La gracia del indulto

Carlos Fabra Carreras, el hombre que lo fue todo en Castellón: condenado a cuatro años de cárcel por defraudar 700 000 euros a Hacienda. José Ortega Cano, condenado a dos años, seis meses y un día de prisión por un delito de homicidio imprudente y conducción temeraria. Ambos tienen una cosa en común: la desfachatez de haber pedido el indulto, cuando es obvio que no se lo merecen (al torero ya le ha sido denegado): uno ha robado a conciencia el dinero de todos, y otro ha matado a una persona, un mal sin remedio. Esto me recuerda un caso no muy lejano: cuando el Tribunal Supremo declaró nulo el indulto concedido por el Gobierno a Ramón Jorge Ríos Salgado. El nombre no me decía nada hasta que leí su alias: el conductor kamikaze, que mató a otro automovilista en Valencia. Por curiosidad, miré hace unos meses cuánta gente ha recibido el indulto en España: casi 18.000 desde el restablecimiento de la democracia. Solamente Isabel Pantoja parece tener la dignidad de no pedirlo.

La alegría de saber que un delito así no va a quedar impune solo la superó mi sorpresa cuando supe que el Consejo de Ministros se atrevía a ejercer el derecho de gracia sobre semejante individuo en contra del criterio del tribunal que lo juzgó y del fiscal. ¿Cómo puede pasar esto? ¿El perdón no tiene límite? Continué mi pequeña investigación y encontré la ley que regula el indulto, nada menos que de ¡1870! Esta normativa es, además de un anacronismo que nadie se ha molestado en actualizar, un cajón desastre. Da igual que le hayas robado una gallina al vecino o que hayas torturado a un detenido; es lo mismo si estafas a una anciana que si le pegas un tiro en la nuca a otro que piensa diferente a ti. ¡Pídele perdón al Gobierno! Que tarde o temprano (más bien tarde, para no descompasar con el ritmo de la Justicia).

El mecanismo del indulto es el gran problema. No son los jueces ni una oficina especializada, como en otros países, quienes lo conceden, sino el Ejecutivo (¿pero no había separación de poderes?). Así, no es de extrañar que casos como el de este kamikaze –cuyo abogado trabaja en el mismo despacho que el hijo del ya ex ministro Gallardón– o el corrupto banquero Alfredo Saénz reciban el perdón gubernamental.

Me niego a que el indulto sea algo arbitrario, politizado e injustificado. Me niego a que salga en el BOE de tapadillo, sin explicación de por qué se otorga. Me niego a un perdón antidemocrático. Para que un indulto sea tal, me hacen falta tres cosas que no siempre aparecen: arrepentimiento; el perdón de las víctimas y un peritaje psicológico que certifique que la persona puede reintegrarse en la sociedad. Debería tenerse en cuenta también la voluntad de reparar el daño causado (algo imposible cuando hay resultado de muerte). Y, desde luego, si la víctima es la sociedad, que cumplan hasta el último día de condena, porque lo contrario es fomentar la mala conducta de los cargos públicos. Malversadores, prevaricadores y corruptos en general no deben ser indultados si queremos que el derecho de gracia sea algo serio.

 

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