La sala estaba abarrotada de gente.
Tímidamente asomé la cabeza por una de las puertas laterales y me quedé boquiabierto: todos los asistentes vestían una indumentaria impecable, clásica. Las señoras lucían sus mejores alhajas por encima de esos caros vestidos (que rescataron del fondo de los armarios)…, esos que guardan para las ocasiones especiales. Los señores competían en el estampado, grosor y destreza de colocación de sus respectivas corbatas. Un acomodador me vio en la puerta y se acercó con cara de comprensible enojo. “Lo siento, señor, pero no se puede entrar en la sala con vaqueros y playeras. Haga el favor de retirarse”. Y me fui a casa.
Al día siguiente, la prensa no tuvo piedad conmigo. “El conferenciante que ayer tenía que impartir la charla, no se presentó al acto y no dio ningún tipo de explicaciones”.