El mar acepta todo y escupe muchas cosas. En la línea de costa, sobre todo en las playas, se produce el indefinido intercambio entre mar y tierra, entre mundos vitales paralelos que se interpenetran de una forma amable y que parece incluso ordenada.
Entre mar y tierra en el Atlántico marroquí pasea la hermosa mujer que se ha separado por un momento de su pareja, como si fuera libre, y parece absorber, cubierta su natural belleza con multitud de telas, el paso del brillo del sol en las aguas atlánticas al brillo del astro en el cielo. En su mirada y en sus delicados andares parece posarse el difuso horizonte marino. Su delicadeza se convierte en pregunta para el fotógrafo viajero. La pregunta habla de su felicidad en libertad y de si es posible ser feliz sin ser libre.
Al fotógrafo le gustaría saber si el aparente amor que muestra discretamente hacia el hombre que va con ella no estará demasiado condicionado por lo que simbolizan las telas que la cubren y no permiten apreciar los matices de lo que el viajero piensa que es una sugerente piel y unas formas atractivas y suaves llenas de pasión contenida.
La cultura en la que uno nace es un bien apreciable que permite la inserción en un grupo que completa la vida, la propia, que le da un sentido y una unidad que se hacen necesarias. Pero si ese uno es femenino, la cultura en la que nace se complementa con unos cerrojos innecesarios cuyas llaves poseen los hombres y a los que las mujeres, con su gran capacidad de construir lo social, parecen adaptarse de una forma muy alejada de la libertad, ese destino tan natural para el humano masculino y femenino como el difuso y cambiante límite entre mar y tierra de la línea de costa en cualquier playa del mundo.