La realidad y el inmenso poder de la palabra

El ser humano es pura palabra. Desde que adquirió el lenguaje, todo su entorno se transformó radicalmente. Palabras, discurso, relato… El poder se ejerce desde la palabra dicha o escrita; el discurso construye la realidad en la que vivimos.

Dicen los expertos que el lenguaje nació en comunidad, de la necesidad de comunicación social. La evolución dispuso que la palabra fuera un factor determinante en el domino del hombre sobre el resto de la especies, pero también sirvió para establecer distinciones cualitativas entre unos humanos y otros.

Junto al lenguaje, reír y mentir son aspectos bioculturales que nos hacen diferentes en el reino animal. La risa provoca empatía y seducción y la falsedad convierte a los otros en instrumentos de nuestros propios intereses. Por tanto, la palabra tiene modificantes que pueden tergiversar el sentido profundo de un discurso o relato.

La democracia no es más que un procedimiento estructurado de turnos de palabra. Sin colorantes ideológicos, la democracia debería ser un lugar vacío al que pudiera tener acceso cualquiera para hablar en completa libertad. Los demás, mientras tanto, a escuchar. Después de cada orador, la democracia tendría que volver a sus orígenes de vacío absoluto. La serie sería como sigue: orador, vacío, segundo interviniente, diálogo, oposición, matización, crítica, consenso, vacío, tercer orador… Al final de cada palabra, otra vez el vacío silencioso.

Nadie puede ocupar la democracia para sí. Sin embargo, en el teatro político, nada sucede de la manera reseñada. El proceso está viciado de raíz, llevando la voz cantante el discurso más repetido y viral, que suele coincidir siempre con el interés de la clase o grupo hegemónico.

Craso error el de aquellos que creen o consideran que la palabra solo tiene sede en los parlamentos o congresos de diputados. Se trata de una falacia muy extendida, un axioma muy difícil de rebatir porque los escaños, en teoría, se reservan a los representantes políticos libremente elegidos por los votos depositados en las urnas. Esta sanción a través del sufragio individual es casi inatacable.

La palabra y el discurso dictan el voto “democrático” de mil modos sutiles. En los regímenes occidentales regidos por el capitalismo se parte de un hecho incontrovertible: los medios de comunicación dirigidos a las masas representan mayoritariamente los intereses de la clase propietaria. Y los mass media votan todos los días a favor de sí mismos, esto es, de los partidos procapitalistas que, a su vez, son testaferros de los empresarios, de los bancos y del mercado anónimo financiero.

Cada titular o editorial de los principales voceros mediáticos “vota” por los intereses del poder establecido. Los matices y ficticia pluralidad que acogen en sus páginas o programas también sirven a la misma causa, trasladando a la opinión pública un debate estético de ideas franco y sin tapujos en apariencia.

La mayoría demográfica y social está compuesta de trabajadores, pobres, pensionistas y marginados. ¿Cómo es posible entonces que esa inmensidad ciudadana no se plasme en las urnas a favor de sus propios y legítimos intereses? La respuesta directa resulta obvia y evidente: porque su voz no se escucha en el “vacío” democrático, que está ocupado permanentemente por la palabra de la clase dominante.

En democracia, lo que no se ve o escucha no existe a efectos prácticos. La libertad de expresión personal de nada sirve si la palabra colectiva, de clase o comunitaria no puede oírse en la plaza pública sin intermediarios ni interferencias ideológicas. Lo que no sale o se registra en los mass media más poderosos en vivo y en directo (sin interpretaciones añadidas de terceros), no tiene capacidad de influir en la ciudadanía.

Las derechas y la clase propietaria ejercen el sufragio universal solapado de forma constante, ininterrumpidamente. Suyos son los medios de comunicación, agentes que conforman la opinión pública de manera soterrada y repetitiva. Los trabajadores y el pueblo llano, únicamente votan cuando son requeridos a consultas periódicas.

Nunca es neutral el discurso ni el relato de cualquier hecho, actual o histórico. La objetividad de la palabra, aun cuando pretenda ser sincera, se dispara contaminada desde cualquier emisor por sus intereses, anhelos, frustraciones, emociones, sentimientos, contexto ambiental e idiosincrasia privada. Y, por supuesto, tienen mayor capacidad de éxito o de influencia las palabras que se acogen, o son aceptadas como políticamente correctas y pertinentes, a la resonancia mediática del poder establecido.

Comer, reproducirse y comunicarse son necesidades básicas del ser humano moderno. Las tres, ensambladas dialécticamente, producen el discurso social y político, la realidad cultural que habitamos.

De esa tríada de imperiosas necesidades y sus múltiples y complejas combinaciones nace la voluntad de poder que se expresa en la palabra política. Estamos ante una voluntad de poder que se inscribe en un caminar por la historia, un relato concreto que en el mundo contemporáneo está regido por presupuestos capitalistas.

Dos discursos contradictorios se enfrentan en las democracias capitalistas: la clase minoritaria dominante que tiene el altavoz mediático a su servicio y la mayoritaria que tiene que trabajar para poder comer, intentar reproducirse con éxito y comunicarse socialmente.

Esa clase mayoritaria, subsidiaria y subalterna de la ideología hegemónica, se divide en tendencias, opiniones y segmentos muy dispares para no reconocerse a sí misma como clase en disputa y conflicto con la clase propietaria. Asistimos a una pluralidad ficticia, creada ad hoc, para dividir la fuerza de la palabra colectiva de asalariados, pobres, emigrantes, mujeres y minorías étnicas y sexuales.

Tal palabra fracturada construye una realidad multifactorial que juega a favor del statu quo. Tantas palabras disueltas, deja que el “vacío” democrático siempre esté plagado de ruidos artificiales y gritos extemporáneos, que son perfectamente deglutidos y asimilados por el relato ideológico preeminente de las clase altas dirigentes.

La palabra solitaria que se dice en el desierto de la soledad solipsista es palabra muerta, inútil, sin historia. Solo hacen discurso potente las palabras que se unen y se reconocen en una voz dialéctica, crítica,  solidaria y participativa. No obstante, un aviso para navegantes y exégetas de lo simple: sin sujeto histórico no existe palabra con futuro. Los populismos que replican lo que se dice en la calle no crean discursos nuevos, solo se dejan llevar por el viento de lo efímero.

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