Uno abre cada mañana el periódico con recelo fundado, expectante frente a una actualidad cercada de tragedias, malsanas rencillas e insistentes escándalos de las clases dirigentes, y además, quién menos, con suspicacia ante lo que implica el color del medio de comunicación en cuestión. Con todo, todavía se pueden encontrar otras noticias. Parapetadas en una remota esquina sin consideración, desterradas de esa aleación mediática y compacta que día a día alimenta el consorcio de los mass media y que sumerge a la humanidad en una narcolepsia impregnada de los mensajes que éstas publicitan, existen otras realidades, y subyacen evaluándonos y definiéndonos. Llegado este punto uno puede intentar descubrir, a través de las tripas de la prensa, esta suerte de rincones en perpetua niebla representativa, pero deberá hacerlo siempre que el tiempo no apremie y sabedor de que su presencia nunca es reiterativa. Sé que pido demasiado. Sin embargo, a veces, allí descansan, en escuetas columnas separadas del cuerpo noticiero principal, como un marco de relleno que trata en vano de ganar presencia ante la rotundidad de la obra expuesta. Son las olvidadas, esas damnificadas por el fuego de cobertura habitual. Por ello me centraré en cierto asunto que apareció en uno de esos ocultos espacios de relleno para rápidamente difuminarse, cual funesto presagio para su protagonista.
Y éste es español, de pura cepa. Un poblador habitual de la península y representante de la cultura nacional, aunque poco a poco, en un ejercicio ingrato, se le ha ido recluyendo y agotando hasta llevarle al límite del abismo. El lince ibérico, Lynx pardinus, es el felino más amenazado de la tierra, sus niveles de protección son los más altos posibles y a él se entregan ingentes cantidades de dinero con el propósito de salvarle de la extinción. A nivel internacional son multitud los expertos preocupados por su situación, como igualmente grandes son las inversiones que se realizan en programas destinados a su cría y reintroducción, ahora más allá de Andalucía, deseando que recobre el esplendor del pasado. Visto lo cuál, cabría esperar que las autoridades volcaran sus esfuerzos bien dirigidos y estructurados, en pos de un final feliz. Nada más lejos de la realidad. Esto es España. La del lince es de esa clase de verdades que siempre están de actualidad. Hace unos días pereció el decimonoveno ejemplar en lo que va de año y mientras lees estas líneas seguramente la cifra llegue hasta la veintena. Es el guarismo más alto registrado hasta el momento desde que se aunaran esfuerzos internacionales, nacionales y regionales para su preservación, y está lejos ya del nefasto balance de 2013, con catorce individuos caídos. Lo curioso es que son muertes evitables ya que la mayor parte de ellos se dejan la vida en la carretera.
Colocados ya en materia, la pregunta que seguramente nos asalte es ¿por qué? e inmediatamente después querremos saber cómo se podría solucionar esta masacre y, si se quiere, a qué precio. Pues bien, el remedio no exige formulas complejas, ni experimentos imposibles, sino reparar agujeros en vallados obsoletos. Tan sencillo como eso. Una medida de un coste tan insultantemente irrisorio como para eludir la responsabilidad, y es algo que ha recalcado con reiteración la asociación ecologista WWF/Adena. Más aún, dicha organización ha señalado cuatro puntos negros que están diezmando a la subespecie y poniendo contra las cuerdas el valioso programa de recuperación de la misma. A tal efecto, WWF ha conseguido reunir miles de firmas de ciudadanos sensibilizados con el tema y, del mismo modo, sostiene su reclamación en el apoyo incondicional de la comunidad científica. Cuatro boquetes en cercas de calzadas, señores. Pero estamos, una vez más, ante un grave problema de apatía institucional, sostenida directamente por los ministerios de Fomento y de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente. Sin embargo, volvamos al porqué. Miremos con honestidad y ejemplifiquemos, ¿qué razón tendría una empresa, en este caso España, de asignar esfuerzos económicos considerables con una finalidad específica -como es el programa del lince ibérico y sus niveles de protección- para luego permitir que en insignificantes detalles todo ese empeño, monetario y humano, se despilfarrara por un puñado de euros? Ninguna. Una empresa que tuviera sus intereses en juego sería incapaz de arrojar gran parte de su dinero a la basura. Eso nos lleva a plantearnos la única conclusión posible, la incompetencia.
Mucho antes en la historia la incompetencia o la desidia han jugado sus cartas para forzar el equívoco de políticos y, por ende, de los ciudadanos a los que “representaban”, incluso con anterioridad las decisiones gubernamentales han socavado las libertades de los pueblos con la finalidad de favorecer intereses corporativos; pero hoy en día, al menos en nuestro país y en lo referente a los dos partidos “operantes”, el diagnóstico revela una epidemia más devastadora, ciertos políticos poseen una enfermedad incurable; ser infructíferos, esclavos corporativos y negligentes redundantes. Un tres en uno que hace perder esperanzas. No obstante, estarían mis aseveraciones inconclusas sino derramara parte de la culpa en cada uno de nosotros, que asentimos y nos resignamos con la injusticia imperante, cuando el deber del pueblo es, si la causa es honrada, racional e íntegra, reivindicar y exhortar a los dirigentes. De ser así, oscuros augurios aguardan al pobre lince -no uno cualquiera, sino el nuestro- si permitimos que su tragedia, como tantas otras causas sin nombre, se pierda en medio de páginas sin brillo o quede impune entre canalladas ministeriales. Porque lo racional es siempre justo y lo que se pide es de justicia, y si lo quieren, a un mínimo costo.
Abundarán quiénes quieran relativizar lo expuesto y anteponer otras problemáticas, en un ejercicio de prioridades sociales, centralizar sus críticas en la lucha contra el paro o las pensiones, pero no nos engañemos, tal discurso nos debilita y nos desacredita. Día a día permitimos que se institucionalicen nuestros derechos, sometiendo nuestra capacidad y simplificando nuestras vidas, eliminando una común potestad para exigir qué queremos o cómo lo queremos. Cierto es que las dificultades económicas nos hacen mirar directamente a sendas preocupaciones mundanas, pero también lo es que si permitimos que desaparezcan, uno a uno, nuestros símbolos inmemoriales, esos que merecen ser preservados por su valor implícito, estaremos cediendo parte de lo que somos. Se trata de elegir, y lo que nos corresponde es escoger ambas objetividades, al lince y el derecho al trabajo. Elegir preservar nuestro patrimonio económico, cultural y natural. Porque de acceder a lo contrario veremos como mermamos, normalizándonos hasta ser un producto global, perecedero y, finalmente, desechable según el mercado que dictamine. Lo cierto es que aún existe una riqueza sin precio, como la que personifica el lince y que está ahí, esperando que se le abran de nuevo las puertas de su casa.
Me ha parecido sencillamente genial.Me gusta que la juventud se implique,exija lo que por justicia,es un derecho:preservar nuestro patrimonio económico,cultural y natural y el lince es el símbolo representativo «español de pura cepa»,como bien dices.Te animo a seguir escribiendo.