexo es la fuente de la vida, es la vida, ¡no están descubriendo nada, sólo están haciendo el amor!, ilustró Nils, pegado fatalmente a su roja nariz de briago consuetudinario.

-Okey, pero que no sea cabrón, porque Herta ni siquiera se dio cuenta, intervino Esperanza.

-¡Es que nunca se da cuenta!, Arni finalmente los aplacó con la autoridad que da la experiencia, hasta que Marge les recordó a todos que ahí también había gente menuda….y todos ubicaron de inmediato con la vista a Pera y Toñito, que no habían perdido detalle de la escaramuza de discusión entre Nils, Esperanza y Arni. El sueco y el finés se salieron un momento al balcón a alegar quién sabe qué sobre quién sabe qué otra cosa, mientras los niños se fueron a la cocina, donde Joe Mulayo empezaba, entre sorbo y sorbo de su cuba, a preparar el trasterío y los ingredientes para el buffet de antojitos mexicanos, que fue en esta ocasión la disculpa para convocar a una bacanal que ya se adivinaba de órdago.

Muy mexicana estaba la cosa, pero ninguno ni por equivocación trajo ni tomó tequila, y cuando Diana Young les llamó a sus alegres compinches la atención sobre ese detalle, ni tardo ni perezoso el Conde de la Gracia y Duque de la Obscuridad les aclaró que él, como Juan Legido, el gitano señorón de los Churumbeles de España, que se oía por todos lados en México, no tomaba tequila barato, sólo whisky. Si esto causó hilaridad entre los adultos, a los niños no les hizo la menor gracia, sobre todo a Toñito, que tenía memorizadas hasta el cansancio las melodías y las letras de las canciones de los Churumbeles, pues en todas las borracheras de Esperanza en Cerrada de Hamburgo desfilaban en el tocadiscos una y otra vez, junto con la música gringa, los valses de Johann Strauss y las canciones rancheras de Jorge Negrete.

Podría afirmarse que cada nota musical ejecutada por ese grupo español era como una aguja de acero que se clavaba en su cerebro, tras tantas madrugadas sin poder conciliar el sueño, a su cortísima edad, por los criminales escándalos etílicos de su madre. ¡Cuántas noches sonaba el Zenith a todo volumen con lo mismo y lo mismo, como tortura china!; ¡cuántas mañanas tenía que treparse al camión escolar, casi dormido, como bulto vil! No: a Toñito la gracejada de Eduardo del Trigal Condé, sólo le repugnó y le recordó una vez más, como en cámara lenta, lo que los Churumbeles de España, las canciones de los hit parades gringos, los valses de Johann Strauss y los últimos éxitos de Negrete representaban para él en sufrimiento. En su cabecita rondaba ya la angustia sobre cómo y a qué hora terminaría esa noche del grito, que nada le significaba.

Por fin se abrió la puerta de la recámara de Marge y entre aplausos salieron de ella Antonio Medrano con una sonrisa de oreja a oreja, y Herta, muy segura de sí misma y, desde luego, ya bien despierta. Rosita, la esposa del Chino Joe, sólo les echó una mirada socarrona, mientras ya se le quemaban las habas porque comenzara el concurso de desfiguros de Esperanza, Marge y Diana, que ya andaban bien cuetes.

Cínico como era por naturaleza, Medrano se fue derecho en calidad de juez a donde las mujeres estaban a punto de iniciar una competencia para averiguar quién era la que levantaba más alto una pierna, como las coristas o como las bailarinas. Apoyándose en los bordes de la chimenea empotrada en una de las paredes de la sala, la primera concursante, Esperanza, apenas pudo levantar su pierna izquierda, sin lograr siquiera que su extremidad adoptara una línea horizontal, fue descalificada de inmediato por el juez, ante las burlas y chiflidos del auditorio masculino.

 Le siguió Marge, quien levantó su pierna izquierda más allá de la cintura y cuando empezaba a cosechar y escuchar las palmas de Nils, Eduardo, el Chino, Herta, Rosita, Esperanza, Diana, Rupert y el propio Medrano, apareció de improviso su marido Joe Dunkley. Nadie se había percatado que con su llave abrió la puerta y entró, por el relajo que se traían en el departamento, quedándose instantáneamente petrificada su mujer cuando lo vio bien plantado frente a ella. Y es que no era para menos: hoy sí y mañana también, porque era de día o porque era de noche, el periodista le pegaba tremendas tundas a la pobre Marge, la que casi cotidianamente mostraba una cara con mejillas y algún ojo moreteados, y el lindo blanco de sus pechos siempre andaba acompañado de verdes y violetas que Dunkley le añadía. Arañazos y magullones también se apreciaban en sus brazos y piernas.

-¡Ahí voy, me toca, voy a ganar, voy a ganar!, en reacción inmediata gritó Diana Young y de tremendo empujón lanzó a Marge contra su esposo, quien a duras penas la sostuvo, y un segundo después, apoyada en la chimenea, levantaba rápidamente una y otra piernas muy por encima de su cintura, y luego en un equilibrio sorprendente se separaba de la chimenea y tocaba con las puntas de los dedos de sus dos manos en perfecta junta, con todo su cuerpo volcado hacia el frente, la punta de los dedos de la pierna que había elevado, sosteniéndose así durante varios segundos cada vez. Un aplauso general, en el que pasmados participaron Pera y Toñito, rubricó la “actuación” de la escultural Diana (a sus cuarenta y dos años de edad), representación total con parlamento y toda la cosa, pues fue lo que de inmediato se le ocurrió para salvar a Marge de lo que hubiera sido una felpa segura, ya que a Joe Dunkley le hubiera importado un soberano cacahuate si había o no había testigos.

 Y es que Diana Young tenía lo suyo, aunque nunca nadie le había creído ni papa sobre la historia de su vida que ella platicaba cuando le daba el cuete sentimental, sino hasta ese momento en que demostró sobradamente sus facultades físicas e histriónicas, a pesar del grado de intoxicación etílica que mostraba, pues había ingerido cuba tras cuba desde el instante mismo que pisó el departamento de Joe y Marge Dunkley.

Diana relataba que nació en Toledo, Ohio. Violada por su padre, huyó muy jovencita de su hogar y cruzó la frontera con Canadá, para llegar hasta Ottawa, donde muy discretamente ejerció la prostitución, ahorró todo el dinero que pudo y luego se trasladó a Toronto, donde ingresó a una academia de ballet y por su belleza y sus dotes naturales para la danza obtuvo buenos contratos en distintos cabarets. De vuelta en Estados Unidos, trabajó muy duro en Nueva York y logró debutar en un musical nada menos que en Broadway. Ahí la conoció el buenazo de Rupert, el que desde el instante que la vio, se enamoró perdidamente de ella.

Obligada a retirarse del medio artístico por Rupert, que asumió todos los gastos de la pareja, se la pasaron del tingo al tango por toda la Unión Americana. Una vez que la refresquera para la cual Rupert empezó a trabajar casi desde adolescente lo ubicó en México, la familia entera se lanzó hasta el sur del río Bravo. Y por ello, aunque nacidas en Estados Unidos, sus hijas Jeanie y Sheila tuvieron su crianza en México, mayormente en Cuernavaca, entre las ausencias del padre y los amoríos y borracheras más que ocasionales de la madre.

Entre brindis y comentarios sobre Diana y su proeza se fueron concentrando todos en una especie de círculo en la sala, con Pera y Toñito al centro como si fueran saleros, y teniendo como fondo los gritos del Chino Joe que exigía “un pendejo que me ayude a poner los pinches platones en la chingada mesa”. Medio ofendidos los extranjeros por lo de “un pendejo”, finalmente canjearon su enojo inicial por francas risotadas, cuando Rosita con toda paciencia les explicó, hasta que lo entendieron cabalmente, que Joe sólo había intentado un chascarrillo, pues en castellano la palabra pendejo igualmente significaba ayudante del cocinero. Tras ese necesario breviario cultural, Rupert, Nils y Diana se amontonaron en el estrecho pasillo que conducía a la cocina, para pasar a recoger los cinco o seis platones rebosantes de enchiladas verdes y rojas, tostadas de frijoles y tinga, chiles rellenos en frío, quesadillas, tacos de barbacoa y de nopales. Por su lado, los Dunkley y los niños colocaban platos de cartoncillo, cubiertos de plástico y servilletas de papel sobre la mesa del comedor. Definitivamente el Chino era un genio del arte culinario. Y mientras más borracho, mucho mejor. Nadie dejó de chuparse los dedos, toda vez que empezaron, literalmente, a devorarlos.

Esperanza se había ido a vomitar al baño y Rosita y Eduardo del Trigal Condé, junto con los niños, fueron los primeros en abalanzarse sobre los platones, mientras que el resto brindaba con Joe por la hermosa presentación de la comida y los agradables olores que de ella se desprendían. Luego, tras el brindis, en derredor de la mesa del comedor empezaron los apretujones por allegarse las mejores porciones de cada una de las fuentes, no faltando los improperios en inglés y español.

A la distancia, cómodamente sentada en el sofá de la sala, con Arni recostado sobre sus piernas, Herta no mostraba el mínimo interés por levantarse, igual que el finés, sorbiendo ambos con ritmo acompasado sus respectivas ginebras. Y parado frente a ellos, ya con los mocos escurriéndole de las narices, Mulayo iniciaba la cantaleta de siempre: “¿saben cabrones hijos de puta?, primero Dios, segundo Dios, tercero Dios y cuarto Joseph….¿si entendieron hijos de la chingada?, primero Dios, segundo Dios, tercero Dios y cuarto Joseph…….a mí, la verga, ¿cuánto quieres, pendeja?…..¿un millón, dos millones, diez millones, cien millones….?, lo que quieras hija de la chingada, hija de tu putísima madre…..”, vociferaba el picardiento filipino, mientras su mano derecha se metía en las profundidades de la bolsa derecha de su pantalón gris rata y hurgaba y hurgaba hasta sacar dos o tres arrugados billetes rojos de a peso, que primero apretujaba y acto seguido tiraba al piso.

Con un ojo al gato y otro al garabato, los niños escondieron sus platos de cartoncillo atiborrados de quesadillas y sus vasos con refresco debajo de una silla de la cocina, bien arrinconada para que ningún dipsómano tropezara con ella. En seguida, con todo sigilo se dirigieron a donde estaban Herta, Arni y el Chino Joe, y en rápido movimiento recogieron y se guardaron los billetes rojos aventados al suelo. Como Joe Mulayo siguiera con su variedad de arrojar billetes de diferentes denominaciones frente a Herta, quien ni siquiera tenía plena conciencia de lo que sucedía frente a sus narices, los niños se embolsaron también seis billetes azules de cinco pesos cada uno. En eso continuaban, cuando Rosita se le fue encima a manotazos al pobre Joe, que verdaderamente no sentía lo duro, sino lo tupido.

-¡Aaayy!, ¡aaayy!, ¡yaaa!, ¡yaaa!, gritaba el filipino, encorvándose y llevándose ambas manos a la cara y a la cabeza, para cubrirse de los golpes de Rosita que parecía verdadera ametralladora con diestra y siniestra.

-¿Cuándo entenderás borracho asqueroso que el dinero no se tira?, ¿No te bastó con dilapidar mi fortuna y llevarnos a la ruina?…..¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¿hasta dónde voy a caer con este desgraciado?, se preguntaba Rosita, alzando su par de ojos azules, que todavía guardaban rastros de belleza a pesar de sus más de sesenta años y los cristales de fondo de botella de sus anteojos, que sugerían una pasada operación de cataratas.

Sin mediar palabra alguna y como si se hubieran puesto de acuerdo de antemano, Pera y Toñito devolvieron peso tras peso a la anciana también alcoholizada, la que tomó todos los billetes, los enrolló y se los guardó en la copa derecha de su sostén. Aparentemente nadie se percató del incidente y a nadie llamó la atención los gritos y golpes de Rosita a su marido, pues no había reunión o borrachera en que Rosita, ya tomada, no le sacara en cara al Chino Joe lo desgraciada que la había hecho y cómo había tirado por la borda su antigua riqueza. Borrachera sin esa escena, no era borrachera.

Compungidos, con terrible cargo de conciencia, pero sintiéndose igualmente afortunados de que la cosa no hubiera pasado a mayores, de que Esperanza, su madre, no los hubiera pillado en pleno asalto en despoblado, los niños se regresaron a la cocina, sacaron debajo de la silla arrinconada sus platos con quesadillas y sus vasos con refresco y en la pequeña mesita de madera que estaba a un lado de la estufa y que hacía las funciones de “desayunador”, las empezaron a saborear en santa paz.

De pronto, una gran nariz se dejó ver, Nils Paulsen apareció en la cocina con su vaso de ginebra en la diestra y una amplia sonrisa. Jaló una silla y se sentó con Pera y Toñito, con todo el ánimo de iniciar una conversación. Decía que le encantaban los niños y los jóvenes y en sí la vida familiar. De los borrachines que eran padres de familia, sólo Nils daba muestras de amar y preocuparse por sus hijos. Ya sesentón, tenía dos hijos veinteañeros, Erik y Sven, sobre quienes siempre hablaba, a la vez que contaba, según el caso, los meses, semanas o días que faltaban para que llegaran a México para pasar las vacaciones con él. Ambos jóvenes trabajaban en Malmoe, Suecia, y sólo anualmente visitaban a su padre.

Divorciado de su mujer quince años atrás, poseedor de una inmensa fortuna que le permitía vivir muy bien sin trabajar, Nils Paulsen conocía literalmente los cuatro rincones de la tierra. Apenas salido de una escuela técnica donde se formó como oceanógrafo, Paulsen combinó trabajo y aventura y después de muchos años y muchas millas náuticas navegadas, recaló en el puerto de Ensenada y se enamoró de México, su comida, costumbres, cultura, gente. De Ensenada a Mérida recorrió todo el país hasta establecerse en la capital de la república, concretamente en la esquina formada por la Calle de Florencia y el Paseo de la Reforma, en la Colonia Juárez. Rentaba un departamento ubicado en un edificio de arquitectura afrancesada, decorado con el máximo de los lujos y en el más típico estilo europeo. Todo el piso era de parqué y finas maderas revestían sus muros. Su estudio era una réplica bien lograda del camarote de un capitán de la marina de guerra sueca.

Pero Nils no podía ocultar su tristeza. A leguas se notaba que era un hombre con una gran pesadumbre interna. Además, era el reflexivo, el “filósofo” del grupo.

-Miren niños –les dijo a Pera y Toñito-, no se preocupen, aquí les regalo diez pesos a cada uno, pero no digan nada de esto a nadie. Es nuestro secreto, ¿eh? Pero tampoco vuelvan a abusar del Chino, es un tonto y anda muy borracho.

-¡Gracias Nils!, respondieron felices al mismo tiempo los dos chiquillos y casi le arrebataron de la mano cuatro billetes de cinco pesos.

Las horas transcurrieron y unos de plano se quedaron tirados, ya durmiendo “la mona”, en los dos sofás: Joe Mulayo y Rosita en el de la sala, y Herta, Medrano y Arni, bien compactados, en el que se localizaba a la derecha de la entrada del departamento. Naturalmente, Marge y su esposo acabaron en el lecho matrimonial. Rupert y Diana

Young abordaron un taxi afuera del edificio, y el Conde de la Gracia y Duque de la Obscuridad, gorrón por naturaleza y en insolvencia económica permanente, se le pegó obviamente a Nils Paulsen para seguir la borrachera en la casa de éste.

Tras depositar otra cantidad generosa de vómito junto a su Fotingo, además de la que anteriormente había expulsado en el baño de los Dunkley, Esperanza Videgaray sacó de su bolsa las llaves del auto y a duras penas abrió primero la puerta del lado del conductor, luego se introdujo al mismo, para enseguida alzar el tapón de la puerta del lado del copiloto y a ordinariez y media les ordenó subir:

-¡Cabrones hijos de puta, métanse al pinche carro, pendejos! ¡No se queden ahí como pendejos, pinches güeyes! ¡Tú, pendeja!, ¿quieres que un cabrón venga y te meta la verga? ¡Cabezón!, ¿subes o te rompo la madre?

Muy espantados, llorando, suplicando en sus adentros que alguien se apiadara de ellos y concurriera en su auxilio, los hermanitos se treparon de inmediato al asiento delantero del Ford. Como Dios le dio a entender, Esperanza volteó la llave del motor, apachurró el botón de la ignición, quitó el freno de mano y metió en primera velocidad tremebundo acelerón al automóvil, que arrancó fuerte, para bruscamente pararse unos dos o tres metros adelante. Sacada de sus casillas por la súbita detención del auto y el consecuente golpe que se dio en la cabeza al chocar contra el parabrisas como resultado de la inercia, la mujer arremetió a trancazos contra sus hijos, quienes no sabían si sentarse de nuevo en alguna parte del ancho asiento corrido, o de plano quedarse en el piso, a donde habían ido a dar instantáneamente, también por efecto de la inercia. De todas maneras cachetadas con las manos abiertas e impactos con los puños cerrados, la madre no cesaba de propinarles a los dos menores. Estos, con sus manos y brazos sobre sus cabecitas, capeaban el temporal lo mejor que podían, aunque realmente podían muy poco.

Después de que sació su furia y tras varios intentos de encender el motor, Esperanza fue finalmente capaz de coordinar los movimientos correctos de sus piernas izquierda y derecha sobre el clutch y el acelerador, para lograr así que el Ford se desplazara normalmente y ya no se apagara. Al cabo de un rato y con la mejor suerte del mundo, pues ni chocaron y ninguna patrulla los descubrió, Esperanza y sus hijos arribaron a Cerrada de Hamburgo. La borracha de plano no podía estacionar el auto en el espacio exacto que hasta el fondo de la cerrada, del lado izquierdo, le correspondía, cuando de improviso, ante la estupefacción de ella y los dos hermanitos, de la oscuridad surgió la figura de Armando Castañeda, quien seguramente había rondado por allí durante quién sabe cuántas horas. Tal vez andaba corto de dinero y necesitaba rentarse, tal vez estaba tomado y quería beber más….gratuitamente, o tal vez, también gratuitamente, quería tener sexo porque andaba excitado.

-¡Muñeca, muñequita, me muero por ti, llevo horas esperándote! ¡Niñitos, qué gusto verlos!, con la más melosa de las voces Castañeda sacó a todos de su asombro. Esperanza como que recobró la sobriedad sin haber pasado por la cruda y sin contestarle nada, nada en lo absoluto, sólo atinó a recorrerse hacia su derecha, abrirle la puerta para que subiera al carro y abrazarlo y besarlo con toda pasión, relamiendo sus bigotes y chupándole la nariz, una y otra y otra y otra y otra veces.

Los minutos transcurridos entre la última vomitada y ese instante han de haber resultado eternos y por lo tanto han de haber convertido en perfume de rosas el aliento de Esperanza, pues Castañeda también la besó una y otra vez con fruición. Los niños, pasmados, se miraban entre sí y sentían que sus plegarias interiores habían dado resultado, pues el humor de su madre cambió, la violencia desapareció y podrían dormir en paz esa noche.

Una vez que Castañeda estacionó correctamente el coche en el lugar correspondiente, los cuatro lo abandonaron. Esperanza sacó de su bolsa el manojo de llaves y no tardó en encontrar la de la entrada de la casa. Andaba ya con ansia. Sin decir nada, los niños subieron la empinada escalera y rápido se metieron al baño. Luego de algunos minutos se dirigieron hacia su cuarto, percatándose que su madre y su amasio acababan de ingresar a la alcoba de ella. Pera y Toñito se pusieron rápidamente sus piyamas, pues de lo que menos tenían ganas era de entablar cualquier conversación. Estaban agotados y la tensión nerviosa que ese larguísimo día padecieron resultó, contra cualquier pronóstico o antecedente, un eficaz somnífero para ambos. En cuestión de segundos las dos criaturas entraron en un profundo sueño.

Llevarían unas dos horas bien dormidos, cuando de pronto un estruendo proveniente de la recámara de su madre los despertó. En fracción de segundos se asomaron a la puerta, que estaba abierta, y vieron cómo aún se desprendían de la luna del ropero pedazos de vidrio, mientras que el pesado mueble aparecía tirado sobre la cama y a un lado de ella Armando bien peinado y bien arreglado con su traje azul marino de rayas blancas, su camisa blanca de vestir y la corbata marrón perfectamente anudada, golpeando inmisericordemente con ambos puños a su madre en la cara que ya se veía tumefacta y sangrante por nariz y boca, en medio de los gritos de auxilio y de piedad de la mujer que estaba encuerada y con el pelo revuelto.

Absortos en la patética escena, titiritando de miedo, sin saber qué hacer, enmudecidos por voluntad propia, pues ambos niños pensaron que Castañeda los golpearía como a su madre si gritaban o chillaban, de pronto brincaron de susto cuando por los hombros fueron simultánea y violentamente jalados hacia atrás…..Sin abandonar su terror, voltearon y vieron que era Jerónima, quien a medio vestir había salido de su cuartito en la azotea. Totalmente despabilada, con la mente lúcida, les gritó ¡vámonos niños! y casi los hizo rodar escaleras abajo, hacia la puerta de la calle. Ahí, hecha un manojo de nervios y con las manos temblándole, buscaba la hendidura de la cerradura de la puerta. Ya en verdadero estado de locura, Pera y Toñito le suplicaban ¡apúrate, por favorcito, apúrate!

Sentían, estaban ciertos, que en cualquier instante Castañeda bajaría corriendo por las escaleras y los agarraría a trancazos, si no es que también los mataba. Lo mismo pensaba y sentía la pobre Jerónima, quien para sí se juraba una y otra vez que en una hora tomaría el camión para su pueblo, ¡al diablo con el dinero!

Arriba en la recámara de Esperanza los gritos de auxilio, los ayes de dolor y los golpes se escuchaban ininterrumpidamente, enmarcados en las mentadas de madre y diversidad de insultos de un Castañeda enardecido:

-¡Puta gorda, hija de tu rechingada madre!; ¡maldita puta, a ver si mañana te puedes sentar sobre tu pinchurriento culo!; ¡hija de puta!; ¿te pensaste muy lista y que aquí tenías a tu pendejo?, ¡pues mira, cabrona, cómo te estoy rompiendo toda tu putísima madre!

Jerónima le atinó finalmente a la hendidura de la chapa, introdujo la llave, la giró y abrió la puerta. Los tres salieron despavoridos como almas que lleva el diablo. Ya afuera, se dieron cuenta que estaban encendidas las luces de dos o tres casas localizadas frente a la de Esperanza, así como las luces de la casa contigua, es decir, la segunda del fondo, del lado izquierdo de la Cerrada de Hamburgo. De esta, precisamente, salió el jefe de familia, mientras su esposa y un jovencito hijo de ambos lo observaban desde una ventana del segundo piso. En muchas de las casas había hombres y mujeres, naturalmente en ropa de dormir, pues eran como las cuatro de la mañana, que habían abierto las ventanas para asomarse y tratar de averiguar qué estaba pasando, pues en el silencio de la madrugada los ruidos del escándalo arreciaban y se expandían con absoluta fidelidad y facilidad.

-¡Métanse rápido, aquí estarán bien, aquí nada les va a pasar, ya viene una patrulla en camino!, les dijo el vecino, franqueándoles la entrada a su domicilio, muy apresuradamente, a Jerónima y los pobres niños.

-¡Ay, señor, qué pena, diosito se lo pague, muchas, muchas gracias!, le contestó Jerónima, quien igual que los dos infantes no podía levantar la cara por la vergüenza inmensa que la invadía. Cuatro o cinco minutos después arribó al grupo la esposa del buen hombre, con las dos amplias bolsas de su bata llenas de bolillos, que iba sacando uno a uno, partiéndolos por la mitad, arrancándoles el migajón para ofrecérselos:

-Tómenlo, sin pena, cómanselo, ándenle, es bueno para el disgusto, es lo mejor para el susto. Tras ello, le ordenó a su hijo, quien se había escondido tras una puerta, ya que estaba muerto de curiosidad por enterarse del chisme, que se fuera de inmediato a acostar. Una vez que el jovencito obedeció a su madre, ésta delicadamente apartó a Pera y a Toñito, conduciéndolos a un sillón de la sala, donde con toda dulzura les pidió se sentaran y se acabaran todo el migajón que les había dado. Hecho esto, regresó a donde había dejado a Jerónima, para decirle de la manera más descarnada, pero con toda la razón del mundo:

-Mira muchacha, nosotros no queremos problemas, sabemos que tu patrona es una persona muy ordinaria y muy rara, así que en cuanto llegue la policía, a la que ya llamamos, por lo que ya no ha de tardar, por favor te sales con los niños.

-Sí, nosotros no queremos ningún tipo de problemas con esa señora ni tampoco estamos dispuestos a que la policía cargue con todo y nosotros a la Delegación. Nosotros sólo los trajimos aquí para que no les pasara nada y no estuvieran, tú y los pobrecitos niños en la calle a estas horas. Entonces, como te dijo mi esposa, nomás se asome la policía por la esquina, se me salen de volada tú y los niños. ¿Tú me entiendes, verdad, tú nos comprendes por qué tenemos que hacer así las cosas, no es verdad?

-¡Sí señor!, y en verdad de diosito que les agradezco mucho su ayuda y no les vamos a causar problemas a usted y a su señora esposa que fueron tan buenos con nosotros, le contestó Jerónima, a punto de soltar el llanto, cuando fue nuevamente advertida por el hombre, anfitrión a fuerzas, protector esporádico:

– Y mira muchacha, lo que estamos haciendo en este momento por ustedes mi señora y yo es ilegal. Así es la ley, nosotros no tenemos por qué tenerte aquí y mucho menos a los hijos de tu patrona, por lo que te voy a agradecer, si tú o la niña, que ya se ve grandecita y como que ya debe razonar bien, saben algún número de teléfono, háblenle ahorita mismo a algún familiar, a algún amigo, qué se yo, a algún conocido, alguien de fiar, y cuéntenle lo que está pasando, para que vengan rápido por ustedes. Además, si no hay nadie que saque la cara por ustedes, la policía los va a encerrar en la cárcel. ¿Verdad que no quieres que tú y los niños vayan a parar a la cárcel? Entonces, mira, ahí está el teléfono, hablen rápido para que vengan por ustedes.

-¡Ay, señor, por diosito no me asuste!, ¡santísima virgen María, madre de los desamparados, consuelo de los afligidos, no nos desfavorezcas, madre santa!, en plena histeria se puso a implorar Jerónima, lo que provocó que Pera y Toñito corrieran hacia ella y en centésimas de segundo procedieran a marcar los números telefónicos de la abuela y de la tía Ana. Viéndolos de reojo, el matrimonio se increpaba, discreta, pero evidentemente, por su inicial reacción humana, caritativa, solidaria, y la retahíla de consecuencias que ello podría atraerles, sino es que ya se las había atraído. El hombre y la mujer se echaban miradas flamígeras, al tiempo que con las yemas de sus índices se señalaban mutuamente como culpables primigenios de una reacción emotiva, pero irresponsable.

Después de varios intentos, Pera y Jerónima lograron comunicarse, primero con Ana Videgaray, y después con Esperanza Salas. Esta última no perdió la oportunidad de meterle una fortísima regañada a Jerónima por la hora de la llamada, el escándalo que había hecho sin necesidad y el descrédito en que había dejado la honra de la familia Videgaray. No omitió amenazarla con el despido. Por su parte, también molesta e incrédula al principio, la tía Ana pidió hablar con el vecino (de nombre Jorge Santoyo) que les dio cobijo a la angustiada sirvienta y a los aterrorizados menores. Luego de cuestionarlo sobre la veracidad de los dichos de Pera y Jerónima, le agradeció sus buenos oficios y le aseguró que estaría allí lo más rápidamente posible y que él y su esposa tenían razón de no querer meterse en problemas con su hermana ni con las autoridades, por lo que ya debía sacar a Jerónima y a los niños a la calle, dado que se ocuparía de ellos la policía, en tanto ella arribaba.

El acuerdo miserable se llevó a la práctica de inmediato y de esta forma abandonaron el refugio de los Santoyo. Afuera varios vecinos habían formado un corrillo, pues ayes de dolor, insultos y todo tipo de ruidos continuaban, aunque menos sonoros y ya intermitentes.

Un haz de luz proveniente de una patrulla que accedió a Cerrada de Hamburgo sin sirena alguna y muy despacio, iluminó como si fuera pantalla cinematográfica la alta pared de ladrillos rojos que en el fondo interrumpía toda circulación de vehículos y peatones. El auto policiaco se detuvo exactamente en la casa de Esperanza Videgaray, marcada con el número 1, y la que estaba frente a ella, marcada con el número 2. Del lado izquierdo de la Cerrada la numeración era impar y par la del lado derecho. Apenas acababan de apagar los policías el motor, cuando retumbó por todos lados el ulular de las sirenas abiertas de otras tres patrullas que una tras otra se colocaron detrás de la primera que llegó y obviamente en medio de ambas filas de autos particulares estacionados en los cajones que correspondían a cada casa.

La estrechez propia de la Cerrada de Hamburgo y en su inicio cuatro líneas sucesivas con tres autos cada una de ellas, entorpecía en mucho el desplazamiento de policías (ocho en total) y mirones (¿quince?, ¿veinte?). Si a esto se añadía el barullo propio de los mensajes enviados y recibidos, o simplemente escuchados, de las radios de las cuatro patrullas, más las potentes luces de sus faros de búsqueda que se estrellaban contra la pared que sellaba la angosta vía, más el murmullo de la gente, más las armas desenfundadas por algunos de los gendarmes, el espectáculo total verdaderamente impactaba.

Los señalamientos de la gente y los gritos de Jerónima, Pera y Toñito, de ¡allí!, ¡es allí adentro!, ¡adentro está!, ¡trae traje azul!, junto a la información que previamente a la Central de Policía habían dado Jorge Santoyo y otros vecinos cuando solicitaron su auxilio unos ocho o diez minutos antes, guiaron a los representantes de la ley en un abrir y cerrar de ojos adentro del inmueble. También se introdujeron Santoyo y uno o dos vecinos más, así como Jerónima, Pera y Toñito. Un policía se quedó en la entrada de la casa para impedir que algunos curiosos que buscaban a toda costa colocarse en primera línea, lograran colarse de plano al interior del inmueble, pues el relajo que se había armado ya para esos momentos era mucho más que mayúsculo.

Castañeda fue apresado cuando bajaba las escaleras y Esperanza, tirada en el piso de su recámara y encuerada todavía, fue ayudada a incorporarse por dos agentes que inclusive la ayudaron a ponerse una bata blanca de baño, pues fue lo único que se veía a la mano. La bata no contaba con el consabido cinturón para cerrarla y Esperanza hizo caso omiso de las reiteradas sugerencias de los jenízaros de que con toda calma buscara alguna ropa para vestirse. Inclusive le preguntaron a Jerónima si no podía hallar algo qué ponerle a su patrona, a lo que ésta, aturdida todavía, contestaba que no con la cabeza, y sólo se ocupaba de no soltar ni por un segundo las manos de los niños que estaban a cada uno de sus costados, avergonzados, muy humillados, sintiendo las miradas de todos y deseando con toda su alma que se los tragara la tierra en ese instante.

Negándose a vestirse algo, y no importándole las miradas socarronas de los hombres que estaban dentro del inmueble, de por sí pequeño y ahora atiborrado, Esperanza sólo se entrecruzó la bata, sujetándola con las manos para que no se abriera. Bajó las escaleras, pidió un cigarro, mismo que ya encendido le proporcionó un gendarme y se llevó a los dos o tres que al parecer eran los que estaban al frente del operativo, hacia el mueble principal del comedor. Ahí sacó de uno de los cajones un fólder tamaño oficio que contenía, entre otros documentos que les enseñó sin necesidad alguna, las respectivas actas de su matrimonio y divorcio con Antonio Ruiloba González Misa, así como las de nacimiento de ambos y las de sus hijos Esperanza, María Encarnación y Antonio Alfredo Ruiloba Videgaray. A mayor abundamiento, les mostró igualmente el acta de defunción de su hijita María Encarnación y hasta el contrato de arrendamiento de Cerrada de Hamburgo número uno.

Por más que los policías le indicaban una y otra vez que a ellos no tenía que enseñarles nada, que el detenido iba a ser conducido a la Delegación y que ella debería necesariamente acudir a denunciarlo, o de lo contrario iba a ser liberado, pues ellos no podían excederse en sus funciones, Esperanza no entendía razones y volvía sobre lo mismo: que lo habían agarrado en flagrancia de haber cometido allanamiento de morada y provocado lesiones de las que tardan más de quince días en sanar, que ella había estudiado leyes en la Escuela Libre de Derecho y que sólo tenían que llevárselo y meterlo al bote, que ella ni lo conocía ni sabía quién era, que ella se había casado con Antonio Ruiloba González Misa, que el intruso había cometido daño en propiedad ajena y mil cosas más.

Entre que se ponía y quitaba el cigarro de la boca, abría y cerraba el fólder, buscaba, rebuscaba, sacaba y metía las arrugadas actas, por necesidad ocupaba ambas manos y, en consecuencia, la bata quedaba bien suelta, dejando a la vista de los policías, Santoyo y algún otro mirón, Jerónima y los niños, sin el mínimo pudor ni esfuerzo por evitarlo, sus grandes senos, su abultado vientre, su peludo pubis, sus vigorosos muslos e inclusive sus enormes nalgas cuando acometía algún giro violento hacia la izquierda o la derecha.

Sus hijos y su sirvienta no apartaban los ojos del piso, envueltos en la más grande de las vergüenzas por tanta miseria humana, cosa que desde luego no hacía ninguno de los varones ahí presentes, quienes no perdían detalle alguno de la infamante variedad que Esperanza les brindaba gratuitamente.

A algún policía finalmente se le ocurrió la idea de sacar de la casa a Santoyo y un vecino más, y desde luego a los niños y a Jerónima, pero el daño moral y la degradación que sufrieron los hijos de Esperanza y aun la propia humilde sirvienta, fueron irreparables. Hasta ese momento fue que llegó Ana Videgaray, acompañada del abogado Víctor Gómez, con su inseparable cigarro y relamiéndose de gusto el bigote por los buenos pesotes que ya adivinaba este nuevo escándalo le depararía.

Afuera, sudando, esposado, pegado a la pared de ladrillos rojos, recibiendo frontalmente el golpe de luz de los faros encendidos de los carros de la policía y el golpe mayor de todas las miradas de más gente (entre vecinos y transeúntes) que ya se había arremolinado, Armando Castañeda estaba con la vista perdida, como ido.

Amanecía el 16 de septiembre de 1952, Día del Desfile, de ahí que hubiera tanta policía sobre Paseo de la Reforma, por lo que arribó tan rápido. De ahí que se arremolinara tanta gente, que no era otra que los comerciantes que transportaban las mercancías que en pocas horas empezarían a vender a los miles de personas apostadas sobre la ancha y bella avenida para contemplar a los soldados, a los tanques de guerra, a los cadetes del Colegio Militar y a los de la Escuela Naval de Veracruz, a los charros y a las adelitas en sus bellos corceles, a los bomberos en sus flamantes carros rojos con escaleras telescópicas y con sus relucientes cascos dorados. Era, en fin, un día más, como tantos otros, para Pera y Toñito, que nuevamente maldecían el haber nacido.

 Cerca de las seis de la mañana, y tal como ya lo marcaba la nueva tradición impuesta, Pera, Toñito y Jerónima fueron llevados por la tía Ana a la casa de la matriarca de los Videgaray, en Hamburgo 126. Como era de esperarse, Jerónima no perdió su empleo ni se largó a su pueblo. Pasadas las tres de la tarde, Víctor Gómez depositó ahí a su amiga Esperanza, esta vez bien hinchada de la cara, bien moreteada, bien golpeada, con sus grandes lentes oscuros que no lograban ocultar su desvergüenza.

Las horas huecas – Capítulo 3

Las horas huecas – Capítulo 2

Las horas huecas – Capítulo uno

 

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José de Villa nace en México, D.F. en 1946. Después de estudiar periodismo en la UNAM, trabaja en distintos periódicos como reportero, articulista, editorialista y jefe de información y redacción, e incursiona como director de Comunicación social en distintas dependencias oficiales. Junto con el Dr. Jürgen Neubauer, es coautor del libro Máximo Líder, publicado en Alemania, Holanda, República Checa y Eslovenia. En 2010 escribe su primera novela: Las horas huecas.

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