Tras tantos y tantos años alejado de aquel lugar, por fin volvía a verla: la finca de sus abuelos, en plena campiña andaluza. Allí había pasado su más tierna infancia, pero ahora todo le resultaba extraño. Dicen que las células del cuerpo se renuevan, y que, por tanto, nunca somos la misma persona. Quizás hubiera pasado lo mismo con sus recuerdos: habían sido sustituidos por otros más recientes. No obstante, en medio de la vorágine de destrucción y sustitución celular, sí había una imagen que había permanecido indeleble con el paso de los crueles años, y era el pozo de la finca, aquel pozo que no había cesado de obsesionarlo durante toda su mediana existencia.
…
Cuando era niño, su abuelo solía contarle historias increíbles, sentados al lado del viejo pozo de piedra de la finca, durante las noches de verano. Su memoria infantil no recordaba con precisión ninguna de aquellas historias que le hacían soñar despierto; pero sí sabía que estaban llenas de aventuras, de magia, de fantasía, de locura sana.
La imaginación de su abuelo parecía no conocer límites; embaucaba con la primera oración, y quien lo escuchara permanecía preso del encanto de su narrativa hasta que llegara la apoteosis final, cuando ya el alba comenzaba a arañar el oscuro abismo de la noche.
Al concluir, siempre preguntaba a su abuelo si aquellas historias eran de verdad; ansiaba saber si sus personajes existían en la realidad, si podría llegar a conocerlos y ser como ellos. Su abuelo le respondía que los relatos que le contaba brotaban del infinito. Él jamás comprendía el significado de aquella palabra, así que su abuelo le hacía mirar hacia al cielo o en el pozo. «El infinito —le explicaba— es allí donde no llegan los limitados sentidos humanos. No puedes tocar las estrellas, ni puedes ver el fondo del pozo. Para conocer lo que existe más allá es necesario utilizar la imaginación, aunque cada uno lo imagina de forma diferente. Allí, en la inmensidad del infinito, es donde surgen la fantasía y la magia. Es otro universo, donde no existe la tristeza de los sentidos. Allí absolutamente todo es posible, hijo; allí es donde surgen estas historias que tanto te gustan».
Aunque ya hubiera escuchado la explicación varias veces, el muchacho jamás terminaba por comprender qué quería decir su abuelo: ¿los seres fabulosos vivían bajo tierra y en el pozo se encontraba la entrada a sus reinos?, ¿o quizás viniesen de las estrellas, y descendían a la Tierra cabalgando sus criaturas aladas?
Permanecía horas y horas contemplando ora el pozo, ora el cielo.
Cada vez que alguien extraía agua de aquel, se excitaba ante la idea de encontrar escondida en el cubo a alguna de aquellas criaturas. Siempre tenía preparadas golosinas para dar la bienvenida a sus nuevos amigos; pero su desilusión era mayúscula cuando comprobaba que en el cubo solo había agua. Entonces, se acercaba al pozo y aupaba su pequeño cuerpo sobre el borde; acto seguido, lanzaba una de las golosinas, y la seguía con la vista hasta que desaparecía en la oscuridad, sin ninguna respuesta a cambio. Otras veces, cuando se encontraba oteando las entrañas del pozo, el corazón le daba un vuelco al percibir un extraño brillo al fondo; pero a los pocos segundos se percataba de que tan solo era el reflejo del sol en el agua, y su espera seguía sin satisfacerse.
Cuando vigilaba el manto de estrellas, noche tras noche su decepción era la misma que cuando escudriñaba las profundidades de la tierra: jamás llegó a percibir ninguna criatura alada, por muchas golosinas que siempre dispusiera en un lugar bien visible, en general, en las copas de los árboles más altos.
…
Tras franquear las amplias puertas que daban la bienvenida al patio, se aceró al pozo de su infancia. Seguía como lo recordaba, aunque ya careciese de cuerda y la polea y el cubo no hubiesen resistido al ataque del oxígeno. Como solía hacer cuando niño era, lanzó una golosina al fondo del pozo. No la arrojó con ninguna intención en particular: simplemente, era un gesto que quería hacer en homenaje a su abuelo y a sus relatos. La golosina se perdió de vista.
Tampoco escuchó el sonido que hace el agua cuando se traga un cuerpo sólido. Por su parte, el cielo le regalaba una magnífica noche estrellada; pero una noche estrellada como otra cualquiera, imposible de descifrar.
Echaba de menos aquellas historias, no porque ya le resultara imposible oírlas, sino
porque ya no era un niño. Era una de las contradicciones de la vida: cuando se es pequeño, se quiere ser adulto, y cuando se es adulto, se quiere ser pequeño. Su imaginación se había atrofiado a causa del modernismo de la ciudad. En aquella masa de hormigón y cemento no existía aventura, ni magia ni fantasía. Tan solo existía la locura, pero se trataba de la locura de verdad.
La idea del infinito había calado hondo en su ser. En realidad, jamás se había desprendido de ella. Se había esforzado —en vano— por ponerla en práctica, por soñar, por imaginar, por vivir en ese universo donde no existía el sufrimiento que provocan los sentidos. Pero cuando una rutina apremia, cuando una necesidad de este mundo se manifiesta, son nuestras ansias de volar quienes vuelan, y no nosotros mismos.
Sin fantasía, aquel mundo no era sino una tierra yerma, moribunda.
Volvió a mirar hacia abajo, hacia las entrañas del pozo. Como muchas veces de pequeño, percibió un extraño brillo al fondo. Era imposible que fuera el sol, pues era de noche; tampoco era probable que fuera la luna, porque estaba desenfilada. Pero no había escuchado el sonido del agua cuando había lanzado la golosina, hacía apenas un minuto. ¿Sobre qué existía ese desconocido reflejo? Decidió inclinarse sobre el borde, con la esperanza de robarle centímetros a la oscuridad.
Decidió inclinarse todavía más, pero el misterio seguía sin resolverse.
…
Cuando quiso darse cuenta, su cuerpo caía por la garganta del pozo. El brillo se acercaba a una velocidad vertiginosa, pero su tamaño todavía no constaba sino de algunos centímetros.
Caía y seguía cayendo… El brillo inundaba las paredes. Su tamaño había crecido
considerablemente desde que, sin percatarse lo más mínimo, había decidido saltar al pozo.
Y siguió cayendo durante lo que parecieron ser horas y horas. Pero… no, no estaba
cayendo. ¿Ahora estaba ascendiendo a través del pozo, quizás? La gravedad estaba invertida. El tiempo dejó de tener sentido alguno. La luz inundaba lo más profundo de su ser, lo calentaba desde dentro y le hacía sentir un placer desconocido hasta entonces.
Y, por fin, llegó al final del recorrido, al lugar que había imaginado desde pequeño: el
Infinito —la magia, la fantasía, la locura sana— le dio la bienvenida, y para siempre
permanecería en su regazo, tanto en las profundidades de la tierra como en las cumbres del cielo…