La sorda dictadura de la normalidad

Es el  nolugar más misterioso. Y como el agua, a nada sabe, no tiene color ni despide aroma alguno. La suma de sus incontables elementos siempre da cero como resultado final. Con ustedes, la normalidad, un concepto vacío donde se neutralizan todos los conflictos sociales habidos y por haber. La normalidad: centro neurálgico de la homologación o certificación de todas las rutinas posibles y sumidero de control de todos los sueños imposibles.

Se trata de un gigantesco organismo con alma de máquina perfecta y definitiva, pura biología reducida a masa y movimiento, el mecanismo más silencioso y menos empático jamás puesto en marcha por la cultura humana. De regularidad insobornable y automatización absoluta. No precisa de leyes escritas porque su nexo entre burbujas o átomos individuales viene marcado por los usos cotidianos, los prejuicios históricos y las costumbres sociales inveteradas.

Vive de la muda autocensura y se agranda y consolida a través de las tendencias y modas que van abriéndose paso merced a la inercia social y la imitación constante. Solo en casos excepcionales, a causa de las desviaciones graves susceptibles de desencadenar peligros inminentes a la estructura de la normalidad, las leyes entran en acción con el fin de atajar o suprimir daños mayores en su aparato reproductor de rutinas, tendencias y modas masivas.

A la normalidad únicamente se puede acceder por medio de metáforas. Semeja dos líneas paralelas que sirven de topes o tolerancias psícológicas para el discurrir de la vida colectiva. Lo normal es lo que sucede, acontece o se expresa en el interior de estas lindes difusas, inaprensibles e indistinguibles a simple vista.

Los topes antes aludidos son flexibles, permitiendo que la propia normalidad haga vástago natural suyo a “lo que se sale de la norma”, que no es más que la tensión latente (o placenta energética) que insufla aliento al devenir de su trayectoria histórica. La normalidad se nutre de los propios monstruos que ella misma engendra. Monstruos-tipo como el malo radical, la víctima inocente y el héroe asexuado.

El malo radical o chivo expiatorio se manifiesta en roles revolucionarios, terroristas, de marginalidad o de pobreza en sus  distintas acepciones contextuales y operativas. Estos papeles mantienen, fijan y conducen la agresividad de la masa en unos objetivos concretos o dianas reconocibles a larga distancia; saber quienes son los enemigos hace que los anticuerpos sepan dirigir sus misiles de autodefensa con tino milimétrico.

Por su parte, la víctima inocente se torna real en “cuerpos preconstituidos o entes desvalidos” de mujeres, ancianos, infantes y personas con discapacidades intelectuales y físicas muy acusadas. El reconocimiento de estos papeles es fundamental para canalizar las emociones sociales hacia metas que no pongan en solfa el todo del edificio sociopolítico de la normalidad ni sus relaciones conservadoras de poder o hegemonía vertical.

El tercer monstruo es el héroe clásico, el prototipo positivo a seguir y emular en las actividades regladas y cívicas de la vida diaria. Artistas, científicos y políticos son los iconos santo y seña predilectos de este Olimpo tan sui géneris. A este pedestal simbólico también pueden encaramarse figuras de notoriedad pasajera que oxigenan y ofrecen frescura y vitalidad extra a la actualidad anodina de la normalidad estructural. Son golosinas que rompen el círculo infernal del aburrimiento de la normalidad institucionalizada.

La inmensa masa de la normalidad provoca digestiones y evoluciones biológicas y genéticas extremadamente lentas y pesadas. De hecho, una sola generación no es suficiente para observar cambios significativos en su dura epidermis sociológica.

Sin embargo, continuando con los útiles metafóricos para conocer algo de su escurridizo ser, la normalidad, que precisa de innumerables reacciones y decantaciones anónimas para llegar a ser lo que es, se advierte en funcionamiento mediante fenómenos que por analogía dan fe de su existencia cierta: la lluvia, el fuego y  el viento.

Lluvia es su estado habitual, cuando se cierra sobre sí misma en la seguridad de su andar cansino. Así va cumpliendo con sus objetivos domésticos de modo desapasionado y profesional, sin alteraciones especiales en su discurrir existencial. Todo sucede en el espejo fiel de la programación fría y matemática: el determinismo fatalista de África, la sosa y nihilista posmodernidad y el capitalismo neoliberal son ejemplos de esta cortina de lluvia cegadora, circular y pobre de la normalidad hogareña en zapatillas y romo pensamiento creativo.

No obstante, hay momentos en los que la dinámica prevista y previsible se enreda en sus propias inercias y arrasa con todo. La normalidad, presa de una locura repentina, sin líderes ni autorreferencias ni destino ni propósito, se convierte en fuego abrasador y fuga redentora. De las brasas y las cenizas surge una normalidad clónica y homóloga a la anterior, con idéntica memoria y maneras de gestionar su modus operandi. La ciencia inmoral de la bomba atómica, el imperialismo avasallador de Roma y USA, la esclavitud y explotación laboral, Hitler y el fascismo son hitos de esta enajenación brutal de la pasiva normalidad de cada día.

Una tercera versión de la estructura de hecho que estamos analizando aquí se refiere a la normalidad-viento, instantes de desavenencia radical múltiple o ruptura donde su conciencia acumula tensiones hasta un punto de temperatura crítica de implosión o búsqueda urgente de nuevos horizontes. La normalidad, en su potencialidad fáctica de viento, adopta una fórmula abierta y democrática: los elementos se agrupan por afinidades e intereses sectoriales entablando diálogo entre sí. Son los individuos icónicos señalados en párrafos precedentes, el malo, la víctima y el héroe, que han trastocado y confundido sus valores éticos performativos en un escenario original de mutuo enriquecimiento y sincera discordia.

Ese discurso a varias bandas suele aportar sangre nueva a la vieja normalidad, impulsando con bríos renovados las velas que empujan su navegación desde hace miles de años. La filosofía griega, el primer cristianismo de las catacumbas, la singularidad y pequeñez grandiosa y excepcional de Cuba y Marx pueden citarse como epítomes señeras de la normalidad en su advocación transformadora de viento que inaugura normalidades transgresoras de nuevo cuño.

A pesar de ello, la normalidad que sobreviene de los vientos saludables o huracanados, aun cualitativamente mejorada, irá diluyendo en su cuerpo las viandas conceptuales recién deglutidas para apuntalar una estructura que, por vicio, corrupción o erosión de sus principios,  precipitará otra normalidad con un amor propio desmesurado: toda normalidad, en su fase de madurez, alcanza por sí misma una querencia de tal naturaleza extrema a la mencionada.

De toda normalidad nace un esquema de rutinas, tendencias y modas singulares e intransferibles, de única e irreversible lectura. Es el orden frente al caos de los periodos de transición. Escapar de la normalidad y volver a ella es el código de barras binario que posibilita la correcta lectura de la sorda dictadura de la normalidad histórica.

La normalidad ahorma conciencias, actitudes y formas de pensar, provocando la neutralización de contrarios dentro de un orden previamente establecido por convenciones culturales, controles políticos e interpretaciones ideológicas dominantes inscritas en el binomio poder-súbdito (o ciudadano si así se prefiere).

La normalidad es una institución humana casi invisible que condiciona todos los avatares del complejo devenir histórico. Escapar de la normalidad siempre resulta factible, pero más tarde o más temprano se vuelve a otra nueva-vieja normalidad. Lo importante estriba en conocer en qué ola metafórica estamos cabalgando hoy mismo: lluvia, fuego o viento. La política auténtica (de izquierdas) es precisamente eso: determinar el momento exacto y dinámico del ahora, viendo de dónde venimos y construyendo dialécticamente el adónde queremos o pretendemos ir. Sin voluntad política de ruptura con la normalidad factual vigente, toda acción morirá en sus propios orígenes o esquemas teóricos. La normalidad es como un buque insignia majestuoso y fatuo: su vanidad insufrible puede con (casi) todo.

 

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