- Introducción.
Lo primero que voy a decir va a sonar muy pedante, pero tengo un motivo para hacerlo. Mis alumnos dicen que soy un héroe disfrazado de profe y me llaman Superprofe. Para mí es un orgullo y me encanta, pero no por ego personal, sino por saber que ellos pueden contar con alguien así, alguien que los comprenda y los defienda. Da igual que sea yo o que sea otra persona. Lo importante es que los estudiantes sientan el apoyo de algunos profesores y sepan que no están solos en este cuento llamado universidad. Llevar el disfraz de Superprofe no siempre es tan guay como pudiera parecer. A veces, como ocurre ahora, tienes que enfundarte dicho disfraz para ganarte (o al menos intentarlo) el apelativo.
Dado que este artículo va de tontos, de unos tontos concretos, voy a estructurarlo en apartados enumerados para que, en caso de que estas reflexiones lleguen a manos de esos tontos, sean capaces de seguir la argumentación sin perderse. Además, para que la lectura les resulte más amena a esos tontos, adornaré cada apartado con un título. Por ejemplo, ahora mismo estamos terminando el primer punto, que se titula “Introducción”. De nada.
- Definición de tonto.
Se entiende por tonto a una persona carente de sentido común. Eso significa que en este escrito no estoy insultando a nadie. Solo pretendo poner de manifiesto un hecho difícilmente cuestionable, o al menos eso creo. Juzguen ustedes cuando terminen de leer.
- El estado de la cuestión.
Soy un profesor universitario que, por culpa de mi otro perfil (escribo novelas de intriga), he desarrollado una capacidad crítica y una paciencia infinita para analizar a las personas que me rodean. Por poner un ejemplo, me gusta detectar entre mis compañeros a cavernícolas de facultad, pedantes de facultad, acomplejados de facultad o trastornados de facultad. Hoy se han celebrado elecciones a decano. En el momento en que estoy escribiendo esto, no sé quién ha ganado (aunque lo intuyo), pero eso no importa porque el contenido de este artículo no tiene que ver con los resultados sino con el proceso. Lo curioso es que, habitualmente, nadie quiere ser decano. Lo común es “engañar” a alguien, convencer a algún despistado para que se meta en un fregado que no suele generar sino problemas. En esta ocasión, por el contrario, hay dos candidaturas. Una es una candidatura continuista, una candidatura que daba por hecho que no habría rival, pues jamás se le imaginó ni se le esperó. Pero apareció ese rival.
- La guerra fría.
Durante toda la campaña he escuchado de todo. Ha habido presiones a profesores, insinuaciones que rozan la difamación, burlas, bromas sarcásticas (aquí me incluyo como prota), rencores, odios, cuchillos, venganzas, política universitaria, obsesiones… Todo por una serie de cargos. Eso sí, la lucha no se ha producido frente a frente, sino por la espalda o mediante indirectas, y siempre en círculos privados de dos o tres personas. Ningún profesor reconocería abiertamente, en público, que ha recibido presiones o que ha escuchado difamaciones. Una auténtica guerra fría. Yo mismo he sufrido presiones. Mi ventaja es que, en calidad de escritor retorcido de relatos cómicos, estas situaciones son oro para mí. He disfrutado, me he reído con todos y cada uno de los chismes, acusaciones, descalificaciones, exageraciones y mentiras que han llegado a mis oídos. Para un cabroncete como yo, esto no tiene precio. No tiene precio observar a una manada intentando despellejar y arrancarle las vísceras a sus adversarios, o incluso arrancarse las propias para sembrar de casquería toda la facultad.
- Las tropas.
El problema de la universidad es más serio de lo que podemos imaginar. La edad media del profesorado supera los cincuenta años. Por tanto, son personas de más de cincuenta las que entran en conflicto, personas que deberían estar en la reserva. No me estoy refiriendo a los candidatos a decano ni a los posibles vicedecanos; o al menos no solo a ellos. Me estoy refiriendo a todo el profesorado que ha tomado parte en la guerra. Muchos parecen soldaditos frustrados que llevan décadas esperando una oportunidad para entrar en la batalla. El nivel de beligerancia, si bien soterrado, ha alcanzado la excelencia. Yo, como espectador, he sido testigo de que hay compañeros que lo han dado todo, se han vaciado, han quitado el polvo a las armas y, con toda la torpeza del mundo, las han utilizado para encañonar. Sin embargo, su espectáculo grotesco no ha sorprendido a casi nadie, salvo al alumnado. No me refiero exactamente a que los profesores sorprenden a los alumnos. Mi reflexión es mucho más general. Hablo de mayores que sorprenden a jóvenes. Los jóvenes tienen una visión bastante distorsionada de los mayores. Los mayores somos unas personas que, de jóvenes, tuvimos nuestras manías, nuestros caprichos, nuestras obsesiones, y, con el paso de los años, esas manías se han ido enquistando en nuestras cabezas. La mayoría de nosotros, al ir avanzando en edad, involuciona. Nos convertimos en tiquismiquis, en personas obsesas, pedantes, maniáticas, desconfiadas. Lo peor de esa involución es que nuestro cerebro cree que somos más sabios y eruditos, de manera que miramos a los jóvenes como seres inexpertos e intelectualmente inferiores. Estamos aquí, en el mundo, para tutelar a la juventud. Fanfarroneamos, no nos cansamos de repetir que somos la voz de la experiencia. Error. La edad no te da experiencia, sino perspectiva. La perspectiva, si no la cuidamos, se suele distorsionar. Nosotros, los mayores, apelando a la experiencia que nos hemos arrogado, nos permitimos el lujo de dar lecciones a los jóvenes, y los jóvenes, casi siempre, nos compran esas lecciones. ¿Por qué? Porque los jóvenes, si bien tienen muchísimo más sentido común, también detentan más inseguridad en sí mismos y se dejan llevar por nosotros.
Pues bien, dentro de esa tergiversadora relación generacional, los peores somos los docentes. Al docente le gusta dar leccioncitas más que a nadie, y, en base a su sabiduría, nunca estará dispuesto a permitir que un joven le replique o lo contradiga.
- Las víctimas.
Como he dicho, me resulta inspirador y festivo ver a mis compañeros enzarzados en comentarios barriobajeros. Sé que en esto soy abominable, pero esa es la parte chunga, el precio que tiene que pagar mi alma de escritor. Sin embargo, hay una línea que no estoy dispuesto a reír ni a perdonar. Y esa línea se ha traspasado. No tolero que metan al alumnado en sus mierdas de mayores, ni que hayan intentado utilizar a los estudiantes aprovechándose de su inseguridad. Mi denuncia trata de presiones al estudiante, de sus sensaciones, de sus decepciones. Los alumnos, en este proceso electoral, han sentido que han querido comprarlos. Entre los tontos, por supuesto, nadie barajó la obviedad. La obviedad es que el alumnado vota en base a criterios propios, en función de lo que crean mejor para su colectivo. Un estudiante, gracias a la libertad que le proporciona su frescura y su juventud, siempre vota analíticamente, con coherencia. Los profesores suelen votar por afinidades personales, un criterio tan maduro y racional como la opinión de un fanático. Los tontos presionan porque no saben hacer otra cosa. Necios. Nadie tiene derecho a cuestionar a los alumnos, a tildarlos de traidores o a enfadarse por no contar con su apoyo. Los alumnos nos pagan el sueldo, así que menos corporativismo y más sensatez. Siempre he dicho que una universidad es grande si sus alumnos están orgullosos de ella. Hay quien se empeña en ponérselo difícil, quien defiende un sistema donde un alumnado masoquista paga a un profesor sádico para que lo putee. Estos alumnos, los de ahora (al menos en mi facultad), se niegan a comprar esa máxima y están dispuestos a revertir tal perversión del sistema.
Me voy a permitir una sugerencia para quien sepa interpretarla. Querido alumno. Antes te utilizaban (soy testigo porque llevo muchos años aquí); ahora te intentan utilizar. La manera más fácil de manipular al estudiante es dividirlo. Si tú, por ejemplo, estás en un colectivo de representación estudiantil, lucha por un bloque compacto, por decisiones comunes, porque, en caso contrario, los mayores, a pesar de tontos, jugarán contigo. Otra opción igual de válida consiste en discrepar con las decisiones del colectivo y, en caso de no aceptarlas, salirte de dicho grupo.
- El futuro.
Los alumnos terminan y se van. Los tontos siguen. Siguen y seguirán protagonizando mis relatos. No todos son tontos, claro, no generalicemos. Muchos profesores suscribirían mis palabras, pero ninguno se atrevería a dejar constancia escrita, porque considerarían que estarían arriesgando mucho y que harían daño a sus compañeros. A mí me dan igual mis compañeros, quienes, como he dicho, no me pagan el sueldo. He llegado a un punto de mi vida en que solo me importan los alumnos, las personas que han leído mis novelas y la gente que hace zumba. Hago relatos humorísticos del día a día, manejando personajes como el Profesor Presumido, el Profesor Celoso, la Profesora Hermética, el Profesor Dos Punto Cero, Buzz Lightyear (que te suspende y suspende hasta el infinito y más allá), la Profesora Psicópata… Solo es humor, pero el fondo tiene una carga tan tristemente real que dan más ganas de llorar que de reír. Que un alumno te diga que estaba orgulloso de su universidad, que paseaba el logo de su universidad serigrafiado hasta en los calzoncillos, y que una pandilla de tontos lo han decepcionado, es como para replantearse qué estamos haciendo. Lo peor es que siempre llego a la misma conclusión: es una batalla perdida. No se puede pedir a las personas más de lo que pueden dar. Es más, sería cruel e injusto. Un tonto no deja de ser tonto. Un cerebro básico y rudimentario no puede evolucionar; no a los cincuenta y tantos.
- Moraleja.
Odio las moralejas, pero… Querido alumno. Si alguna vez te da clase un primate de orden inferior, espero que tu título universitario compense los posibles daños neurológicos que pueda causarte.