Las horas huecas - Capítulo 2

Una vez que salieron de Sanborn’s la abuela y sus dos nietos, se dirigieron a la casona donde ya los esperaban Ana Videgaray Salas y sus dos hijos, Nachín y Ana Rita. El primero ya era un adolescente de 16 años y su hermana andaba en los 12. Su padre, divorciado de Ana cinco años atrás, era el arquitecto Ignacio Calero Topete. Parrandero y borracho, radicaba en Caracas, Venezuela, donde era contratista del régimen del dictador Marcos Pérez Jiménez.

Los nietos Ruiloba Videgaray y Calero Videgaray realmente no se llevaban mucho entre sí, sea que el mayor de los cuatro, Ignacio (Nachín), simplemente le llevaba diez años al menor (Toñito), sea que Ana Rita y Pera no coincidían absolutamente en nada y eran extensiones naturales de sus madres, Ana y Esperanza, que tampoco se profesaban un amor fraternal. Ana fue la segunda hija del matrimonio Videgaray-Salas y Esperanza la última. Ana nació en la Ciudad de México en 1908 y Esperanza cuatro años después en París, Francia, durante el viaje del general Videgaray a Europa, para cobrar el “gordo” de la lotería en Madrid.

Tras un frío saludo entre Ana y su madre Esperanza Salas y los besos de compromiso de Nachín y Ana Rita a su abuela, las dos mujeres se introdujeron al despacho y los cuatro nietos se quedaron en una de las salas, sentados, mirándose unos a otros sin mediar palabra. Al cabo de un rato la matriarca y la gordísima Ana (quien diluía sus problemas a través de la alimentación compulsiva, mientras que su hermana los derivaba al alcoholismo) salieron del despacho y la abuela ordenó a todos abordar el Chevrolet de su hija, luego de anunciarles el motivo, que cayó como balde de agua fría a los hijos de Esperanza Videgaray: vamos a llevar a Pera y Toñito con su mamá, que ya los está esperando en casa del filipino.

Un mozo abrió la alta verja de la casona. Lentamente, irremediablemente, fatalmente, cada una de las dos hojas de la tremenda puerta se fueron deslizando sobre sus respectivos rieles semicirculares, hasta propiciar el espacio suficiente para que el Chevrolet negro pudiera cruzar. Una vez afuera de la casa, el auto enfiló a la izquierda por la Calle de Hamburgo hasta topar con la Avenida Florencia, donde dio vuelta a la derecha para llegar a la gasolinera ubicada en la esquina de Florencia y la lateral del Paseo de la Reforma. Mientras el carro se tragaba litro tras litro de Supermexolina, Toñito, sentado con los demás niños en el asiento trasero del automóvil, miraba absorto el enorme emblema del Pemex de los años cuarenta y cincuenta: un simpático charrito panzón, con las piernas arqueadas, ensombrerado y con una reata en todo lo alto. Ese anuncio le llamaba mucho la atención a Toñito, sobre todo de noche, cuando el juego de la luz blanca de neón figuraba el movimiento hacia abajo y hacia arriba de la reata y del brazo derecho.

Pera y su hermanito verdaderamente deseaban que el tiempo se detuviera, se congelara o al menos se retardara; que la tía Ana no encontrara la billetera, a pesar de que sus gordas manos se habían clavado hasta las profundidades de su bolso blanco para buscarla; o que su abultado vientre impidiera que el volante se moviera; anhelaban de todo corazón que el auto, en vez de ya tomar velozmente el Paseo de la Reforma hacia las Lomas de Chapultepec, diera vueltas incesantes, rodeara infinitamente la glorieta del Angel de la Independencia. Sus deseos, sus anhelos, sus esperanzas fantasiosas, quedaron, sin embargo, en sólo eso: deseos, anhelos, esperanzas….

Uno a uno fueron desfilando ante su vista los mojones urbanos creados por ellos en su pensamiento para distinguir y medir un camino tantas veces antes recorrido: la ruta hacia la casa del filipino. Así, el cine Chapultepec, los leones a la entrada del zoológico, el Auditorio Nacional, la glorieta de Pemex, el restaurant Las Chalupas, la bella casona de la embajada argentina, el Dairy Queen, fueron marcando el camino hacia lo inevitable.

Uno a uno también vieron con tristeza cómo el auto de Ana dejaba atrás los camiones de pasajeros que transitaban por todo el Paseo de la Reforma, desde su inicio en la glorieta del “Caballito” (así llamada popularmente por asentarse en ella una hermosa escultura ecuestre de Manuel Tolsá), hasta su término en la entrada a la carretera a Toluca. Camiones estos a donde tantas veces habían subido y que eran verdadera clasificación social: en los de primera clase, con cómodos asientos individuales, donde costaba el pasaje treinta centavos, y que eran de color café con una cenefa azul hacia la mitad de toda su carrocería, viajaban hombres vestidos de traje, corbata y sombrero de fieltro y mujeres bien retocadas con trajes o vestidos de calle; y en los de segunda, con duras bancas corridas, donde el boleto costaba veinte centavos, y que eran verde claro con cenefa blanca, un mar de sombreros de palma cubría las cabezas de hombres de humildes vestimentas, mientras que mayormente trenzas y rebozos adornaban testa y tronco de las mujeres. El ingreso a las Lomas de Chapultepec los niños lo notaron también por la aparición cada vez más frecuente en las banquetas, de los uniformes azul claro y rosa pálido, con blancos y almidonados delantales, de las sirvientas, que así reservaban los de azul marino sólo para las grandes ocasiones.

Veinte minutos después de haber cargado gasolina, el auto entroncó la Calle Montañas Rocallosas Oriente, bajó por ella hasta la de Mayorga y detuvo su marcha frente al número 105, en la mera esquina con la Calle Diego Fernández de Córdoba.

En ese edificio con bay windows, muy al estilo de San Francisco, California, vivía en el segundo piso, en el departamento 201, el famoso filipino. Se llamaba José Mulayo, pero desde siempre todo mundo lo conocía, y lo nombraba, como el Chino, Joseph o Joe, sobre todo. Joe para acá y Joe para allá. Tenía el pelo cenizo, frisaba los 65 años, alto y muy delgado, con los ojos rasgados, pómulos prominentes, fumaba pipa o cigarros Delicados y diario se emborrachaba con una botella entera de Bacardí, ron con el cual sazonaba cualquier platillo que cocinara, se justificara o no.

Joe era majadero, lépero a más no poder, irrespetuoso con cualquier persona, y cuando ya dormía “la mona”, invariablemente le escurrían desde las fosas nasales hasta el pecho sendas líneas paralelas de mocos verdes y blancos, gelatinosos. Verlo provocaba vómito. Eso sí, siempre vestía saco sport, camisa de lana a cuadros y corbata de moño. Su calzado y ropa eran indistintamente ingleses o americanos, pero su pipa, su cachucha y sus palos de golf provenían obligadamente de la pérfida Albión. Naturalmente, su perrita Emily era una distinguida scottish terrier.

Más o menos holgadamente vivía de su pensión como veterano del ejército estadounidense durante la Primera Guerra Mundial, así como de las pobres rentas que el ya menguado capital de su esposa Rosita Domínguez, originaria de Comitán, Chiapas, producía. La historia de Joe era de película. Muy joven y muy pobre emigró de Manila a Nueva York, se enroló en el ejército gringo, lo mandaron a pelear a Francia y a las primeras de cambio, el primer día, fue herido, hospitalizado, y luego regresado a Estados Unidos y pensionado de por vida. Aventurero por naturaleza, logró ser contratado como cocinero en un trasatlántico de lujo. En ese buque un día regresaban de Rotterdam, Holanda, a la urbe de los rascacielos Rosita, que era muy tonta, y su mamá, que lo era más, amén de millonaria.

Joe se las ingenió, se valió de mil argucias y artificios para contactar a las dos chiapanecas, y haciéndose pasar por banquero filipino con inversiones en medio mundo, literalmente enamoró a la mamá y acabó casándose con la hija. Rosita contaba, ya también cuando se encontraba muy borracha, que su madre la obligó a casarse con tan “buen” partido, pues hasta su último suspiró creyó a pie juntillas que su yerno era un banquero multimillonario, el futuro asegurado para su hija.

Ya radicados en la Ciudad de México Joe y Rosita, aquél conoció al general Videgaray por azares del destino, volviéndose compañeros de parrandas memorables que el general siempre financiaba, pero que el filipino afortunado disfrutaba por igual. Con el paso de los años, aunque detestado por Esperanza Salas, para sus cuatro hijos se convirtió en el “tío”, por su carácter alegre y receptivo, que siempre los escuchaba y a veces los escudaba ante los ataques de ira del general, quien cuando se embriagaba llegaba a perseguir hasta con pistola en mano a su esposa e hijos, los que acababan escondiéndose en algún lado, atemorizados con justa razón. Tal vez en el general Videgaray estaba el origen de la anormalidad y disfuncionalidad de dicha familia. Los cuatro hijos (desde Alfredo que era el mayor y a quien apodaban “el Chanclas”, por calzar siempre zapatos viejos y gastados, así como Ana, Arnulfo, a quien por su estatura elevada denominaban “el Clavo”, y la más chica, Esperanza, quien era la consentida de Videgaray y a la que por su delgadez cuando niña llamaban “Huesito”) mostraban en su conducta cotidiana dejos de rarezas. Era común que la gente se refiriera a los Videgaray Salas como “esa familia de locos”.

Cuando ese 14 de junio bajaron del Chevrolet negro la tía Ana, la abuela Esperanza y los primos Nachín y Ana Rita, a Toñito y Pera el piso pareció hundírseles. El miedo no lo podían ocultar. Uno a uno fueron ascendiendo los peldaños de las escalera y el toc-toc en la puerta de madera con doble chapa Yale los enfrentó a lo inevitable: el reencuentro con la madre, la terrible Esperanza Videgaray Salas.

A la tercera vez que tocó la tía Ana, Joe abrió la puerta e invitó a pasar a los seis visitantes. Primero entró Ana y en fila india la siguieron la abuela, Ana Rita, Nachín, Toñito y Pera, en ese orden. En el departamento el ventanal de la sala dejaba pasar un torrente de luz que pegaba directamente con el hogar de una chimenea todo el tiempo encendida, así estuviera la temperatura ambiente a treinta o más grados. La mezcla del humo de cigarros, el aroma de algún guiso calentándose en la cocina contigua a la sala-comedor, el olor propio de una botella de Bacardí destapada y de tres vasos de cubas a medio consumir, no resultó novedad para Toñito y Pera. Mil veces antes la habían absorbido. Ya adivinaban lo por venir.

-Aquí están tus hijos, le dijo con sequedad la abuela a Esperanza. Esta no contestó nada, y antes de que Joe cerrara la puerta, rápidamente la anciana dio media vuelta y seguida de Ana, Ana Rita y Nachín se fue del departamento. Ni saludó ni mucho menos se despidió de alguien. Como bultos fue y depositó a sus nietos Pera y Toñito. Segundos después se oyó que la puerta de cristal de la entrada del edificio fue azotada y las del Chevrolet se abrían y cerraban para luego escucharse la ignición del motor y el arrancón del carro.

Toñito y Pera se quedaron a su suerte. Mudos, agarraditos de la mano, mirando hacia el piso, a la vera del sillón colocado a la entrada, donde se sentaba Joe, los hermanitos semejaban esos condenados a muerte que inmóviles aguardan que el verdugo les coloque la soga en el cuello para ahorcarlos.

Aunque evadían su mirada, así como las de Rosita y Joe, sentían que los traspasaba la flamígera de su madre. Y en efecto, con un rostro lleno de odio y de desprecio, a pesar de la tremenda cruda que trataba de ocultar tras sus grandes anteojos oscuros y la blanqueada de su polvo facial, el carmín intenso del lápiz labial y sus cachetes excesivamente coloreados, Esperanza Videgaray Salas echaba miradas de lumbre a los dos pequeños, como si estos fueran culpables de algo. Los miraba con furia y rencor, luego levantaba la cabeza y daba una fumada a su cigarro. Daba una fumada a su cigarro y luego bajaba la cabeza para mirar a sus hijos con toda la furia y con todo el rencor de que era capaz. Así, durante varios, pesados, inacabables minutos. Más adelante daba un trago a su cuba, lloraba, se levantaba los anteojos, se secaba las lágrimas con el dorso de sus manos, para después tomar la bolsa y sacar de ella su típico pañuelo de color blanco, salpicado del verde de mocos y el rojo del colorante labial. Una y otra vez se sucedían las secuencias de una misma escena.

De pronto: ¿ya están contentos cabrones?, ¿ya se chingaron a su madre como querían, hijos de puta?, ¿eso es lo que querían, chingarme?, ¿hasta el pinche puto de su tío Carlos tuvieron que traer, hijos de la chingada?, gritaba como tarabilla la mujer enloquecida, al tiempo que sus gritos y maldiciones las trataban de acallar Rosita y Joe con sus infructuosos llamados a la cordura y a la razón: Ya Esperanza, ya. Ya está bien, ya pasó todo. Tranquilízate. Calma. Be sport (algo así como perdiste, sé justa).

Por momentos calmaban el vendaval de injurias de la madre hacia los hijos, para que luego recomenzara. Yendo y viniendo de los gritos al sosiego, Joe, Rosita y Esperanza dieron mate a la primera botella de Bacardí. Tal como era habitual cuando ésta solía recalar en la casa de aquéllos, el filipino se dirigió a la miscelánea La Opera, situada en la esquina donde confluían Mayorga, Montañas Rocallosas Oriente y Avenida de los Corregidores, para comprar, obviamente con dinero de Esperanza, una lata de jamón Spam, galletas saladas Ritz, una lata de salchichas, diez Coca-colas chicas (las únicas que por entonces existían) y otra botella de Bacardí. Pera y Toñito lo acompañaron y por todo Mayorga el peluquero, el carpintero, las del salón de belleza y otros vecinos escucharon, como en otros tantos cuetes, la retahíla de picardías que adornaban el sempiterno discurso teologal de Joe: ¡puta madre!, ¡coño!, ¡nunca en la pinche vida lo olviden!: primero Dios, segundo Dios, tercero Dios y cuarto Joseph, ¡coño y más coño!

Cargados los tres con las bolsas de papel de estraza donde don Lucio, dueño de La Opera, guardó la compra, regresaron al departamento, mientras ya se oían los ladridos de Emily, que parecía así avisar de su llegada para que alguien les abriera la puerta, cosa que Rosita hizo de inmediato. El pollo al curry que olía delicioso en la olla de peltre que rebullía quién sabe a cuántos grados, recibió, como debía ser, el chorro inaugural de la nueva botella de Bacardí que Joe le recetó.

-¡Oye, Chino pendejo, no te acabes el ron!, le gritó Esperanza muy preocupada.

-¡No seas pendeja, sólo le eché tantito para marinar mejor el pinche pollo que es cosa fina, chico!, repostó este ex cocinero profesional, quien pese a su embriaguez consuetudinaria guisaba, como todo mundo decía, bien rico.

Esperanza ya no alegó nada y después todos se dirigieron a la mesa redonda del comedor, donde ya los esperaba el sabroso guisado que Joe había cocinado. Emily se acercaba todo el tiempo a Rosita, se restregaba en sus piernas como si fuera felino y no can, la presionaba y lograba así que cada rato le aproximara a su hocico un pedazo de pan o un cachito de pollo, que la perrita devoraba gustosa.

Los chasquidos y muecas al comer de Esperanza, Rosita y Joe se oían y veían cada vez más, conforme el grado de alcoholización de cada uno de ellos avanzaba. Sus rostros se distorsionaban y las consonantes fuertes las pronunciaban con dificultad. Mantel y servilletas sufrían en exceso las consecuencias de tres borrachos sentados a una mesa, tragando, más que comiendo, y la urbanidad se reducía en tan feo escenario a la de los dos pequeños, Pera y Toñito. Los niños se sentían más o menos protegidos ante la presencia de Joe y su esposa, aunque Esperanza continuaba sin perder oportunidad para acordarse y maldecir a sus tíos paternos Carlos y Lupe y sentenciar hasta el cansancio que sus hijos no los volverían a ver. Esta decisión de la madre furibunda caía, repetidamente, como pesada lápida en el ánimo de las criaturas.

Vasos con rastros de comida y huellas de labios en sus bordes; migajones de pan sobre la mesa, junto con charquitos de líquidos diversos; platos sucios y cubiertos desperdigados, atestiguaron la ingesta que vino concluyendo como a las cuatro. Enseguida sobrevendrían las horas pesadas de toda la tarde, hasta que empezó a obscurecer por ahí de las siete.

-¡Cabrones, vámonos a la chingada ya!, les gritó Esperanza, y madre e hijos salieron de la casa de los Mulayo, quienes para entonces sostenían ruidoso certamen de ronquidos. Tras abordar el “Fotingo”, como aquélla bautizó a su automóvil, éste a toda velocidad jaló por Diego Fernández de Córdoba, Cárpatos, Virreyes, Reforma, Rubén Darío, buscando llegar a la colonia Anzures, a la casa de Ana Videgaray Salas, quien estaba por mudarse a la colonia Juárez, a la Calle de Tokio, para estar más cerca de su mamá.

En el asiento trasero del carro, temeroso de que la madre chocara por la borrachera que se traía, Toñito, acostado boca arriba, atisbaba por un pedazo de ventana cómo las copas de los árboles desfilaban en vertiginosa sucesión. No alcanzaba a mirar más, otra cosa, precisamente por la posición que había adoptado. Pero de que sentía la velocidad, ni duda cabe que la sentía. Adelante, en el asiento del copiloto, Pera apenas mantenía la respiración por la rapidez con que el Ford se desplazaba, mientras que Esperanza, quien sobria o ebria presumía de lo bien que manejaba y de que en veinte años nunca había chocado, pisaba hasta el fondo el acelerador y hundía de forma permanente su antebrazo izquierdo en el claxon, que así hacía sonar ensordecedoramente, por lo que concitaba mentadas de madre y toda suerte de maldiciones de parte de los automovilistas que se cruzaban en su camino, algunos de los cuales lograban percatarse que traía bien desabotonado el vestido de terciopelo rojo, que no se había mudado, mostrando así muslos y, a veces, el copetillo púbico.

Cuando llegaron a la casa de Ana, Esperanza tocó desesperadamente el timbre hasta que una sirvienta se asomó por una ventana de la sala y desde ahí le informó que su hermana y los niños no estaban, pues se habían ido a la casa de Hamburgo con la abuela. Desde luego Ana, Ana Rita y Nachín sí estaban en su casa, sólo que al ver el estado lamentable de Esperanza, su hermana se negó a recibirla. No era la primera vez que así ocurría.

-¡Pinche gorda puta, para nada sirve!, explotó Esperanza, dio tremendo portazo al pobrecito Ford y, media ciudad de por medio, enfiló como loca hasta San Angel, ahora a casa de su hermano Alfredo.

San Angel era remanso de artistas, bohemios con dinero, así como de muchos empresarios y jubilados gringos, enamorados del folclor mexicano. El vecino más famoso lo era Diego Rivera, pero también vivían allí ilustres desconocidos, aunque millonarios, como el ingeniero civil, igualmente egresado del MIT, Alfredo Videgaray Salas, primogénito del general Videgaray. “El Chanclas” ocupaba en San Angel una bella casona del más puro estilo rústico. Contaba desde luego con un jardín central, con su fuente de cantera, y un fresco corredor rectangular, con sus arcadas recubiertas de bugambilias, que comunicaba a todas las habitaciones y piezas destinadas al servicio y funcionamiento de la casa. Lore, su amasia alemana, cuidaba todo detalle y hasta en los rincones más apartados entraban las plumas de los mexicanísimos plumeros de guajolote para limpiar debidamente, por lo que en ningún lado se veía pizca de polvo. Lore dominaba totalmente a Alfredo, quien para amancebarse con ella se había divorciado muchos años atrás de la queretana Rosario Kirchner Noriega.

Con Rosario procreó al mayor de todos los nietos de Esperanza Salas Gómez de la Torre: Alfredo Videgaray Kirchner, el que resultó el nieto consentido, por ser hijo del más querido de sus cuatro hijos. Por lógicas razones Rosario odiaba a muerte a Lore y como la abuela aceptó el amasiato de Alfredo con la alemana, de la misma manera que le consentía todos sus caprichos, Rosario optó por alejar a Alfredito, del que tenía la patria potestad, de los Videgaray, aunque puntualmente pasaba cada primer lunes de mes a Hamburgo 126 por el dinero que el ingeniero ahí le dejaba para la manutención de su hijo, al que nunca veía, lo que no le quitaba el sueño.

A su vez, Lore, rubicunda y despampanante berlinesa que arribó a México antes de que la guerra terminara en Europa, evadiendo por igual la muerte y la pobreza, no quería nada bien a los Videgaray, particularmente a Esperanza, la más chica de los hermanos de su hombre, como en su mal castellano se refería a Alfredo (“el mío hombre”). Y es que Esperanza le dijo, en alemán, el día que la conoció, que era una puta muerta de hambre. Arnulfo y Ana la llamaban despectivamente la teutona y sólo la abuela siempre la acogió bien.

Por eso, cuando el Ford llegó a la hermosa calle empedrada, tupida de árboles frondosos que parecían centinelas de fachadas sobrias, macizas, y Pera, por órdenes de su madre, bajó del carro y tocó la campana de la casa de su tío Alfredo, el resultado fue rápido e inevitable (una blitzkrieg veloz y contundente diría Lore): bramando de furia Alfredo abrió el portón de madera delicadamente tallada, brincó hacia el auto que estaba estacionado arriba de la estrecha banqueta, introdujo medio cuerpo por la portezuela abierta del lado de Pera, y ¡zas!, le arremetió en un santiamén media docena de fuertes cachetadas a su hermana, ante el estupor primero y después los gritos de espanto y el llanto de Toñito y Pera, que no sabían qué más iba a pasar.

Y eso fue todo. Con eso tuvo Esperanza.

Sin decir nada, tras de que Alfredo se metió a su casa, la beoda encendió el motor y llorando en silencio todo el camino de regreso a la Cerrada de Hamburgo, conduciendo ahora sí despacio, clausuró de esa manera los festejos conmemorativos de su cuadragésimo cumpleaños, que requirieron del martirio de sus hijos a lo largo de 48 insoportables horas.

Luego de ese inolvidable 13 de junio de 1952, algunas veces milagrosamente transcurrían días normales sin sobresaltos ni escándalos o con borracheras que no pasaban a mayores. Días en que los niños llevaban vida de niños, días también en que las consecuencias de sus experiencias traumáticas hallaban su salida natural, comprensible, fatal. De esta suerte, un día en su cama Pera obligó a Toñito a que le metiera los dedos en su vagina, que despedía un olor desagradable. Y lo obligó con manotazos en la cabeza y pellizcos en los brazos. Como de costumbre, Esperanza no estaba en la casa, y Jerónima se había ido, sola, al mandado.

Todo empezó con un juego, el de los cirqueros, que solían efectuar siempre sobre la cama de la niña Esperanza, y que consistía en que ésta se colocaba boca arriba con las cuatro extremidades en alto y así trataba de sostener a Toñito, quien durante varios segundos debía colocarse boca abajo con sus dos manos descansando sobre las de su hermana y apoyando sus muslos sobre las plantas de los pies de Pera.

Cada intento acababa con el derrumbamiento de Toñito sobre Pera, quedando ambos cara a cara y con las piernas del niño, concretamente sus rodillas, rozando la entrepierna de su hermana. Conforme sucedían los intentos fallidos, se deslizaba, desprendía, bajaba poco a poco el calzoncito blanco de Pera. A la cuarta o quinta vez quedó al descubierto una vulva prominente, olorosa, naturalmente aún desprovista de vello, pero con contornos suaves y sonrosados. Pera sujetó y apretó fuertemente con ambas piernas las rodillas y corvas de Toñito, las atrajo y se restregó en ellas una y otra vez, mientras que su lengua abrió la boca de su hermano y llegó a tocarle el paladar.

Marilyn Monroe, Jane Russell, Zsa Zsa Gabor, Burt Lancaster, Gary Cooper, Cary Grant y un millón de artistas gringos más, desfilaban por la cabecita de Pera, en apasionadas escenas de amor, en hollywoodenses besos interminables que tantas veces había visto en el cine o en revistas americanas de espectáculos, como Movie Screen, que su madre compraba en cantidades industriales y que en el Colegio Americano eran joyas preciadas de las estudiantes, mientras pretendía literalmente cogerse a su hermano.

Toñito no entendía lo que estaba ocurriendo, la saliva de su hermana le causaba un asco tremendo y sentía que le faltaba el aire porque la lengua de ella se movía y removía, se enrollaba y desenrollaba como víbora inquieta dentro de su boca pequeñita. Con sus brazos flaquitos Pera abarcaba toda la espalda de Toñito y presionaba con ferocidad pecho contra pecho, mientras éste le gritaba ¡suéltame!, ¡suéltame! Y sí lo soltó, pero sólo para agarrarle algunos dedos de la mano derecha y, en lucha de fuerzas, en jaloneo tenso, tratar de introducirlos en su estrecha vagina. Toñito forcejeaba para alejarlos y Pera le repetía manotazos en la cabeza y pellizcos en sus brazos, hasta que, batido, el niño ya no opuso resistencia y le metió lo más profundo que pudo tres dedos de un tirón.

-¡Ay, sácalos!, le suplicó Pera y enseguida le preguntó: ¿y a qué te huelen? Dueña de las circunstancias, su curiosidad mórbida la llevó a ordenarle: a ver, huélelos tú primero y luego yo. Y así estuvieron un buen rato con la metida y sacada de los dedos, entonces súbitamente escucharon que una llave en la cerradura de la puerta de la calle giraba lentamente. Era Jerónima que había llegado del mandado.

-Aguas, si hablas, ¿eh?, le advirtió Pera al hermanito y éste comprendió a la perfección la amenaza. En todo caso, la felonía incestuosa pasaría pronto al basurero del olvido, pues Jerónima les comunicó que la señora le había dado veinte pesos para llevarlos al cine en la tarde: con doce pesos pagarían los tres boletos de entrada y les quedaban ocho para comprar muéganos o palomitas o merengues o caramelos, según lo que ofrecieran los vendedores en la sala antes de que empezaran los noticieros o antes de que empezara la película. Iban a ir al cine Insurgentes, que prácticamente les quedaba a tiro de piedra, cerquísima, a tan sólo cuatro cuadras de la Cerrada de Hamburgo. Este y el cine Roble, eran los únicos que frecuentaban cuando Jerónima los llevaba, a veces una vez entre semana y de cajón a todas las matinés dominicales, en las que podían ver dos películas por el mismo boleto.

A Toñito le emocionaba mucho la ida al cine, no sólo porque era un escape momentáneo de su triste realidad, sino porque en sí y por sí las salas cinematográficas de aquella época causaban al público que asistía a ellas una delectación por su arquitectura y su decoración. Sencillamente eran bellas y majestuosas. Quién sabe si a la pequeña Esperanza también, pero lo que es a su hermanito, del cine Insurgentes lo embobaban sus grandes murales que cumplían a cabalidad la función didáctica de la pintura acerca de, precisamente, los insurgentes en pasajes épicos; del cine Roble lo atraían como imanes la pureza y la limpieza de líneas de las dos gigantescas esculturas que custodiaban a diestra y siniestra la pantalla cuyo telón de terciopelo rojo, desde el instante que iniciaba a levantar rítmicamente sus pliegues, agitaba también el corazón de Toñito. Y así en cada cine el niño se embelesaba con las parafernalias propias: las pagodas del Palacio Chino, el pueblito mexicano del Alameda, las escalinatas del Metropolitan, los balcones del Balmori, la estrechez del Rex o el vestíbulo descendente del Chapultepec, salas éstas a las que concurrían ambos infantes con su madre, cinéfila en sus ratos de sobriedad.

Dentro de algunos cines como el Insurgentes, el Gloria, el Mariscala, el Teresa, el Cosmos, había vendedores de toda suerte de golosinas. Siempre iban uniformados con sus filipinas blancas y sus cajones o estancos de madera donde guardaban clasificadamente sus productos, y su grito inconfundible era ¡muéganos, haaaaaay muéganos, lleve sus muéganos! Pero en otros, como el Roble, el Chapultepec o el México, la entrada les era vedada, pues sus espaciosas y bien surtidas fuentes de sodas y dulcerías completaban el negocio redondo de los inversionistas en esa hasta entonces gallina de los huevos de oro, en un país que en medio del publicitado desarrollo estabilizador del derechista presidente Miguel Alemán veía emerger una clase media urbana, mientras la miseria expulsaba campesinos hacia Estados Unidos o los arrinconaba en las barriadas pobres y en las ciudades perdidas que pululaban en la capital de la república.

Pero también por el cine Pera y Toñito vivieron jornadas impactantes, imborrables. Así ocurrió el sábado 5 de julio de 1952, tan sólo tres semanas después del cumpleaños y escandalazo de Esperanza, cuando Jerónima y los niños asistieron a la función de las cuatro de la tarde en el Roble, que por entonces había subido las entradas a cinco pesos, junto con el Real Cinema, el Orfeón y otros, mientras que el Nacional las mantenía en tres, el Cosmos en dos y el Maya, el Soto y el Primavera en $1.50. Ahí fueron a ver un bodrio llamado “Estrella del destino”, con Clark Gable y Ava Gardner, que trataba de cómo el anexionista Andrew Jackson supuestamente convencía al pilllastre Sam Houston de que tras despojar a México de Texas, lo incorporara a Estados Unidos.

Seguramente la película la debió haber sugerido Esperanza (siempre añorante de su infancia y adolescencia vividas en San Antonio, Texas), a Toñito le ha de haber encantado por ser del viejo Oeste, o sea, de vaqueros, y Pera quién sabe qué se habrá

imaginado luego de leer el anuncio del Roble en la cartelera cinematográfica del periódico: “Hoy ¡La pareja romántica más excitante de la pantalla! Clark Gable y Ava Gardner en Estrella del Destino (Lone Star), la dramática cinta de la M.GM.”

Como de costumbre, asidos de cada una de las manos de Jerónima, Toñito y Pera iniciaron la feliz caminata (por múltiples razones) que los llevaría de la Cerrada de Hamburgo, por el Paseo de la Reforma, hasta el Cine Roble.

A Toñito particularmente le gustaba ese trayecto, pues iba viendo de cerca las estatuas y los jarrones que adornaban la avenida más bella de la capital mexicana, sin perder ocasión de preguntarle a su hermana sobre todos y cada uno de los nombres de los próceres liberales décimonónicos que siempre estaban limpios, relucientes.

-¡Ya párale con lo mismo Toño!, si sigues preguntando todos los nombres nunca vamos a llegar al cine, reprendió la sirvienta al niño, quien las obligaba continuamente a detener la marcha para que Pera le leyese los nombres y las snopsis biográficas de cada personaje, inscritos en sus pedestales. Desde luego Pera así igualmente se distraía de su metódica revisión de las hermosas, enormes bancas de piedra labrada, donde las parejas de enamorados se musitaban cositas de amor, se cogían las manos y se besaban en la boca con mesura y discreción, conforme a la moral pública de aquellos tiempos.

Observador por naturaleza, el mal apisonado piso de tierra clara de las banquetas del Paseo de la Reforma tampoco escapaba al escrutinio de Toñito. Le llamaba la atención la conformación del mismo, la irregularidad del terreno, las pequeñas elevaciones y las hendiduras que aparecían de vez en vez, y que dentro de su imaginación adquirían proporciones majestuosas, como si fueran formaciones rocosas esculpidas por ríos milenarios en un páramo calcinado por el sol.

Finalmente ante la vista de los tres apareció la gran estatua del águila que cae, Cuauhtémoc, en la confluencia de las dos principales arterias de la Ciudad de México: el Paseo de la Reforma y la Avenida de los Insurgentes. Jerónima apretó las manitas de los niños y presurosa los condujo hacia el cine, que estaba ya cerca de ellos, luego de cruzar Insurgentes, primero, y los dos sentidos de Reforma, después.

Una vez que compraron los boletos en la taquilla, subieron la escalinata y traspasaron la puerta de cristal, se dirigieron hacia la fuente de sodas, donde Jerónima pagó las respectivas golosinas. Ya dentro de la sala, empezó el cuento de nunca acabar de los lugares. Se cambiaban de un asiento a otro para “ver”, según ellos, dónde se “vería” mejor la película; dónde habría menos probabilidades de que se sentara delante de ellos un “alto” que les impidiera parcial o totalmente la visión. Naturalmente los asientos los probaban con y sin suéteres, los que hacían bolita para sentarse sobre ellos y alcanzar así más altura.

A la cuarta o quinta prueba optaron por quedarse quietos en un solo lugar y junto con la chiquillería gritaron y batieron palmas de alegría desbordada al apagarse las luces y empezar el ascenso lento, parsimonioso, acompasado, del enorme telón rojo. La histeria colectiva creció hasta ocupar totalmente el negro espacio cuando, súbitamente, un potente haz de luz blanca y azul viajó desde la cabina de proyección hacia la pantalla, que más que blanca parecía de plata, y proyectó en ella la primera de tres caricaturas. Luego vinieron los noticiarios con toda la propaganda gubernamental, las infaltables notas de sociales y deportes, así como las de carácter internacional, donde el público ya estaba habituado a ver los rostros de José Stalin, Konrad Adenauer, Harry S. Truman o Winston Churchill.

Y después de veinte minutos, el famoso, anhelado y aclamado rugido del león de la Metro Goldwyn Mayer retumbaba en el Cine Roble a todo volumen y estremecía de júbilo a un público mayormente infantil. La película, en negro y blanco, transcurrió sin mayor pena ni gloria y en ella Clark Gable y Ava Gardner fueron desperdiciados en una más de las producciones con mensaje subliminal que la cinematografía yanqui producía en cantidades verdaderamente industriales.

Serían pasadas las seis de la tarde, y ya para comenzar la función llamada “de moda”, que Jerónima y los niños abandonaron la sala cinematográfica para enfilar hacia Cerrada de Hamburgo, distante a unos veinte o veinticinco minutos de caminata a buen paso.

-¡Ay virgencita!, ¿y ora qué hacemos?, gritó Jerónima.

-¡No te sueltes!, le ordenó Pera a su hermano.

Este, pasmado, impresionado, no alcanzaba a decir nada, sólo volteaba a ver temeroso a Jerónima y a Pera. A decir verdad, también Pera volteaba a ver a Jerónima e intuitivamente en ella depositaba su confianza y su esperanza para salir del brete en que habían caído. Sin efugio posible, de un lado para otro, la sorpresa y el susto los conducían a intentar romper el cerco una y otra vez. De pronto, entre el mar azul que los rodeaba, que los aprisionaba, que los asfixiaba sin la menor compasión, se formó un pasadizo por donde literalmente escapó toda la gente que igual que ellos sólo quería regresar lo más pronto posible a su casa.

Era el 5 de julio de 1952, víspera de las elecciones presidenciales donde el partido en el poder, el Partido Revolucionario Institucional, maquinaba imponer a su candidato Adolfo Ruiz Cortines ante una fuerte oposición de la izquierda, agrupada en la Federación de Partidos del Pueblo de México y que postulaba al general Miguel Henríquez Guzmán. Este pequeño detalle se le olvidó a Esperanza Videgaray al darles permiso a los niños, en la mañana, de ir al cine, precisamente al Roble.

Cuando a las cuatro de la tarde Jerónima, Pera y Toñito acababan de ingresar a esa sala cinematográfica, nada anormal se veía en los alrededores. Era un sábado como otros tantos en una ciudad de aire casi puro y de tráfico vehicular rápido. Pero cuando dos horas después salieron, todo había cambiado. La Policía Montada y el Cuerpo de Granaderos se hallaban por doquier. Camiones y carros de la Policía se trasladaban de un lado a otro y los jardines contiguos al Cine Roble, así como las anchas banquetas del Paseo de la Reforma eran ocupados por la caballería policiaca y la gendarmería de a pie. Literalmente no había por dónde salir. Por cada posible camino que la gente que abandonaba el cine pretendía transitar, de inmediato una ola azul marino de policías lo impedía. Así de manera continua, hasta que se abrió una vía bajo los silbatazos y las órdenes y advertencias de la Policía, que conminaban a acelerar el paso y recogerse en sus casas, pues sería una noche no sólo de ley seca, sino casi de toque de queda.

No lejos de ese cine, en la Calle de Donato Guerra, se hallaban las oficinas de la Federación de Partidos del Pueblo de México, y no lejos de ese 5 de julio, tan sólo dos días después, el 7 de julio, el gobierno aplastó, en esa misma área donde habían estado

Jerónima y los niños, una concentración de henriquistas que protestaban contra el fraude electoral cometido la víspera, 6 de julio.

Ese 7 de julio hubo doscientos muertos en la Alameda Central de la Ciudad de México, cadáveres que fueron transportados al Campo Militar número uno para ser incinerados ahí, mientras que soldados y tanques de guerra, junto con la Policía Montada que lanzaba gases lacrimógenos, amedrentaban y reprimían a la población civil en Paseo de la Reforma, Donato Guerra, Morelos, Bucareli y Abraham González.

Jerónima, Pera y Toñito se salvaron esa tarde del 5 de julio de ingresar a la historia. Pero el susto que se llevaron no fue para menos ni el riesgo tampoco. Toñito, por su cuenta, jamás había visto a tantos policías juntos y comprendió a su cortísima edad que además de su suerte personal, era parte, igualmente, de una suerte colectiva.

Las horas huecas – Capítulo uno

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José de Villa nace en México, D.F. en 1946. Después de estudiar periodismo en la UNAM, trabaja en distintos periódicos como reportero, articulista, editorialista y jefe de información y redacción, e incursiona como director de Comunicación social en distintas dependencias oficiales. Junto con el Dr. Jürgen Neubauer, es coautor del libro Máximo Líder, publicado en Alemania, Holanda, República Checa y Eslovenia. En 2010 escribe su primera novela: Las horas huecas.

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