Con más de una hora de retraso del tiempo en que debieron llegar, la sirvienta y las criaturas arribaron bajo tremenda tensión a Cerrada de Hamburgo. Para su fortuna, Esperanza no estaba y sólo restaba averiguar si habría salido a buscarlos o si telefónicamente los habría tratado de localizar. Pronto Jerónima salió a preguntarle a una sirvienta amiga suya de una casa vecina, si su patrona había llegado antes que ellos, recibiendo con gran satisfacción la noticia de que no había estado en la casa, pues su carro desde como a las cinco se lo había llevado y era la hora de que ahí no estaba estacionado, como debiera.
Por su parte, Pera le marcó a su abuela y con toda maña supo preguntarle sobre su mamá, sin que la anciana se percatara (como si mucho le preocupara, además) a qué hora habían regresado del cine.
Cerca de las diez de la noche por fin llegó Esperanza Videgaray, con la mirada vidriosa, muy contenta y acompañada del alto y fortachón Armando Castañeda, quien una vez más pasaría allí la noche, obviamente en la recámara y en la cama de esa mujer que no podía ocultar su prurito. Los arrumacos, los pujidos, los orgasmos a plenitud se oían en la quietud de la noche y en la pequeñez de esa casa. Pera ya estaba acostumbrada a ello y Toñito pronto lo estaría, también.
Armando Castañeda era un abogado bigotón, como de uno ochenta de estatura, bien dado, y desde muchos años atrás frecuentaba a la familia Videgaray, habiéndose convertido en el candidato favorito de la abuela para que desposara a su hija Esperanza, mucho antes de que ésta se casara con Antonio Ruiloba González Misa.
Castañeda pretendió durante mucho tiempo a Esperanza (a raíz de la muerte del general Videgaray en 1937) y pese a la insistencia de la abuela por que se casara con él, su hija jamás dio su brazo a torcer. Desde luego su olfato crematístico era lo que realmente impulsaba a Castañeda en su intentona. Sabedor de la inmensa fortuna de los Videgaray, se puso como primer objetivo conquistar a la matriarca, ganarse su confianza y su apoyo para luego lanzarse sobre su única hija soltera, pues Ana se encontraba ya casada con Ignacio Calero Topete. Tanto los Calero, como los Ruiloba, eran familias que se sentían de alcurnia, sus varones invariablemente ingresaban a la pomposa Orden de los Caballeros de Colón, que no servía para otra cosa, sino para hacer el ridículo en las fastuosas ceremonias de la alta jerarquía católica mexicana y para aparecer en las secciones de sociales de la prensa capitalina. De ahí la tirria que Esperanza Salas les guardaba tanto a Nacho Calero, como a Toño Ruiloba.
Por referencias, Esperanza Salas sabía que sus padres biológicos habían sido muy pobres en Alemania y muy pobres fallecieron en México, y que su hermana gemela en un orfanatorio murió de tuberculosis. Su orgullo era platicar que durante su largo exilio en San Antonio, Texas, ella y el general Videgaray abrieron una tienda de abarrotes, donde “trabajábamos como negros dieciséis horas al día”. Como prueba de ello mostraba una pequeña foto de cámara de agua, en la que se apreciaban al frente del mostrador de la tienda el general, ceñido del típico mandil de los tenderos, su flaca esposa, igualmente ceñida con mandil de dependiente, y una muy pequeña Esperanza Videgaray Salas, abrazada a un muslo de su madre. Esta foto también la sacaba la matriarca para demostrar que ella era la madre de su alcohólica hija, quien sobria o ebria solía afirmar a gritos que ella era hija de una prostituta francesa con la que se metió su padre en París.
Por su origen y por la experiencia de trabajo que vivió en Estados Unidos, Esperanza Salas despreciaba a los yernos que le tocaron en suerte y apreciaba a Castañeda, de quien opinaba que era un hombre de trabajo, un hombre forjado por sí mismo, con su esfuerzo.
Pero Armando Castañeda estaba a años luz de ser eso. En sentido estricto, se rentaba, rentaba su cuerpo entre algunas mujeres. Era un vividor. Cada semana o al menos cada quince días el Ford de Esperanza se estacionaba sobre la Avenida Juárez, a unos metros de la Avenida San Juan de Letrán, del que bajaba la patizamba Alicia (doña Licha, todos la llamaban), portera de una de las vecindades que Esperanza poseía en la Calle de Vizcaínas, y se introducía al edificio donde estaba el bufete jurídico en que trabajaba Castañeda, para entregarle en propia mano un sobre blanco lleno de dinero, con el recado de que pasara por la noche a Cerrada de Hamburgo o se viera en determinado lugar y a determinada hora con su querida. Doña Licha regresaba al auto siempre sin el sobre y con la respuesta, invariablemente positiva, de Castañeda.
Estos asuntos que hubieran resultado penosos para cualquiera otra mujer, no lo eran ni para Esperanza que a menudo andaba con fuego entre las piernas, ni mucho menos para doña Licha, quien amén de portera, era también matrona del pequeño y disimulado prostíbulo que tenía en algunos de los cuartos que Esperanza rentaba en Vizcaínas, con lo que ésta se encontraba muy contenta, pues siempre ponía como ejemplo que “las putitas nunca me dan problemas, jamás se atrasan con la renta”.
Y Pera, primero, y Toñito, después, atestiguaban con naturalidad esos viajes al centro para buscar a Castañeda, sobre el que sólo preguntaban si iba y cuándo a venir. En ocasiones tenía problemas para arreglar su agenda, pues obviamente daba también servicio a otras señoras. Pero su cinismo era tal que en ocasiones llegaba con una amplia sonrisa de oreja a oreja y con regalos para los hijos de Esperanza. Así, un sábado por la mañana, en el Sanborn’s de la glorieta del Angel de la Independencia, donde ya lo esperaban Esperanza y los niños para irse todos a Ixtapan de la Sal, llegó con una muñeca chillona para Pera y dos carritos de fricción marca “Vide”, para Toñito: un Ford y un Studebaker. El Ford, pues de esa marca era el auto de su amasia o arrendadora, y el Studebaker, porque él tenía uno de color azul claro. Y de marca “Vide”, porque los fabricaba Arnulfo Videgaray, hermano de Esperanza, y la leyenda publicitaria de las cajas de cartón de los carritos rezaba “Otro Juguete VIDE”. “El Clavo” estuvo a punto de ir a la cárcel por las deudas en que incurrió, debido a las devoluciones masivas de sus productos que hacían las jugueterías y demás tiendas donde los había vendido, pues simplemente no funcionaban, no caminaban. En pocos minutos Toñito lo comprobó.
Pero el disgusto de Toñito por la ilusión truncada por los carritos pronto quedó en el olvido al subirse todos al Studebaker de Castañeda y salir rumbo a Ixtapan de la Sal, donde Diego Gómez de la Torre, pariente lejano de Esperanza, tenía un hotel, en el que se hospedarían.
Los búngalos de blancas paredes encaladas y techos de dos aguas revestidos de tejas rojas, el color y el olor de las gardenias, el sonido de los grillos y el cielo estrellado por las noches, o el sol abrasador y las mariposas de tonalidades distintas revoloteando por las mañanas, suplieron con creces por una semana la anormalidad y la angustia habituales de Pera y Toñito.
La noche de ese sábado que arribaron al hotel de Diego Gómez de la Torre resultó inolvidable para Toñito. Jamás en su cortísima vida había visto otro espectáculo que no fuera el Circo Atayde, al que religiosamente lo llevaban anualmente desde los cuatro años de edad, por diciembre o enero, sus tíos Lupe y Carlos Tello. Pero ese sábado en el hotel, en un pequeño escenario del mismo, vio un espectáculo musical, un show que lo calaría profundamente. Eran “Los 4 Hermanos Silva”, chilenos que durante más de una hora cantaron y tocaron un colorido repertorio de música sudamericana. Cuando de su arpa, guitarras y voces “La Flor de la Canela”, de Chabuca Granda, se desprendió para colmar el espacio, al niño particularmente le gustó la parte esa de “del puente a la alameda menudo pie la lleva por la vereda que se estremece al ritmo de sus caderas”.
Como embobado, tenía la vista fija en la cantante Olimpia, en sus piernas y brazos blancos, en su blusa bordada, en su faldón negro, en el ritmo y gracia de una pandereta que parecía juguete entre sus manos. No perdía detalle de la exquisita narración que Chabuca Granda engarzó al compás dulce de tan bello vals peruano, pero al mismo tiempo pasaba revista a las caras de Hugo, René y Julio, y comprobaba una vez y otra vez y otra vez y otra vez, que en feo se parecían a Olimpia. ¡Pácatelas, sí eran hermanos!, eso es lo que más le impresionó de todo: no sabía, no conocía, no se imaginaba que hubiera cuatro, no tres ni dos, sino ¡cuatro!, que al mismo tiempo que eran hermanos, fueran músicos y cantaran frente a la gente y fueran de Chile, país que no sabía que existía y nombre del que sólo había sufrido en paladar propio la acepción más mexicana. ¡Fue toda una experiencia! ¡Inolvidable esa noche!
Por las mañanas de esa semana el tiempo se iba en la alberca o montando a caballo por las rancherías y veredas de un Ixtapan de la Sal con sabor de campo mexicano, calcinado por el sol y con el saludo amable de los lugareños, siempre con la cabeza gacha. Por las tardes, boliche, pimpón, bádminton, dominó o parchís. A Toñito lo atraía la montada y su coraje era que un caballerango llevara jalado de una reata a su caballo, que sus pies no alcanzaran los estribos y que se resbalara de la silla tantito para la izquierda, tantito para la derecha. Por su mente pasaban en tropel todas las escenas de las películas de indios y vaqueros que llevaba vistas y sobre la cabeza de la silla de montar a menudo colocaba ambas manos, para agarrarse lo mejor posible cuando el animal trotaba un poco y sentía que sus nalgas rebotaban más de lo debido.
Le encantaba ir viendo el paisaje, oliendo el sudor del cuaco, oyendo el choque de las herraduras de éste contra la tierra lisa y sobre todo contra las piedras, y daba así rienda suelta a su imaginación, pues por obra y gracia del “tío” Diego, al que le caía muy bien, fue equipado con su sombrero de cowboy, su pantalón de mezclilla largo, su camisa roja a cuadros y su fornitura vaquera de gran hebilla con pistolas plateadas y de fulminantes a diestra y siniestra, sin que le faltara una mascada amarilla de Pera anidada al cuello. Pero había algo que detestaba, que le daba vergüenza, que le parecía ridículo, una cursilería, un exceso, pues. Se trataba de los pantalones profesionales de montar de su madre, muy bien cortados al más puro estilo inglés, con sus reforzamientos de cuero en la entrepierna, su holgura en los costados de ambos muslos y su angostura, abotonable, de las rodillas hacia los tobillos para facilitar así la entrada de las botas de montar, armadas del par de espuelas de bronce con terminal en punta para acicatear a la cabalgadura, amén del largo fuete que con destreza Esperanza sabía manipular. De cinco jinetes (Esperanza, Pera, Toñito y dos caballerangos), sólo la mujer hacía galopar a su montura, separándose cada rato del grupo, que a lo lejos la divisaba, mientras continuaba con su paso cansino.
Castañeda ni un solo día montó, pues para empezar no sabía hacerlo y su apariencia de macho fornido y bigotón no hubiera aceptado que un flaquito caballerango jalara su caballo, como si fuera niño chiquito. Pero fundamentalmente no montó porque únicamente estuvo el sábado que llegaron y al día siguiente, domingo, pues el lunes se regresó a la Ciudad de México como a las diez de la mañana. Antes de subirse a su Studebaker se dio tremendo abrazo y beso con Esperanza, tras lo que los niños alcanzaron a escuchar la firme promesa que le hizo a ella de que “sí, en serio, el sábado regreso tempranito y nos vamos hasta el domingo en la noche, ya verás, nos vamos a desquitar”.
Mientras el carro ingresaba a un tramo de curvas que perfectamente bien se veía desde la altura en que se ubicaba el estacionamiento del hotel y de donde Castañeda había salido, Esperanza y las dos criaturas alzaban sus diestras a manera de despedida. Cuando el auto desapareció por completo, la ninfómana sacó de su bolsa blanca cerillos y cigarros, se encendió uno y luego de una bocanada, con el mayor desparpajo, preguntó a sus hijos: “Cabroncitos, ¿regresará por nosotros este hijo de puta o nos quedaremos aquí como pendejos?”.
Ambos se quedaron mudos.
Por alguna razón desconocida toda esa semana Esperanza no tomó ni una gota de alcohol. Pudiera ser porque no le tenía suficiente confianza al dueño del hotel, aunque ambos se apreciaban desde adolescentes. Diego Gómez de la Torre era ciego, muy afable y muy bien educado, de maneras y lenguaje muy propios. Era nieto de una hermana de la madre adoptiva de Esperanza Salas Gómez de la Torre y por su ceguera, y consecuentemente por su típica cara de ciego, con las cuencas de los ojos hundidas y los párpados morachos, impresionaba, atemorizaba terriblemente a Toñito, que nunca se atrevía a mirarlo de frente.
Tal vez por esa personalidad tan decente y correcta que se imponía, Esperanza no se atrevió a mostrarse delante de él, tal cual era, beoda y vulgar. En uno de los corredores del hotel Diego ordenaba desde que empezaba a pardear la tarde, que le sirvieran una helada jarra de limonada y enseguida comenzaba su animada charla con aquellos que le acompañaban. Y tomando sólo limonada, escuchando al fino invidente, se la pasó Esperanza en los ocasos del lunes, martes, miércoles, jueves y viernes. Como pocas veces, Pera y Toñito, que se rodaban como “barriles” en las pequeñas lomas que se hallaban en los jardines o se divertían incansablemente en los columpios, resbaladillas y subibajas, supieron y gozaron lo que es vivir en paz.
Como lo prometió y muy profesional en sus servicios, Castañeda reapareció a las ocho de la mañana del sábado en el comedor del hotel, donde ya desayunaban Esperanza y sus hijos. Ya para entonces los niños habían gastado su felicidad y empezaban a entristecerse viendo cómo el tiempo avanzaba inexorablemente y en un abrir y cerrar de ojos volvieron a su realidad, cuando cerca de las once de la noche del domingo entraron junto con su madre a la malhadada casa rentada de Cerrada de Hamburgo número uno. Castañeda regresaría días después.
La rutina de esa vida familiar tan peculiar continuaba con sus altos y sus bajos, sin que ninguno de sus actores estuviera zafo de encabezar algún conflicto, ninguno, incluido Toñito.
Una mañana de agosto de ese 1952, faltando unos segundos para que sonara el timbre para el recreo en el Colegio Columbia, a Toñito no le pareció que la maestra no le prestara el carrito que quería para irse a jugar al rectángulo de arena donde concentraban a los alumnos de preprimaria, por lo que la empezó a insultar a todo pulmón, gritándole ¡puta, cabrona, pendeja, idiota, estúpida, animal, babosa!, y quién sabe cuántas groserías más, como verdadera ametralladora. El salón de clases de grandes ventanales donde los rayos del sol entraban a plenitud, enmudeció. Se podía oír una mosca volando. La estupefacción llenó los rostros de maestra y alumnos. Estos se paralizaron de plano y aquélla enrojeció y no pudo ocultar dos lágrimas que indecisas resbalaban por sus mejillas. No dijo nada. Tomó a Toñito de una mano y ambos entraron a la temida “Principal’s Office”, o sea, la oficina del director de la escuela, a la que todos los alumnos, desde los más chicos hasta los de último año, temían más que a nada, porque sabían que era la antesala de la expulsión de la escuela.
-¿Quién te enseñó a decir esas groserías?, preguntó el director.
-Mi mamá, contestó el niño.
-¿Y cuándo las dice?, intrigado volvió a preguntar el director.
-No sé….luego….cuando se emborracha, muy turbado contestó Toñito.
Bajo una cascada de pasajes anteriores que lo aturdían y que caían sobre su cabeza uno tras otro y tras otro, sin sosiego alguno, casi sin dejarlo recobrar el aliento, Toñito, como queriendo detener el tiempo, como queriendo arreglar lo ya irremediable, repasaba el incidente del carrito, cuando la maestra se lo dio a otro niño, cuando lleno de ira cuanta grosería llegó a su mente se la transfirió de inmediato a gritos a su maestra, cuando entraron a la “Principal’s Office”…..cuando…..¡dos semanas antes y también por decir groserías lo habían expulsado del Garside School!, plantel ubicado en la Colonia Juárez, muy cerca del caserón de su abuela. Toñito se quería morir, sentía que se le hundía el piso, se mordía las uñas de los dedos de ambas manos y, compungido, no decía palabra alguna y mucho menos levantaba la mirada del piso.
Quién sabe cuánto tiempo pasó encerrado en la oficina del director, arrinconado en la esquina más alejada de su imponente escritorio, donde el funcionario cuchicheaba en inglés con tres profesores que volteaban a verlo a hurtadillas, y donde había fotos de una mujer rubia y dos pecosos, niño y niña, un vaso de cuero con lápices y bicolores, un teléfono y dos papeleras metálicas, hasta que por fin se abrió la puerta y súbitamente sintió sobre sí una mirada de rayo, espeluznante: era su madre, Esperanza Videgaray.
Los docentes salieron. También en inglés, con voces apenas perceptibles, por lo que Toñito no entendió nada, pero adivinó todo, hablaron durante algunos minutos el pelón director y la ni atribulada ni enardecida progenitora. Al poco rato ingresó la maestra de Toñito con una carpeta que contenía algunos dibujos suyos. Tras despedirse de mano de ambos, Esperanza llamó a su hijo y así salieron del Colegio Columbia hacia el Ford que estaba estacionado cerca de la entrada principal.
Tanto el Columbia como el Americano estaban edificados sobre amplísimos y enjardinados terrenos contiguos. El Americano arriba de una loma y hacia abajo el Columbia. A su alrededor no había nada. Sólo puros solares baldíos. Esperanza nada dijo a su hijo, sólo encaminó el auto hacia el American School. Toñito recuperó la respiración.
El Colegio Americano se imponía desde luego al Columbia. Era mucho más grande, con más maestros y alumnos, con mayor extensión de terreno y mejores instalaciones para la práctica del deporte, particularmente el atletismo y el futbol americano, por obviedad. Era administrado por la American School Foundation y la matrícula de niños y jóvenes hijos de yanquis radicados en la Ciudad de México por diversos motivos era más que abundante. Ahí los estudiantes mexicanos se agringaban de inmediato y, de hecho, todo su ambiente hacía sentirse en los Estados Unidos y no en México. Era exactamente lo que Esperanza había deseado para su pequeño y por ello ni armó un escándalo ni le dijo nada al niño tras su expulsión del Columbia, que era un plantel un poquito menos agringado.
Tras inscribirlo en el Americano y de inmediato comprarle todo su equipo escolar, mandó localizar a Pera y los tres se regresaron en el “Fotingo” a Cerrada de Hamburgo. La que devino para Esperanza en agradable experiencia, en lugar de lamentable o vergonzosa, le mereció la respectiva espirituosa celebración “de buró” en su casa, y al siguiente día la formal en casa del Chino Joe y Rosita, a donde se agregó Eduardo del Trigal Condé, “Conde de la Gracia y Duque de la Obscuridad”, como él solía autoproclamarse, sobrio o ebrio. Eduardo pertenecía a una de las familias de más prosapia y abolengo de México y era un bueno para nada, pero eso sí, muy guapo y muy elegante. Parecía artista de cine.
Viuda muy joven su madre multimillonaria, mandó a Eduardo a estudiar a los Estados Unidos, donde se graduó de nada y adquirió un tremendo alcoholismo. Pasados los años, su madre murió y les heredó a sus tres hermanos y a él su cuantiosa fortuna. Por haber sido el primogénito y además el favorito de la señora, Eduardo resultó más beneficiado que sus hermanos, incomparablemente más beneficiado. Se casó de menos de veinticinco años y le dio una vida de martirio a su mujer, Lorena, a la que golpeaba siempre que se emborrachaba, que era un día sí y otro también.
Pero no sólo el alcohol y el tabaquismo, la buena ropa, las joyas suntuosas y los autos deportivos eran su pasión, sino también lo fueron las mujeres, desde cortesanas hasta, esa sí, una condesa rumana. Su disipada vida le produjo varias enfermedades venéreas, entre ellas una terrible sífilis que verdaderamente lo enloqueció, llegando un día a golpear tan salvajemente a Lorena, que estuvo a punto de causarle la muerte, a pesar de que ya habían procreada a dos bellísimas niñas: Amalia y Amelia.
Por esa última golpiza, los hermanos decidieron de plano secuestrarlo y llevárselo al afamado Centro Médico de la Universidad de Rochester, y allí algunos de los mejores neurocirujanos estadounidenses le practicaron una lobotomía, que literalmente lo dejó como un corderito. Jamás volvió a levantar un dedo contra nadie, pero bastante turulato quedó de sus facultades mentales. Era capaz de sostener una conversación, no tenía problemas locomotrices, articulaba muy bien las palabras, pero al poco rato la gente se daba cuenta de que se trataba de un loco pacífico. A nadie hacía daño, pero estaba loco de remate, por lo que decía y a veces cometía. Precisamente en la casa de Joseph Mulayo un día se “hizo” y comió enterito un emparedado de Nescafé: sacó de la bolsa dos rebanadas de pan Bimbo, les puso cuatro cucharadas soperas de Nescafé, y así se comió su sándwich. En otra ocasión, esa vez en Cerrada de Hamburgo, se “preparó” una malteada de leche con mostaza. Se bebió hasta la última gota.
Como era de esperarse, su fortuna la dilapidó rápidamente entre vino y mujeres y acabó viviendo de la caridad y ayuda de sus hermanos, quienes a pesar de todo lo querían muchísimo. No así Lorena, la que se divorció de él, se quedó con la patria potestad sobre las niñas, para casarse al poco tiempo con un rico empresario teatral peruano, Manuel Paraques, que quiso como si fueran en verdad hijas suyas, a Amalia y Amelia.
El ingreso de Toñito al Colegio Americano lo celebraron como Dios manda Esperanza, Joe, Rosita y Eduardo. Se despacharon dos o tres botellas de Bacardí y estuvieron ensalzando el sistema educativo gringo, también según ellos la cultura gringa o lo que pudiera entenderse por tal concepto, y se aventaron la puntada de cantar una vez el himno de ese país y hasta el de su Infantería de Marina. No pasó a mayores esa lúdica reunión de etílicos acomplejados, ya en plena era macartista.
En la Cerrada de Hamburgo Toñito vivía una vida totalmente distinta, podría decirse contraria, a su experiencia anterior en el palacete de la abuela o en las salidas finsemaneras con sus amantísimos tíos Carlos y Lupe.
Por su madre de inmediato conoció la más cruel y más dura cara de la miseria humana. Podría afirmarse que ahí perdió no sólo su inocencia, sino su infancia. Tragó en cantidades industriales todo el odio, la inquina que se puede tener contra la vida misma y contra las ganas de vivir. Ingresó en el mundo de la anormalidad, sin siquiera haber conocido cabalmente el de la normalidad. No fueron pocas las tardes y las noches en que el niño se escondía de todos para llorar a solas y preguntarse, sin respuesta alguna, ¿por qué yo?, ¿por qué yo?
De alguna manera, en la casa de la abuela, fría y amplia, desprovista de calor humano, pero al fin y al cabo sin zozobras ni martirios, Toñito había hecho su vida más o menos llevadera. Le encantaba salir por las mañanas al jardín con su regadera decorada con una pata y sus seis patitos que la seguían, y regar las plantas y los rosales que había al por mayor. Cada que se le vaciaba, regresaba a llenarla a los lavaderos. Decía que de grande quería ser jardinero y cuando tocaba en suerte que los dos jardineros al servicio de la casa podaban el césped, removían la tierra, abonaban y plantaban nuevas flores, no perdía detalle de todo su trabajo. El ruido de las ruedas de metal de la segadora sobre la piedra cuando iba rumbo al pasto le atraía sobremanera, y al tiempo que no paraba de observar el cilindro de las cuchillas aventando el pasto cortado para todos lados, aspiraba profundamente el característico olor de ese entorno verde.
A su entender, Toñito igualmente hacía su “trabajo” de jardinería, pues no sólo regaba las flores, también con su palita roja de madera removía hasta el cansancio el pedazo de tierra escogido. Así se pasaba las horas enteras, ora viendo toda la variedad de tamaños y colores de las mariposas que volaban o se posaban en algún pétalo, en alguna corola, ora inquiriendo en el submundo de la tierra removida el tránsito de las lombrices y demás insectos generalmente ocultos. Y claro que no podía faltar su enfermiza, incomprensible, dolorosa y tautológica conducta de observar primero, para tocarlo después, al primer azotador que se le cruzara en el camino. Ya sabía que en el instante que posara la yema del índice de su mano derecha sobre las púas amarillas de ese gusano que era una verdadera arma química de doce centímetros de largo, una mezcla de dolor y fuego se iba a apoderar de su epidermis y el enrojecimiento y la hinchazón enmarcarían una vez más su imprudencia.
Sin embargo, por quién sabe qué razón lo hacía y lo volvía a hacer. No podía resistirse a la atracción de los vivos colores de los azotadores: verdes, amarillos, rojos, violetas, azul turquí, policromía toda que sencillamente lo extasiaba. Tras tocar al azotador sus gritos y chillidos se oían hasta la Plaza de la Constitución, y no cesaban sino hasta muchos minutos después. Superado el trauma, invariablemente acometía la venganza justiciera: apachurraba con la suela de su zapato, el izquierdo o el derecho, al pobre gusano, hasta que cesaba su movimiento, hasta que paraba de retorcerse alguna parte de él, y quedaba embarrado sobre el piso un líquido viscoso, entre amarillo y verde, que apestaba a rayos.
Su curiosidad también lo llevaba a “perderse” entre los tupidos árboles sembrados ex profeso para el muy oxigenado y siempre sombrío jardín tipo jungla, situado frente al pórtico de la casa principal. Este jardín siempre húmedo, casi sin sol filtrado, abundante en plantas tropicales, muchas de ellas trepadoras de troncos de gran altura, abarcaba todo el frente de la residencia y llegaba hasta las cocheras y la edificación destinada a la servidumbre. En las copas de dichos árboles, con ojos de lince Toñito lograba identificar a esas orugas malditas, gordas y anilladas, que con toda paciencia tejían sus capullos con hojas y seda durante el verano y el otoño, para después transformarse en mariposas pequeñas y multicolores que alegran todo jardín, o en enormes y negras que pueden pasarse días, inmóviles, en un mismo lugar. A esos azotadores no sólo los llegaba a encontrar transitando en el suelo, igualmente los descubría cuando caían de los árboles y, precisamente, azotaban contra el piso.
Otra de sus aficiones favoritas era marchar y tocar hasta el cansancio su tambor de latón, muy colorido, que mostraba las fachadas del Palacio Nacional y del Castillo de Chapultepec, intercalándose con estampas de cadetes del Colegio Militar enfundados en sus vistosos trajes de gala. Cuando tal era el caso, Toñito ceñía con mecate a su cintura una espada de madera con su empuñadura tricolor, sin faltar en su cabeza el consabido casco de cartón, también tricolor, artículos todos estos, al igual que la regadera y la pala roja de madera, que sus tíos Lupe y Carlos le habían regalado, pues tanto su madre como su abuela ni por equivocación llegaban a comprarle algún juguete. Ni a él ni tampoco a Pera.
A pesar de las semanas transcurridas al lado de su madre o precisamente debido a ello, Toñito añoraba Hamburgo 126, más que a la abuela en verdad, pero también seguido le asaltaba el recuerdo de sus tíos, de ellos, sí, y la nostalgia por ese tiempo vivido felizmente y ahora ido. Sufría, pues fue mucho lo que perdió.
Durante el tiempo que Esperanza Videgaray había permitido que frecuentaran ambas criaturas a los parientes de su ex marido, Carlos Tello y Guadalupe Ruiloba los recogían puntualmente a las once de la mañana del sábado en la entrada de Hamburgo 126, a donde previamente Jerónima o la nana Chayo o alguna otra sirvienta, e inclusive alguna vez la propia Esperanza, se habrían ocupado de que Pera estuviera presente una o dos horas antes de las once. Y también puntualmente, religiosamente, los tíos dejaban a los niños en la casona a las seis de la tarde del domingo.
Por obvias razones, desde el divorcio de Antonio Ruiloba y Esperanza Videgaray la comunicación entre ambas familias se quebró. Los tíos Carlos y Lupe, por imperiosa necesidad, sólo mantenían el diálogo con la abuela materna y excepcionalmente mediante recados a Esperanza Videgaray, a través de Pera, o del padre José Franco, de la Orden Misioneros del Espíritu Santo (quien por igual les sacaba dinero a los tíos y a la abuela), o inclusive del propio Joseph Mulayo, ajonjolí de todos los moles, al que no tragaban, pero lo tuvieron que aceptar como mensajero, toda vez que Antonio Ruiloba, desde Los Angeles y después de muchísimas misivas, convenció a su cuñado y a su hermana mayor de que el filipino era de fiar, ya que había sido su amigo en las buenas y en las malas. Quién sabe si era cierta o no tal suposición de Antonio, pues lo único comprobable, indiscutible, es que habían compartido muchísimas borracheras a lo largo de los años.
Bajo esas condiciones y valores entendidos, se realizaban los fines de semana, salvo cuando salían de viaje Esperanza o los tíos, las visitas de Pera y Toñito a casa del matrimonio Tello Ruiloba. Eran dos días de paz y felicidad, de vivir como la gente, con amor, alegría.
De entrada, el buen ánimo iniciaba al ingresar al Pontiac de los tíos, pues olía bonito, era una versión de lujo, alfombrado (además de los tapetes superpuestos) y tapizado, con radio, reloj y floreritos adheridos a los postes de las puertas. Nada le sonaba. Y el Ford era lo contario: apestaba a todo lo imaginable, era versión austera sin radio ni reloj, aunque jalaba bien, con el sonido propio de los autos fabricados para el trabajo duro.
También ayudaba la fragancia de los perfumes franceses, importados, que solía ponerse la tía Lupe, en vez de la Colonia Sanborn’s y la Crema ‘C’ de Ponds, de Esperanza Videgaray. Pero lo más importante de todo lo eran el trato respetuoso y el cariño de los tíos hacia sus sobrinos y, desde luego, entre ambos, que ya llevaban más de 25 años casados. Ni por equivocación se llegaba a oír una mala palabra o un grito. Todo era tersura, todo suavidad. El “por favor” y el “gracias” siempre estaban presentes. Al niño le llamaban Toñito Alfredo y a su hermana Esperancita. Y en correspondencia, las criaturas fueron sutil y dulcemente educadas u obligadas a llamarles respectivamente Tito y Tita, en lugar de tío y tía, que sólo eran para el resto, para los demás, fueran los Ruiloba o los Videgaray.
Por cierto, y en tratándose de los apelativos familiares, a todo mundo llamaba la atención que en las rarísimas ocasiones en que Toñito se dirigía a su madre, jamás le decía mamá, siempre le hablaba de forma impersonal o mediante el pronombre tú, de manera idéntica al tratamiento que Esperanza Videgaray daba su madre, Esperanza Salas.
Luego de recogerlos en la casa de su abuela materna, era la ida de cajón al Bosque de Chapultepec. Toñito y Pera sencillamente estallaban de alegría. Antes que nada los globos, una y hasta tres compras distintas, pues siempre se les iban al cielo o se desinflaban antes de tiempo. Acto seguido los algodones o los barquillos del carrito de helados, después la maquinita, a la que también se subía el tío Carlos, y para rematar, finalmente, con su infaltable chicharrón en la mano, la entrada al zoológico.
Las jaulas de los changos, los patios de los tigres, leones y elefantes, el estanque de los osos polares, las señoriales jirafas, la sección de ofidios, la de aves de rapiña, en fin, todo lo visitaban, todo lo admiraban. Se llenaban los ojos de vida animal, aunque fuera vida cautiva, por ello mismo truncada, y tal vez llegaban a pensar o a sentir que poco o nada los diferenciaba, pues ellos igualmente eran víctimas de un cautiverio y trunca tenían ya una existencia normal.
Entre las tres y las cuatro de la tarde llegaban al número 188 de la Calle Atlanta, en la Colonia Nochebuena, a cuatro cuadras de la Plaza México. La casa, pintada toda de blanco y con tejas rojas, con torreón y con herrería rebuscada en sus ventanas arqueadas, era una de las típicas residencias de arquitectura estilo californiano que estaban moda en los fraccionamientos desarrollados simultáneamente al sur y al norte de la Avenida Insurgentes. De ahí la similitud estética de dos colonias antípodas: la Del Valle y la Lindavista.
La casa de los tíos, si bien podría caber cuatro veces en la de la matriarca de los
Videgaray, no por ello dejaba de ser una casa grande, amén de una gran casa. Carlos y
Lupe la decoraron y enriquecieron personalmente, no como el general Videgaray y Esperanza Salas Gómez de la Torre, quienes contrataron a una compañía neoyorquina para decorar los interiores y amueblar la mansión de Hamburgo 126, pues realmente la cultura y el buen gusto no iba con ellos, todo lo arreglaban y solucionaban con dinero, mucho dinero.
La casa de Atlanta 188 contaba con una respetable pinacoteca con cuadros europeos de los siglos XVIII y XIX, particularmente holandeses, franceses y españoles, que los ancestros de Carlos Tello habían adquirido en el viejo continente a través de sus múltiples viajes allá. Se trataba de una familia radicada en Puebla desde 1850, muy rica, muy culta y que definitivamente eran coleccionistas profesionales de obras de arte. Por su parte, Guadalupe Ruiloba González Misa provenía de una familia española, también coleccionista, pero en mucho menor escala. Tal como su marido, contaba ella con un cultivado buen gusto y en un larguísimo viaje a Europa, que duró ocho meses, el matrimonio supo hacerse de exquisiteces francesas e italianas, que sabían exhibir de manera refinada.
Más que casa habitación, Atlanta 188 parecía un museo, un estuche de monerías. Los tíos vivían en función de sus cosas, no las cosas para placer o servicio de los tíos. Por ejemplo, para que ni la mínima partícula de polvo dañara al piano Bechstein de cola larga al que cubría un mantón de Manila, y que se hallaba en el vestíbulo de la residencia, mandaron tapar la chimenea. No sólo se selló su salida con un capelo de lámina, sino que todo el tiro fue rellenado de cemento. Y así, después de años de que su hogar fuera punto de reunión de las personas y proveedor de calor para un vestíbulo de amplias dimensiones, la pobre chimenea acabó como mera decoración. Como esas mujeres que se secan sin jugos que compartir. La casa, construida en 1941, alojó a una embajada sudamericana, hasta que en 1946 la adquirió Carlos Tello.
Pero eso no fue todo. Los jardines que la rodeaban fueron sustituidos por pisos de mosaico, para que así no se generaran insectos ni cualquier clase de bichos que pudieran introducirse a la casa. Y sin el mínimo respeto a su arquitectura de impecable estilo californiano, los balcones interiores que se asomaban de las habitaciones del segundo piso al vestíbulo fueron derruidos, para ganar espacio en los muros, que se revestían con pinturas de grandes dimensiones. Literalmente, hasta el último centímetro cuadrado de paredes y muros fue ocupado por los cuadros. También, para que la luz solar no los dañara, los grandes ventanales que la captaban y difundían sus rayos en el multicitado vestíbulo, fueron cubiertos con mayúsculos cortinajes que una vez que oscurecía eran removidos hasta que clareaba el siguiente día.
Y para que por igual maderas y telas no llegaran a ser víctimas de la polilla, bolsitas rojas de franela, repletas de bolitas de naftalina, había escondidas por docenas en todos los rincones de la casa. Naturalmente, el olor distintivo, el inconfundible olor de Atlanta 188, que llegaba hasta la calle y hacía que los transeúntes voltearan a ella por mandato imperioso de su olfato, era el de la ¡naftalina!
Y a ese mundo de orden, de gusto por las cosas bellas, tranquilo, sin sobresaltos, era al que se asomaban en radical y dramático contraste hebdomadariamente Pera y Toñito. Si las mañanas sabatinas eran maravillosas en Chapultepec, las tardes no les envidiaban nada. Tras la comida servida de inmediato cuando a las tres o cuatro de la tarde arribaban y que comprendía invariablemente primero la sopa aguada, luego la sopa seca, más dos guisados, para rematar con frutas, primero, y dulce, después, seguía todo el protocolo de asearse la boca, peinarse (a Toñito lo peinaba la tía Lupe de rayita y con limón para que quedara impecable)…..y ¡cambiarse de ropa!
Sí. La tía Lupe les tenía en Atlanta un guardarropa para salir, fino y a la última moda que dictaban las mejores tiendas para niños de la Ciudad de México. También se calzaban igualmente sus respectivos zapatos de charol, brillantes a más no poder. Y pareciera que eso era el colmo de la sofisticación o la frivolidad, pera la realidad era muy otra: Ni Esperanza Videgaray ni Esperanza Salas se preocupaban y mucho menos ocupaban de que los niños tuvieran algo que ponerse en buen estado. Siempre vestían ropa que ya les quedaba chica o estaba recosida más de una vez por Jerónima o por Chayo, a veces la traían rota o sucia o arrugada. O de plano tanta lavada y planchada habían hecho que ya diera de sí, que a todas luces se viera ya bien gastada. Ciertamente carecían de ropa presentable. Y no se diga de calzado, siempre andaban como su tío materno, Alfredo, en puras chanclas.
Junto con la ropa y el calzado, venían igualmente las alhajitas: sus respectivas cadenitas y medallitas de oro de veinticuatro quilates, con la imagen de la guadalupana en el anverso, y grabada en el reverso la leyenda: “De tus padrinos Lupita y Carlos que tanto te quieren”.
Carlos y Lupe llevaron a bautizar a ambos niños. A Pera, en condiciones de alegría, normales, típicas, con la presencia de sus padres Antonio Ruiloba y Esperanza
Videgaray, que tenían un año de casados en 1941; y a Toñito, en condiciones de amargura, anormales, atípicas, con la ausencia de ambos progenitores, que ya tenían meses de divorciados en 1946, y gracias a la intercesión del padre Franco y del Chino Joe, quienes lograron convencer a Esperanza de que condescendiera a la vehemente solicitud de Lupe y Carlos y les permitiera bautizar a Toñito. Además de que la criatura les despertaba cariño, ternura y compasión, pues había sido sietemesino, por lo cual se había pasado tres meses en una incubadora del Hospital Inglés entre la vida y la muerte, los tíos, más que católicos, eran verdaderos mochos.
Una vez acicalados y echando tiros de guapos y bien trajeados, los niños junto con sus tíos se iban al cine o al circo o a ver la iluminación del centro de la ciudad, fuera septiembre con sus fiestas patrias, fuera diciembre con las navidades. A más tardar regresaban a Atlanta como a las nueve de la noche, cenaban sus dos tazas de chocolate “Canónigos” o ya de perdida “Escudo de Orizaba”, los dos chocolates de mesa más caros del mercado, acompañadas de toda clase, para escoger, de olores, colores, formas y sabores confundidos en una auténtica canasta de bizcochos: chamucos, borrachos, chilindrinas, monjas, gendarmes, alamares, conchas, hojaldras, magdalenas, cocoles, orejas, besos, rejas, cuernos……..
Las cenas transcurrían en el más agradable de los ambientes, buscando los dos niños a toda costa atraer la atención de sus tíos para comentarles como discos rayados su opinión sobre las películas, o los payasos, o la iluminación, etcétera. A diferencia de las comidas, Toñito se comportaba siempre muy bien en las cenas. Durante las comidas, nunca fallaba: se guardaba en la boca el alimento sólido y jamás lo pasaba, hasta que una bola en el cachete estaba a punto de estallar. Si no se le concedía su capricho no se tragaba nada: que una sirvienta lo llevara, o de preferencia el mozo Samuel, a la cochera a ver, sentado unos cinco minutos en un banquito, el carro de la casa (el Pontiac y antes de éste, un Cadillac negro, con sus llantas de cara blanca y una impresionante parrilla).
Terminada la cena, su tía les ponía sus piyamas (parte también del guardarropa que les había comprado), les platicaba lo que iban a hacer al día siguiente, domingo (que siempre era lo mismo), los bendecía y junto con Carlos les daba su beso de las buenas noches, primero a Pera y luego a Toñito. Los hermanitos dormían solos, cada uno en una recámara. Si algo sobraba en Atlanta 188, eran recámaras. Eran cuatro y los tíos no tenían hijos.
El domingo no les resultaba a los niños muy alegre, pero tampoco era un desastre. Después del desayuno, la ida a la misa, donde se aburrían a más no poder, y sólo encontraban el pequeño gusto de que les compraran a la salida, con los vendedores que siempre ofrecían diversa mercancía, juguetitos de todo tipo. Para Toñito, carritos, luchadores, pistolas de agua, trompos, baleros, yo-yos. Para Pera, muñequitas, cocinitas, juegos de té, ollas, cacerolitas, figurines de vestidos de papel para recortar y vestir a las muñecas de cartoncillo.
Tras ello regresaban a la casa y accedían a lo más esperado: ¡los juguetes!, ¡sí!, ¡pero los de verdad! Toda la semana permanecían celosamente guardados y hasta el mediodía del domingo se los sacaban para jugar, toda vez que se habían puesto nuevamente la ropa con la que habían salido de Hamburgo 126, para no ensuciar ni “echar a perder la buena”, como decía la tía Lupe. El triciclo, el tren eléctrico, soldados franceses de la época de Napoleón con todo y sus cañones, o americanos y alemanes de la Segunda Guerra Mundial con sus ambulancias, tanques, helicópteros y aviones, volvían loco a Toñito, al que nunca le alcanzaba el tiempo de jugar con todos. Mientras que Pera sacaba a “pasear” a alguna de sus diez o más muñecas o hacía la “comidita” en su batería de cocina de aluminio reluciente, o también se montaba en su triciclo o jugaba en su fabulosa casita de muñecas.
Ese día sí comían lo más rápido que podían, para zafarse de la mesa y como desesperados que buscan agua en el desierto, irse otra vez sobre los juguetes antes de que dieran las cuatro y media de la tarde, momento en el cual debían de recoger y guardar todo su regadero y luego soplarse la clase de catecismo de la tía Lupe, para regresar a Hamburgo 126 en punto de las seis de la tarde.
Los tíos rehuían cualquier conflicto con Esperanza. Por eso mismo habían instruido una y mil veces a los niños a que guardaran en el más absoluto de los secretos lo de sus medallitas de oro, lo de su guardarropa, los zapatos de charol y los juguetes caros comprados en la “Juguetería ARA”. Sólo podían llevarse con ellos las baratijas que les compraban afuera de las iglesias o a los vendedores en Chapultepec o los juguetes más o menos baratos que provenían de alguna de las “Dulcerías Larín”, como la regadera, la palita roja de madera, el casco, la espada y el tambor de Toñito, o un bebé de Pera, al que mediante una mamila se le daba a “beber” agua que luego salía por un orificio en la entrepierna, por lo que había que “cambiarle los pañales”, o una plancha que al deslizarse sobre la ropa, “planchándola”, emitía una tonadilla muy pegajosa.
-Tita, ¿y por qué la ropa bonita que nos compraron mi Tito y tú no nos la podemos llevar puesta?, preguntó Toñito en alguna ocasión, intrigado por tal absurdo.
-¡Sí Tita, por favor, nos la queremos llevar!, apoyó Pera a su hermano, pues le pareció una solicitud sensata.
-¡No!, contestó tajante la tía Lupe, para proceder en un más suave tono de voz a explicarles que su madre y su abuela eran muy ricas y tenían mucho dinero, y que se les malacostumbraría a que no asumieran su responsabilidad, pues de por sí eran muy avaras, muy “codas”.
Tenía toda la razón del mundo. A leperada y media, durante sus borracheras, Esperanza solía recriminar a la pobre Pera: “¡Pinche cabrona!, ¿cuándo le vas a decir a la puta Lupe que te compre ropa, si al pendejo del Carlitos le ha sacado todo el dinero del mundo para los muertos de hambre Ruiloba?, ¡que no se haga pendeja!, ¿por qué tengo que pagar todo yo, si su pinche hermano fue el que te engendró, el que me metió la verga?”. Y la abuela, por su parte, colmilluda y mesuradamente le decía a Toñito: “¿No se han fijado tus padrinos cómo se te salen los dedos en la punta de los calcetines? Deberías enseñárselos, a ver si te compran, ya te hacen falta”.
Lo cierto es que Pera y Toñito tenían y vivían dos vidas, sufrían partidos entre dos realidades, hasta el infausto lunes 13 de junio de 1952. Infortunado para ellos y sus padrinos.