En defensa del libre consumo

La curiosidad es el cimiento de la naturaleza humana. Nuestra historia como especie se basó en el afán de entenderlo todo: desde los grandes fenómenos celestes hasta el menor detalle de nuestro cuerpo. Las drogas, por supuesto, no fueron la excepción. Rituales, medicina, festividades… el uso de psicotrópicos es patrimonio cultural, y la Edad Contemporánea les ha declarado la guerra.

Siendo realistas, las drogas producen bienestar; esa es su problemática. Causan un placer tan exótico que es difícil de administrar y, por tanto, puede ser adictivo. Sola dosis facit venenum (“Solo la dosis hace el veneno”) fue el primer proverbio en explicarlo. Lo que convierte un estupefaciente en tóxico no es la sustancia sino la cantidad; por eso existen adictos a la morfina o al diazepam cuando, en pequeñas dosis, son tratamientos clínicos. Ocurre algo similar, por ejemplo, con la cocaína: nuestro cuerpo apenas sufre por consumirla una vez, pero un exceso continuado puede acabar en sobredosis o adicción.

En esencia, las drogas son un arte humano. Alcohol para divertirnos, nicotina por placer, morfina para dormir, cafeína para trabajar… La legalidad de estas sustancias nos permitió familiarizarnos con ellas y aprender a usarlas con el tiempo. Sin embargo, otras como el cannabis o la cocaína llevan décadas perseguidas por las instituciones. ¿Cuál es el criterio para prohibir unas y regular otras? ¿Tiene sentido perseguirlas?

Históricamente hablando, la prohibición no funciona. Su primer intento, la Ley Seca de 1920, fue un fracaso ejemplar. Los millones de dólares que generaba el alcohol anualmente pasaron a la economía sumergida y empezaron a financiar el contrabando. Surgieron bares clandestinos (speakeasies), aumentó el consumo adolescente, se forjaron mafias… Otro intento fue la convención de las Naciones Unidas de 1961, dónde el motivo para penalizar las drogas era “conservar la salud pública”. Curiosamente, en la siguiente convención de 1988 implantaron más medidas porque, tras décadas de prohibición, se habían formado organizaciones de narcotráfico tan grandes que podían derrocar países. En vez de dar un paso atrás y regular los psicotrópicos, la ONU les declaró la guerra. El resultado es que hoy, en Latinoamérica o África, tiene la misma autoridad un cártel que un gobierno.

Retomando la pregunta anterior, ¿cuál es el criterio para permitir unas sustancias y penalizar otras? Tal vez pienses en la peligrosidad: cuánto más perjudiciales, más fácil es que se prohíban. Sin embargo, los hongos alucinógenos son legales en Países Bajos y el éxtasis no. ¿Acaso no es más arriesgado estar ocho horas alucinando que estar una hora eufórico? Lo mismo ocurre en España con las bebidas alcohólicas y el cannabis. Si bien la marihuana es nociva, el alcohol empeora más la coordinación, altera el juicio y deja secuelas posteriores (resaca, lagunas mentales). Abusar del cannabis una noche puede acabar, como máximo, en vómitos o somnolencia, mientras que un abuso de alcohol puede provocar un coma. Además, la conducta de un sujeto ebrio es notablemente más peligrosa, pues el alcohol vuelve a las personas más irritables y disminuye el sentido del miedo. Por eso la mayoría de altercados en fiestas son causados por individuos bebidos, mientras que el perfil de fumador cannábico tiende a ser alguien en estado de relajación o “risa tonta”. En definitiva, no existe coherencia alguna en prohibir la marihuana y aprobar el alcohol; es simplemente una tradición histórica.

También es interesante la comparativa entre las bebidas alcohólicas y la cocaína. Por ejemplo, el síndrome de abstinencia o “mono” del alcohol etílico puede llegar a ser letal pero el de la cocaína no; se limita a jaquecas, ansiedad o psicosis. El alcohol afecta a la percepción y el equilibrio mucho más que la cocaína. De hecho, un sujeto que haya consumido esta última puede pasar perfectamente las pruebas de sobriedad en un control policial (caminar sobre una línea, pararse sobre una pierna…), evidenciando que alguien ebrio es menos apto al volante. El dato más increíble es que de las 425.000 muertes en 2016 por uso de estupefacientes, el 44% fueron relativas a bebidas alcohólicas (cáncer de hígado, cirrosis…) mientras que la cocaína apenas supuso un 1,9%.

Sabiendo esto, ¿sería factible despenalizar el cannabis y la cocaína? La prohibición no funciona y el consumo crece día a día. Si es imposible acabar con las drogas, lo más sabio es aprender a convivir con ellas. Un Estado no puede erradicar los estupefacientes, pero sí puede garantizar la seguridad de los mismos y educar en el consumo responsable. Pese al prejuicio general, la legalización es una alternativa realista y supondría un avance en muchos sentidos.

Aunque el uso del alcohol es dramático, cabe aclarar que se abusa de él porque es la única droga festiva legalmente accesible. En España solo se estiman 250.000 alcohólicos frente a 47 millones de habitantes, lo que no supone ni un 1% de la población. ¿Cómo es posible que, siendo una sustancia tan nociva, haya tan poco alcoholismo? La respuesta es fácil: sabemos consumirla. Gracias a la normalización del alcohol, cualquier joven sabe moderar la ingesta en función de si quiere ir “contento” o totalmente ebrio. Conocemos todos los efectos y los tipos de alcohol a la venta. Disponemos de lugares seguros para consumir (bares, discotecas) y nuestros amigos sabrían actuar si algo ocurriera. Con la cocaína, sin embargo, es muy distinto. Apenas nadie conoce las cantidades óptimas o los posibles efectos adversos, aumentando así el riesgo de percance. Al no poder tomarla en lugares públicos, se acaba consumiendo a escondidas en las peores condiciones, sin poder tampoco llamar a un médico en caso de accidente por temor a represalias posteriores. Teniendo en cuenta que es imposible erradicar esta sustancia, lo más inteligente sería reducir sus riesgos y mejorar su entorno de consumo.

Frente a la opinión popular, legalizar una droga no incrementa necesariamente su número de usuarios. La marihuana, por ejemplo, está permitida en Holanda y sus tasas de consumo son menores que las españolas. Los países europeos con mayor número de fumadores de cannabis son Francia, Dinamarca, Italia y España, estando prohibido en todos ellos. Otro ejemplo es Estados Unidos: este país reguló la marihuana hasta 1930, y por aquel entonces se consumía menos que hoy estando ilegalizada.

No hay que olvidar que la seguridad de una droga también depende de su composición. Si los psicotrópicos formasen parte del mercado, pasarían controles de calidad obligatorios, igual que el alcohol. Adjuntarían un prospecto (como cualquier otro fármaco) detallando sus componentes, dosis máxima por kilogramo, posibles efectos e instrucciones en caso de accidente. Pero la realidad hoy en día es que nadie sabe lo que toma. El hachís se combina con estiércol y caucho, la marihuana se mezcla con orégano, la cocaína se corta con talco o tiza… Todo ello sin que el consumidor sea consciente y, por supuesto, siendo más perjudicial para el organismo que la droga en sí misma.

Si la lucha contra los estupefacientes no ha dado fruto en un siglo, es momento de probar vías como la regulación. Más turismo extranjero, más puestos laborales y nuevos impuestos para las arcas públicas. Consumidores más informados y una juventud consciente de lo que le rodea. En resumen, legalizar significa avanzar.

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