Francisco José Contreras es Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla y autor de varios libros bien recibidos por la opinión conservadora española, entre ellos «Liberalismo, catolicismo y ley natural» y «La fragilidad de la libertad». El profesor Contreras será uno de los ponentes en la Cumbre Mundial de Migración -organizada por el Colegio Matías Corvino, un instituto de investigación cercano al gobierno de Viktor Orbán- que tendrá lugar en Budapest, Hungría, entre el 22 y 23 de marzo de 2019.
Actualmente, la migración masiva es uno de los temas más controvertidos de la política europea. Hungría y sus aliados, sobre todo los países del Grupo de Visegrado, se oponen a las cuotas obligatorias y a la acogida indiscriminada de los migrantes del tercer mundo. ¿Cómo se ve el problema desde España, cuyas fronteras también coinciden con las fronteras externas de la Unión Europea?
En España hay un divorcio claro entre una opinión pública que contempla con preocupación el notable incremento de las llegadas de inmigrantes ilegales -confirmado por las estadísticas oficiales- y la impotencia (o falta de voluntad) del Estado para contener la presión sobre la frontera de Ceuta y Melilla, y una «opinión publicada» que sigue dominada por el dogma progresista del «welcome refugees» y anatemiza como xenófobo a cualquiera que se atreva a pedir más restricciones migratorias. El partido emergente VOX ha sido capaz de recoger el descontento de ese sector creciente de ciudadanos hartos de que les llamen «racistas» por pensar que no hay sitio en España para millones de africanos, y que todo Estado tiene derecho a decidir cuánta inmigración desea recibir, y de qué procedencia. Desgraciadamente, el actual gobierno socialista ha cultivado una política irresponsable -por ejemplo, ofreciéndose a acoger el barco «Open Arms»- que ha generado un efecto llamada.
Usted también es experto en catolicismo político y en cuestiones éticas. Muchos cristianos, entre ellos el propio papa Francisco, sienten la obligación moral de seguir el ejemplo del buen samaritano y, por tanto, quieren ayudar a los refugiados abriendo las fronteras. ¿No es eso lo que demanda la ética cristiana?
Puede ser un deber de ética cristiana acoger a quienes realmente llegan huyendo de riesgos físicos inminentes, como la guerra o la persecución política o religiosa. Pero los verdaderos refugiados representan sólo un pequeño porcentaje entre la masa de extranjeros que han llegado a Europa en los últimos tiempos. Incluso en la avalancha de «refugiados sirios» de 2015-16 había muchísimos afganos, iraquíes, pakistaníes, somalíes…
Desgraciadamente, el papa Francisco ha cultivado una barata demagogia de fronteras abiertas y acogida indiscriminada. Mi visión de lo que requiere una ética cristiana sensata se aproxima mucho más a lo defendido por Laurent Dandrieu («Église et l’immigration: Le grand malaise», 2017): El universalismo de fronteras abiertas no es conforme al verdadero espíritu católico, ni a la naturaleza humana, pues las civilizaciones tienen un instinto legítimo de supervivencia. El catolicismo no debe convertirse en un «otrismo» que sacrifica el próximo al lejano, un universalismo beato, destructor de las naciones y de las identidades particulares.
Sin embargo, en su nuevo libro, «La fragilidad de la libertad», usted expresa su preocupación por el invierno demográfico del continente y advierte de sus posibles consecuencias económicas y sociales. Si los europeos no tenemos suficientes hijos, ¿por qué no contrarrestar nuestra baja natalidad con la acogida de inmigrantes?
Porque es muy triste resignarnos y admitir definitivamente que somos demasiado decadentes e irresponsables para seguir teniendo hijos: de ahí la simpatía que me inspiran gobiernos como el húngaro o el polaco, que no han tirado la toalla y siguen apostando por la reanimación de la natalidad europea. También porque, si fuera cierto que los que vienen aquí son «los mejores de esos países», robar al Tercer Mundo parte de su mejor capital humano sería inmoral («brain drain»). Y si, como parece más bien ser el caso, los que vienen son mayoritariamente trabajadores de baja cualificación, supondrán una carga para el sistema asistencial de los países europeos (varios estudios demuestran que el valor de los servicios y subsidios del Estado del Bienestar que reciben los inmigrantes excede claramente al de los impuestos que pagan para su sostenimiento). Y porque la experiencia de las últimas décadas muestra que buena parte de la inmigración -sobre todo, la de origen islámico- no es asimilable culturalmente y tiende a constituir guetos que mantienen las costumbres y reglas morales de los países de origen (reglas que, con frecuencia, son incompatibles con las occidentales).
Admitido todo lo anterior, puede tener sentido recibir una inmigración adecuadamente seleccionada y controlada, escogiendo su procedencia y cualificación profesional conforme a las necesidades económicas de los países de acogida.
Menciona la dificultad de asimilar a los inmigrantes musulmanes y el choque entre los valores islámicos y occidentales. Los autores de los atentados terroristas en suelo europeo actuaron en nombre del islam, ¿pero se puede responsabilizar a toda una comunidad religiosa por los actos de algunos de sus miembros? ¿Hay una relación directa entre las enseñanzas del Corán y el terrorismo?
La responsabilidad siempre es individual; en ningún caso se puede criminalizar a toda una comunidad. Y sí, el concepto de yihad o guerra santa juega un papel importante en la cosmovisión islámica, con claros fundamentos textuales en el Corán y los hadices. Históricamente, el islam fue una religión que se expandió sobre todo con la espada. Naturalmente, eso no convierte a todos los musulmanes en terroristas, ni siquiera en simpatizantes del terrorismo. Pero es preciso constatar que el islam ha tenido y sigue teniendo problemas serios de coexistencia con otras culturas (entre otras cosas, porque el islam es más que una religión: es también un código legal y una forma de vida). Al sobrepasar cierto umbral el porcentaje de población musulmana en Europa, esos problemas se trasladan a nuestro suelo.
Si uno va a España, en todas partes encuentra las huellas de la herencia islámica. Según muchos historiadores, en el paraíso multicultural de al-Ándalus convivían en armonía y paz los musulmanes, cristianos y judíos. ¿Hasta qué punto es cierta esa narrativa?
Se ha embellecido exageradamente la historia de al-Ándalus, con la intención más o menos consciente de presentarlo como «más avanzado y tolerante» que los reinos cristianos del norte de España. Esto responde a la moda ideológica de denigrar sistemáticamente el pasado occidental y enaltecer el de las otras culturas.
La «tolerancia» andalusí consistía en el sistema de dhimma: se respetaba la vida del no musulmán, pero sometiéndole a capitidisminución cívica y pesados tributos cuya finalidad era -además de llenar las arcas de los amos musulmanes- humillar al infiel, empujándole indirectamente a la conversión al islam (lo asombroso es que tardaran cuatro siglos en conseguirlo totalmente). La jizya, el impuesto especial que pesaba sobre cristianos y judíos -explica Rafael Sánchez Saus en su libro «Al-Ándalus y la cruz»- representaba la compra del derecho a la vida en el seno de la comunidad islámica. Está dotada de un sentido ideológico que va mucho más allá de lo fiscal: la negativa a pagarla somete de nuevo al dhimmí a las reglas de la yihad, es decir, a los únicos destinos posibles: la esclavitud o la muerte. Según cierto alfaquí citado por Simonet, la jizya era la cuota pagada por el dhimmí como sustitución de la pena capital que merecía en razón de su infidelidad.
Pero no era sólo el impuesto: la vida cotidiana del mozárabe estaba rodeada de mil vejaciones que debían recordarle su inferioridad: prohibición de montar a caballo, de poseer armas, de casarse con musulmanas (las cristianas sí podían casarse con mahometanos, pero los hijos debían ser educados en el islam). La vida de un cristiano valía la mitad que la de un musulmán según el sistema de compensaciones pecuniarias penales.
El tema de la migración -sobre todo en relación con la llegada de inmigrantes de culturas tan diferentes como la islámica- es inseparable de las cuestiones de identidad. En «La fragilidad de la libertad» usted afirma: «Una Europa que en realidad se desprecia a sí misma no puede inspirar respeto a los recién llegados.» ¿Por qué ese autodesprecio, cuando hemos sido durante siglos la civilización más exitosa del planeta?
Influyen varios factores. El trauma para la autoconfianza occidental que representaron las dos guerras mundiales. El shock de los crímenes masivos del nazismo. Las modas intelectuales -existencialismo, estructuralismo, relativismo, postmodernidad- que, desde los años 50 en adelante, deconstruían todas las certezas y valores occidentales. La hegemonía intelectual de la izquierda en los últimos 50 años: una izquierda que transfiere el esquema de la lucha de clases a un marco planetario, reinterpretándola como lucha entre países ricos y pobres.
Pero también influye la secularización: el cristianismo ha sido históricamente el ingrediente más importante de la identidad occidental. Y hoy día una mayoría de europeos ya no creen en él. Nuestra identidad se queda sin fundamento. Ya no compartimos la cosmovisión que inspiró la música de Bach, la catedral de Chartres o la conquista y evangelización de América. Y no hemos sido capaces de encontrar nada que la sustituya. Flotamos en el vacío, como individuos y como colectividad. No creemos que nuestra vida tenga sentido. Por eso no la transmitimos; por eso hemos dejado de tener hijos.