La pregunta tiene trampa, parece casi obvio que todas las catástrofes son equivalentes en tanto suponen una desgracia mayor para todos aquellos que las sufren, sin embargo, ¿admitiríamos con la misma rapidez que es lo mismo un terremoto o un accidente nuclear?
Quizás el problema radica, antes bien, en la posteridad de la catástrofe, precisamente en la posibilidad que deja abierta esa catástrofe para que, en algún momento, pueda haber tal posteridad.
En ese sentido, una comparativa entre catástrofes naturales absolutamente naturales (y debemos explicar el por qué de esta redundancia) son difícilmente comparables con la radical negación de la posteridad que puede suponer un accidente nuclear al estilo de Chernóbil o, en otro sentido, más complejo, Fukushima.
Como señala Jean-Luc Nancy (en L’Équivalence des catastrophes, Galilée, 2012) –y como vemos todavía en Chernóbil– una catástrofe atómica implica una propagación de sus consecuencias a través de varias generaciones humanas
Por supuesto, esta forma de plantear una inequivalencia entre dos tipos de catástrofes, cada vez más difíciles de distinguir (entre catástrofes absolutamente naturales frente a catástrofes tecnológicas o técnicas), no niega o reduce el derecho de sus afectados a recuperar una vida normal, digna y reparada; se trata de comprender en profundidad el riesgo que supone el entrelazamiento técnico y natural que puede convertir una catástrofe difícilmente remediable (un gran terremoto, por ejemplo), en algo absolutamente irremediable.
Como señala Jean-Luc Nancy (en L’Équivalence des catastrophes, Galilée, 2012) –y como vemos todavía en Chernóbil– una catástrofe atómica implica una propagación de sus consecuencias a través de varias generaciones humanas, supone una afectación absoluta del medio en el que se producen, afectando a todas las especies que lo habitan e incluso a los suelos en los que se volverá irreparable la vida humana y la vida en general.
Si un maremoto o un terremoto de alta escala son ya una catástrofe monumental, capaz de hundir a una civilización, basta imaginar la potencialidad destructiva que agrega una central nuclear en una costa que, a todas luces, no era el mejor lugar geográfico para situarla.
Pero hay que insistir: cuando se trata con una catástrofe nuclear no se trata simplemente de su capacidad destructiva, sino de su capacidad anti-reconstructiva, como una anulación absoluta (a todas las especies vivas) de la habitabilidad de un espacio después de la catástrofe.
Jean-Luc Nancy no cae, como tantos otros autores, en un principio de caución que suponga –o invite a– una anulación de la interconexión tecnológica del ser humano. Para Nancy la técnica no es un “medio” de vida, sino que es la forma en que vivimos y, bajo este modo de vida «todo deviene fin y medio de todo.
La paradoja que asalta este caso es, además de indignante, ilustrativa de la intrincada relación entre capitalismo y tecnología, además de cierta deriva suicida –solo para ciertas consecuencias– del sistema: viviendo un mundo en el que se desarrollan previsiones de riesgo económicas a largo plazo (y no hay distinciones, aquí existe una equivalencia total –que es la que Nancy rescata de Marx–, puede medirse la influencia financiera de cosas como un tsunami, o la rentabilidad de un golpe de Estado) y se habla de factores como la “prima de riesgo”; no existe suficiente atención a los riesgos de determinados emplazamientos tecnocientíficos, y ni siquiera se aplican políticas de precaución atentas al riesgo de determinadas zonas geográficas (uno se pregunta, entonces, ¿para qué nos servirá todo lo que aprendemos de geología, meteorología, etc.?).
Sin embargo, Jean-Luc Nancy no cae, como tantos otros autores, en un principio de caución que suponga –o invite a– una anulación de la interconexión tecnológica del ser humano. Para Nancy la técnica no es un “medio” de vida, sino que es la forma en que vivimos y, bajo este modo de vida «todo deviene fin y medio de todo.
La verdadera catástrofe es la equivalencia absoluta, el valor igualado de todo aquello que es imposible de valorar (la vida, la habitabilidad de un espacio, la posteridad de una especie…)
En un sentido, no hay más fines ni medios». Es decir, esta condición técnica de la existencia humana supone borrar o hacer más permeable la distinción entre medios y fines, ya no hay forma de saber exactamente en qué punto lo tecnológico es un medio para determinados objetivos (bienestar, menor carga de trabajo, seguridad, etc.), o un fin en sí mismo.
Ésta es la equivalencia que interesa señalar a Nancy, y que plantea expresamente ligada a esa equivalencia general que surge con el dinero (el cual otorga una forma de valorar universalmente las catástrofes –junto con el número, siempre incomprensible, de víctimas–: el coste de la destrucción, como si la destrucción fuese algo asumible en términos monetarios).
Es el dinero el que permitiría una “traducción” de las catástrofes en términos universales, pero ni siquiera el dinero es capaz de contar los años que separan la catástrofe radioactiva de su reparación.
«La equivalencia: las fuerzas se combaten y se compensan, se sustituyen las unas a las otras. En cuanto sustituimos las fuerzas dadas y no producidas (esas que denominamos “naturales”), como el viento o los músculos, por fuerzas producidas –el vapor, la electricidad, el átomo–, entramos en una configuración general en la que las fuerzas de producción de otras fuerzas y las otras fuerzas de producción o de acción mantienen una estrecha simbiosis, una interconexión generalizada que parece volver inevitable un desarrollo indefinido de todas las fuerzas y de todas sus interacciones, reacciones, excitaciones, atracciones y repulsiones que, para finalizar, juegan como un reenvío incesante de lo mismo a lo mismo.»
La equivalencia generalizada no solo es homogeneizante sino que busca evitar la responsabilidad de aquellos que asumieron riesgos que no quisieron calcular, o riesgos que el beneficio del capital volvió asumibles.
La verdadera catástrofe es la equivalencia absoluta, el valor igualado de todo aquello que es imposible de valorar (la vida, la habitabilidad de un espacio, la posteridad de una especie…).
Ante esta catástrofe no valdrán de nada los naturalismos que creen que “sacralizar” la naturaleza puede ayudar a comprender la necesidad del cuidado del medio ambiente, pues tratan de defender una serie de límites (naturaleza/técnica, pureza/contaminación, etc.) que nunca existieron como tales, pero que hoy en día resultan ridículos, y niegan el carácter ambivalente –y por ello abierto a múltiples posibilidades– del ser humano, que no es nunca ni absolutamente naturaleza ni absolutamente cultura o técnica (y, sobre todo, no ha perdido un vínculo ancestral con una “esencia de la naturaleza” que, de existir, sería también técnica, en la medida en que es producida y no dada por una entidad externa al ser humano –esa posibilidad, por supuesto, es un salto de fe–).
Por eso, una crítica de esta situación de riesgo, de esta sociedad del riesgo –como la denominó Ulrich Beck– debe partir de esta esencia técnica, de la mezcolanza en la vivimos y que hace ya indiscernible el adoquín de la arena que hay debajo.
En una ilustración dolorosa de nuestro mundo, Eduardo Salles dibuja el “Mapamundi trágico” y marca con una clave de color la diferente interpretación mediática de una catástrofe en distintas partes del mundo.
No se trata, tampoco, de que esta crítica intente separar y delimitar lo que ya es indecidible, sino de profundizar en una crítica de la equivalencia general que plantea este sistema. Es decir, la negatividad de nuestra situación no se encuentra en la falta de límites entre cosas diferentes (que ciertas cuestiones sean indiscernibles no quiere decir que sean homogéneas), sino precisamente en la búsqueda de una equivalencia general de todo, una equivalencia que, finalmente, esgrimirán los abogados al defender a la empresa que decidió situar una central nuclear frente a las costas del país de los tsunamis.
La equivalencia generalizada no solo es homogeneizante (y ello implica que no habría una distinción entre las situaciones de partida de determinados países frente a catástrofes similares, cuando lo que vemos es que éstas golpean siempre con mayor fuerza a los países que aquellos con capacidad de prevención y reconstrucción denominan “del tercer mundo”), sino que busca evitar la responsabilidad de aquellos que asumieron riesgos que no quisieron calcular, o riesgos que el beneficio del capital volvió asumibles.
La catástrofe de la equivalencia general es siempre la conversión de la vida en dinero, una central nuclear en una costa peligrosa no solo obliga a calcular los costes de una reparación medioambiental, sino también potenciales costes en vidas humanas, en seguros a pagar a familias afectadas, en abogados para intentar pagar la menor cantidad posible de esos seguros.
Salles ilustra con acierto la vergüenza y la inhumanidad que representan muchas veces los países del bienestar y la libertad, pero sobre todo ilustra la imposibilidad de la equivalencia en un enfrentamiento entre civilizaciones que no tienen miedo a la catástrofe irreparable si eso les permite ganarse el derecho a marcar el rumbo de un planeta que ni siquiera ellos saben si existirá en el futuro.
En una ilustración dolorosa de nuestro mundo, Eduardo Salles dibuja el “Mapamundi trágico” y marca con una clave de color la diferente interpretación mediática de una catástrofe en distintas partes del mundo.
En un mundo que plantea una equivalencia general, incluso en una defensa legítima de los Derechos Humanos, una catástrofe en África apenas recibe un gruñido como respuesta, una aceptación equivalente al tiempo que tardamos en poner otro canal “menos triste”; una imagen de la irrelevancia.
Está también la diferencia entre los tres únicos colores que suponen un conocimiento y reflexión sobre la catástrofe: desde el “Bueno, así es la vida”, que colorea gran parte de los países “opositores” a la hegemonía occidental, al “¡Qué gran tragedia!”, que da color a todos aquellos países miembros de esta hegemonía, pasando por el “¡Ay no, qué triste!” que representan aquellos países más afines (o en vías de ser afines de pleno derecho) a eso que se llama “países desarrollados”.
Salles ilustra con acierto la vergüenza y la inhumanidad que representan muchas veces los países del bienestar y la libertad, pero sobre todo ilustra la imposibilidad de la equivalencia en un enfrentamiento entre civilizaciones que no tienen miedo a la catástrofe irreparable si eso les permite ganarse el derecho a marcar el rumbo de un planeta que ni siquiera ellos saben si existirá en el futuro.
«Exigir la igualdad para el mañana es, primer que nada, afirmarla hoy, y en ese mismo gesto denunciar la equivalencia catastrófica. Afirmar la igualdad común, comúnmente inconmensurable: un comunismo de la inequivalencia.»
