Fe en la humanidad

Cuando uno ha llegado a la edad adulta, casi sin saberlo, y mira alrededor, siente miedo. Miedo de cómo sigue todo igual mientras uno mismo ha cambiado tanto.

Miedo de saber que ya no es un niño, ni un adolescente, ni un joven sino un mayor. Miedo de la muerte, a cada paso.

Miedo de la vida que se fue y de la que nos espera. Miedo y desconfianza. Es entonces cuando, de repente, uno se da cuenta de que ha estado incubando odio y rabia, durante años, inconscientemente.

Fueron penetrando con subterfugios al tener que obedecer a los padres, al profesor, al jefe, a las leyes, a la jerarquía de un mundo sin piedad ni razón. La frustración, la impotencia, la amargura son rasgos propios del adulto y de algún anciano sin madurar.

Son el fruto de una existencia en la sombra; más que existencia, supervivencia. Algunos que llamaré privilegiados, aunque no lo sean necesariamente, disfrutan del dulzor de un jardín, del ocio, de los viajes, de la falta de necesidad. Son los menos. Los más, sufrimos de estrés, enfermedades, soledad, vejaciones e incomprensión.

¿Cómo salir de ello? ¿Cómo conseguir flotar en el mar de la iniquidad presente? Creo que por el camino más difícil: creyendo en la humanidad; agarrándose a cualquier ejemplo pasado o presente, literario, cinematográfico, vital, en suma, que atestigüe el gesto heroico y ejemplar del que siguió teniendo fe en la humanidad.

Aquel que la mantenga, por pequeña que sea, verá mover montañas y creará tal remanso de paz y belleza a su alrededor que sus congéneres no podrán más que estarle agradecidos.

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