–Ningún otro podía haber recibido permiso para entrar por esta puerta, pues esta entrada estaba reservada solo para ti. Yo me voy ahora y cierro la puerta.
Kafka, Ante la ley.
Muéstrame una valla de diez metros de altura y yo te mostraré una escalera de once metros junto a la frontera.
Janet Napolitano, Secretaria de Seguridad Nacional de Estados Unidos.
¿Puede un muro ser la mejor metáfora de la soberanía estatal en el capitalismo? Imaginemos este muro. Macizo, impenetrable, gris, de una altura inalcanzable, visible desde la lejanía (al menos hasta cierto punto, las fronteras, por altas que sean, se diluyen en el horizonte al alejarnos de ellas). Hoy agregaríamos a ese muro una alambrada, espinas, cámaras de seguridad.
Los muros están hechos para proteger algo, para bloquear el paso. En las fronteras de algunos Estados encontramos muros, vallas altísimas, de las que cuelgan jirones de ropa. Si esos muros no estuvieran ahí, ¿cómo sabríamos que justo en ese punto acaba un territorio y empieza el siguiente? Los muros cumplen una función del poder soberano de los Estados con su mera presencia, una presencia física, pero que es sobre todo visual, psicológica.
Los límites del territorio de un Estado son los límites de su soberanía, o eso creíamos hasta que algunas empresas empezaron a demandar a Estados por sus normativas proteccionistas.
¿Para quién se colocan estos muros? ¿Se construyen para que no vengan los extraños, como en aquellos fuertes medievales, o se colocan para nosotros, para que nos sintamos seguros y arropados? Es decir, ¿ejercen realmente un poder disuasorio, o simplemente están ahí para recordarnos dónde acaba nuestra casa y dónde empieza el extranjero, y para recordarles a los de fuera dónde no son bien recibidos?
La pregunta atañe directamente a la soberanía del Estado, que reside en muchas otras funciones, por supuesto, pero cuyo fundamento es la protección de su territorio.
Los límites del territorio de un Estado son los límites de su soberanía, o eso creíamos hasta que algunas empresas empezaron a demandar a Estados por sus normativas proteccionistas.
¿Qué queda hoy de la vieja soberanía estatal? ¿Sigue teniendo sentido hablar de soberanía cuando el capital campa a sus anchas y no entiende de culturas, ni de geografía, homogeneizando a su paso a todos los que encuentra?
Nuestros Estados se han vuelto esquizoides: por un lado liberalizan el mercado y borran cualquier tipo de frontera para los movimientos del dinero; y por otro, se esfuerzan cada vez más en recordar su soberanía con fronteras que ya solo funcionan para sus compatriotas, y no disuaden a las miles de personas que arriesgan su vida intentando cruzarlas.
Si bien Wendy Brown (California, 1955) no habla específicamente de una esquizofrenia estatal, su ensayo Estados amurallados, soberanía en declive (Herder, 2015), profundiza en esta hiriente paradoja de los Estados actuales.
¿Y qué pasa con los muros internos? Sonia Roitman, del University College de Londres, apunta en su estudio sobre “Barrios cerrados y segregación social urbana”, que éstos no han dejado de crecer durante la última década.
Por ejemplo en el caso de Argentina, donde aumenta la población en los llamados countries (y el nombre no deja de resultar paradójico, dado que hablamos de muros internos, que separan las condiciones de vida del país y las aíslan para moldearlas a su antojo; se diría que el nombre desafía a la soberanía estatal, como recordándole que no cumple con sus obligaciones), éstos acumulaban, ya en 2011, cerca de trescientas mil personas.
Las características socioeconómicas sitúan a la mayor parte de los compatriotas de los countries en los estratos más ricos de la sociedad argentina, y esto debe plantear un pequeño conflicto psicológico a un estrato social cuya mayor satisfacción suele ser la ostentación.
¿Por qué cambiar los grandes terrenos, o los departamentos en los barrios más suntuosos de la capital, por grandes mansiones, encerradas entre muros y alambradas, vigiladas las veinticuatro horas por cámaras y guardias de seguridad armados, en muchos casos, con armas de guerra?
Wendy Brown señala los casos paradigmáticos de Israel y la interminable frontera entre México y Estados Unidos.
El miedo es un gran agente inmobiliario, y la inseguridad es la razón más importante para que las pequeñas masas de ricos y ricas argentinos emigren todos los fines de semana a sus pequeños fuertes medievales.
Dentro de estas comunidades cerradas, la seguridad corre a cargo de los mercenarios contratados, y no ya del Estado soberano. Los muros otorgan la seguridad de la opacidad, y no es casual que alguno de los narcotraficantes más buscados de Sudamérica viviese en el más famoso y más seguro de estos microestados. Mientras el Estado argentino se preocupa ahora por cerrar y vigilar sus fronteras con Bolivia o Paraguay, revende su soberanía interna y la pone en manos privadas. En verdad, con un Estado así, ¿qué sentido tendría un reclamo soberano, por ejemplo, sobre las Malvinas?
Si bien Wendy Brown (California, 1955) no habla específicamente de una esquizofrenia estatal, su ensayo Estados amurallados, soberanía en declive (Herder, 2015), profundiza en esta hiriente paradoja de los Estados actuales.
Por supuesto que la conclusión más inmediata, y más evidente para nosotros que, en materia de soberanía, estamos cada vez más reducidos a la mera condición de habitantes; es que estos muros son ineficaces en varios sentidos.
Quizá la soberanía estatal, tan importante para todos los países, no sea en el fondo más que un pequeño núcleo sentimental de los votantes, que los candidatos usan según sea necesario.
Wendy Brown señala los casos paradigmáticos de Israel y la interminable frontera entre México y Estados Unidos.
En el caso de Israel, cuesta no ver el paralelo con los countries argentinos, en una comunidad surgida de las negociaciones coloniales, los muros se venden como una garantía de seguridad, repletos de puntos de control con militares preparados para la guerra.
Los israelíes que creen en la seguridad de los muros, viven algo más tranquilos mientras Hamas, aceptando el reto, mejora su armamento y entrena sus estrategias. Una pequeña guerra fría surgida del ímpetu medieval por amurallar la soberanía, pero que no ha servido más que para hurgar en la herida de la población Palestina, que lejos de ser invitada a una coexistencia pacífica, ve crecer los muros a su alrededor, como aislando una epidemia.
En el caso de México y Estados Unidos, además de su probada ineficacia en los principales argumentos que esgrime la enclenque soberanía norteamericana (el freno al narcotráfico), estos muros, muchos de ellos construidos con restos de la guerra de Vietnam, lejos de fortalecer la soberanía estatal, la han disgregado y puesto en evidencia.
En el contexto de unas elecciones, diríamos que más vale no fiarse de aquellos que prometen fortalecer las fronteras, ya que están reconociendo una debilidad soberana, o una soberana debilidad.
No solo se trata de que el fortalecimiento de los muros retroalimente las estrategias de los inmigrantes que arriesgan su vida al intentar cruzarlos, sino que, además, los muros han dado lugar al crecimiento de bandas de vigilantes que patrullan armados e interpretan las leyes federales según sus caprichos patrióticos. Los límites de la soberanía del siempre llamado “país más poderoso del mundo” los protegen una banda de pistoleros que no dudan en disparar a matar; una poderosa y deprimente metáfora del Nuevo Orden Mundial.
Sin embargo, ¿cómo comprender que un país tan entregado a sus pasiones patrióticas en materia de segregación, se esté planteando firmar un tratado de libre comercio con la “Unión” Europea (el TTIP)? Si atendemos a este último detalle, ¿qué sentido tendría que un candidato a la presidencia como Trump estuviese abogando por fortalecer y extender un muro que, muchas veces, se ha construido con mano de obra ilegal y extranjera?
En el contexto de unas elecciones, diríamos que más vale no fiarse de aquellos que prometen fortalecer las fronteras, ya que están reconociendo una debilidad soberana, o una soberana debilidad, en el seno de los Estados que quieren presidir. Pero, como apunta con acierto Wendy Brown, quizá el sentido de las fronteras es más pasional de lo que pensamos.
Es cierto que con nuestro voto depositamos nuestra confianza pero, ¿también toda potestad sobre el suelo en el que vivimos?
Quizá la soberanía estatal, tan importante para todos los países, no sea en el fondo más que un pequeño núcleo sentimental de los votantes, que los candidatos usan según sea necesario.
No es casual, por ejemplo, que en España o en Argentina (pero el Brexit está más cercano que nunca, y no escapa a esta paradoja), en tiempos de debilidad política, se recurra a esgrimir la cuestión de la soberanía de los antiguos territorios coloniales (y lo mismo vale para la clase rica catalana, que aprovecha el rechazo anticapitalista al Estado en su propio beneficio).
No hay que subestimarlos, una mala gestión de este tema dejaría en evidencia a cualquier político, ya que supondría que no le importa demasiado la soberanía territorial de su país. De hecho, si lo vemos algo más de cerca, podemos encontrarnos con que quizá la soberanía territorial es algo demasiado terrenal para el poder político, más ocupado de la soberanía fiscal, cuando conviene.
¿Cómo sobrevivirán las fronteras en un mundo globalizado, que rompe fronteras con la economía, con los idiomas, con el turismo, con internet? El capitalismo es un gran enemigo de la soberanía estatal tal y como todavía la vivimos
Sin embargo, nadie está más cercano a la soberanía territorial que sus habitantes, que la viven moviéndose a través de ella. Sin embargo, somos los ciudadanos los que tenemos menos capacidad para decidir sobre el suelo en el que estamos parados. Apenas se nos consulta nada que tenga que ver con aquellos acuerdos y tratados internacionales que afecten directamente al ejercicio de la soberanía de nuestro Estado, y a lo sumo se nos ofrece la posibilidad de construir unos muros más altos alrededor de nuestra casa (o se nos permite comprar armas más grandes). Es cierto que con nuestro voto depositamos nuestra confianza pero, ¿también toda potestad sobre el suelo en el que vivimos?
¿Qué vemos cuando vemos las murallas y alambradas que cercan nuestras fronteras? Uno de los últimos remanentes del Estado moderno tratando de adaptarse y sobrevivir a los tiempos del capitalismo. Unas veces convertido en rédito electoral, y siempre el lugar de una tragedia humanitaria, pero al mismo tiempo una especie de perversa invitación a la trasgresión.
Mientras votemos, miles de inmigrantes que huyen de la miseria y de la guerra, se embarcarán arriesgando su vida intentando cruzar el Mediterráneo, ese gran cementerio que muchos aprovechan para vender paquetes turísticos.
¿Cómo sobrevivirán las fronteras en un mundo globalizado, que rompe fronteras con la economía, con los idiomas, con el turismo, con internet? El capitalismo es un gran enemigo de la soberanía estatal tal y como todavía la vivimos, en un sentido incluso sentimental. Si no puedes con el enemigo… Estas fronteras cumplen un gran servicio político, sobre todo en el nivel simbólico, en un mundo que quiere polarizarse todavía más entre los afortunados del norte y los pobres del sur:
«Los muros –sostiene Wendy Brown– son un medio incomparable de significar la división entre nosotros y ellos, entre nuestro espacio y el suyo, entre lo interior y lo exterior, entre lo de dentro y lo de fuera. Por ello, a la vez que disimulan el declive de la soberanía estatal escenificando su integridad y su poder, rompen la realidad de la interdependencia global y el desorden global escenificando la integridad, la autonomía y la autosuficiencia de la nación. Restablecen el espacio y el pueblo imaginados de la nación imaginada que la soberanía debería contener y proteger.»
En breve, en España iremos a ejercer nuestro porfiado derecho al voto. La soberanía del Estado sobre el cual votamos, se ve en lo que pasa en sus fronteras, en las fronteras de la Europa en la que dice querer vivir.
En las fronteras no solo se juega la soberanía estatal, sino qué clase de humanidad pretendemos ser.
Mientras votemos, miles de inmigrantes que huyen de la miseria y de la guerra, se embarcarán arriesgando su vida intentando cruzar el Mediterráneo, ese gran cementerio que muchos aprovechan para vender paquetes turísticos. Otros tantos miles, se enfrentarán al limbo al que los han sometido desde la “Unión” Europea, y seguirán sin saber qué pasará con sus vidas luego de haberlas arriesgado al cruzar las fronteras.
Es decepcionante medieval que un país vote por el Brexit escudado en el egoísmo usurero, cuando lo que deberíamos votar es si queremos una verdadera Unión Europea, cuyas fronteras sirvan para proteger a los que recibiremos, y también a los que ya vivían dentro, ante la invasión del liberalismo del TTIP. Cuando votemos, pensemos que nos jugamos la soberanía, pero votemos pensando en todos esos, que mientras depositamos el sobre en la urna, están aventurándose en el mar Mediterráneo.
En las fronteras no solo se juega la soberanía estatal, sino qué clase de humanidad pretendemos ser. Cuando votemos, pensemos en que nos jugamos la soberanía para decidir qué humanidad deseamos para nuestros nietos y nietas, pero también para todos los nietos y nietas de esa humanidad que se juega la vida escapando del horror. El voto del egoísmo solo sirve para enriquecer a los ricos, votemos, por una vez al menos, por enriquecer nuestro sentido de la humanidad y de la democracia que queremos para nuestro futuro.
