La sociedad del (DES)conocimiento

Hay que desaprender lo aprendido para saber que la armonía de lo invisible es mayor que la de lo visible.

Heráclito

El otro día, hablando con una joven inteligente y crítica (mi hija en concreto) surgió el tema de la inteligencia artificial. Mi punto de vista es que es algo imposible de alcanzar, salvo que lo que se denomine inteligencia sea una simple acumulación de información y no lo que creo que es la inteligencia humana: la relación entre informaciones y sensaciones ajenas y propias que, unidas al lenguaje, proporcionan una capacidad de reacción y evolución que implica todo el existir del que utiliza su mente en la promoción de la propia vida y, por extensión, en la de la sociedad y especie a la que pertenece.

La juventud posee una característica inapreciable: su inexperiencia parece alejarla de la sabiduría, pero su capacidad de adaptación y renovación abre nuevas puertas a la sabiduría, esa anciana en permanente cambio que todo lo asume y todo lo cuestiona.

Ella, mi hija, corrigió mi enfoque, que ya conocía desde hacía años porque nuestras conversaciones abiertas, sinceras, divertidas y apasionadas, comenzaron cuando ella tenía tres años (entonces entreveradas de risas, cuentos, juegos y caricias) y nunca se han interrumpido desde aquellos hermosos días. Ella afirmó con naturalidad que la inteligencia artificial existirá algún día no porque la evolución tecnológica sea capaz de alcanzarla sino porque la forma de la inteligencia humana se adaptará a la de las máquinas y llegarán a converger por acercamiento desde los dos ámbitos, el humano y el tecnológico.

Vamos a olvidar la parte aterradora que de inmediato se me vino a la cabeza, tras disfrutar una vez más de su concepción del mundo y su capacidad de análisis, y vamos a centrarnos en lo que esa constatación de la realidad del mundo actual, y profecía de lo que va a venir, tienen de interesante y de posible base para seguir construyendo el mundo, nuestro mundo.

Se dice que vivimos en la sociedad del conocimiento pero ¿qué es conocimiento? ¿Saber un dato, el que sea o, por ejemplo, filtrarlo con la desconfianza sobre que una única fuente pudiera no ser fiable e intentar contrastar, en consecuencia, con otras fuentes la exactitud del dato?

Una famosa anécdota contrastada relata cómo un porcentaje pequeño pero real de alumnos de bachillerato responden a la pregunta de qué o quién es Cervantes con la respuesta “un premio”. Es evidente que los que así responden poseen el conocimiento de las búsquedas en la red y la incapacidad de conceptualizar lo que la red ofrece. Podría ocurrir que esa anécdota llegue a convertirse en regla si se generaliza la falta de incorporación de datos al acervo personal gracias a la delegación cada día más acusada que se está haciendo de las propias capacidades en máquinas especializadas: el cálculo matemático delegado en calculadoras; la capacidad de orientación delegada en máquinas que hablan sobre calles y lugares; la situación general de hechos históricos delegada en la respuesta de enciclopedias virtuales que ni siquiera se leen, de las que se extraen datos sueltos e inconexos que no conforman un acercamiento a lo que fuimos y a lo que somos.

Hace tiempo que los sabios especializados que aún quedan por el mundo, conocedores y difusores de eso que se suele denominar “cultura”, han empezado a incluir en sus conferencias y ensayos, aclaraciones que hasta hace no muchos años parecían innecesarias al común de los humanos. Casos como, cuando se cita a Shakespeare, aclarar junto a su nombre “dramaturgo inglés”, o cuando se cita Hamlet, añadir un “obra del dramaturgo inglés Shakespeare”.

Se llama sociedad del conocimiento a la que, como la nuestra, dispone de una herramienta formidable de información, como es la red de redes, en la que se puede encontrar lo que parece es el conjunto de todo; se puede aunque no se acceda a ello, aunque no cumpla la función de ir armando un puzle de posibilidad de acercamiento a la sabiduría, aunque se emplee en muchas ocasiones más para desaprender que para aprender, para frenar la posibilidad del desarrollo personal más que para alejar sus limitaciones.

La interacción con la realidad a través de la red, debido a la implementación de tecnologías aparentemente facilitadoras, cada día es menor, es decir, el que hace búsquedas en la red delega lo que su mente podría filtrar o aportar respecto de su búsqueda en lo que el buscador ofrece, cortando de esa forma el paso al conocimiento propio y dejando el conocimiento personal, que pierde su capacidad de apropiación, en manos externas y ni siquiera humanas.

En el caso extremo, el hábito de lo que comento podría llevar a que, por ejemplo, cada vez que deseemos saber cómo se llama una flor de la que ya habíamos buscado su nombre en otras ocasiones, lo busquemos de nuevo porque la capacidad de apropiación del conocimiento haya sido anulada casi completamente. Y con ello se habría cerrado el camino a la sabiduría que solo empieza a desarrollarse cuando la incorporación de los conocimientos a la propia persona se ha hecho tan parte intrínseca del que conoce que necesita acceder al conocimiento de la interacción de los conocimientos, y a la asunción de la propia limitación como puerta abierta a una nueva realidad integradora con todo lo que existe, existió y puede o pudiera existir.

Los extremos no explican lo real, pero sirven de metáfora de lo que deseamos se cumpla o de lo que deseamos no se consiga. ¿Queremos que las máquinas nos sustituyan o que nos agranden las posibilidades, las nuestras, no las suyas, las que han permitido que las propias máquinas se desarrollen para facilitar la vida, no para hundirla en un pozo ciego y cómodo que nos quita el aire de la vida, el aire del riesgo y la novedad de la reinvención de la misma, único sentido posible de lo que se puede  considerar vida? El invento de la rueda permitió hace milenios que lleguemos hasta donde estamos. ¿Nos cambió, somos otros? No hay respuesta, pero sí sabemos que no cercenó la capacidad de andar y correr, que seguimos poseyendo esa característica que nos permite, en paralelo a la rueda, responder a múltiples necesidades y sentir que seguimos siendo humanos.

¿Somos simios tecnológicos? No, imposible, porque el lenguaje articulado y escrito nos modela de tal forma que podemos incluso inventar nuestra propia forma. ¿Podría la tecnología sustituir al lenguaje? Podría ocurrir, pero con ello nuestra capacidad de supervivencia evolucionada, aquello que se refleja en una fórmula matemática, en una obra de arte, o en un principio de la física, desaparecería. Podríamos ser otra especie aunque no mejor que la que somos desde hace unos cinco mil años.

Somos una especie tecnológica y eso nos permite desarrollos que ningún otro animal puede alcanzar, pero si la tecnología llegara a ponerse por delante de nuestras funciones exclusivas (la lengua y el pensamiento) acabaríamos con todo lo que la propia tecnología nos proporciona y con eso que somos y que siempre quedará por definir, aunque existan máquinas capaces de almacenar y analizar más datos que los que, aparentemente, maneja la mente humana.

Quisiera terminar recordando que una vidriera gótica es el resultado de la aplicación de una depurada tecnología, pero la luz que proporciona al interior de una catedral posee otras dimensiones que las puramente tecnológicas y prácticas. Dejemos que la luz continúe iluminando nuestras mejoras prácticas, acciones y formas de estar unidos, incluso que sirva de acicate a la creatividad, algo que no exige necesariamente una avanzada tecnología pero sí un avanzado desarrollo de la lengua, el pensamiento y la sensación.

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