La profanación de lo improfanable es el deber político de la próxima generación.
Giorgio Agamben, Profanaciones.
Carl Schmitt sostenía que todos los conceptos que utilizamos para pensar el Estado son conceptos teológicos secularizados. Así, el soberano por ejemplo, era una figura cuyas resonancias la emparentaban con el concepto de milagro (ya que el soberano, tal y como se lo ha conceptualizado, es aquel que decide sobre el estado de excepción).
Es decir, la figura misma del soberano debía estar, simultáneamente, sometida al orden y fuera del mismo (única manera de juzgar una excepcionalidad como tal, es decir, desde la propia excepcionalidad de la figura).
Giorgio Agamben (Roma, 1942), ha dedicado buena parte de su obra a este esfuerzo. Su serie sobre el Homo Sacer examina el sustrato teológico secularizado de nuestra realidad política
Simplificando mucho las ideas de Schmitt, lo que podemos retener y aplicar a nuestro mundo contemporáneo es que, muy probablemente, podremos comprender mejor las palabras y conceptos que utilizamos si indagamos en su posible influencia religiosa.
Giorgio Agamben (Roma, 1942), ha dedicado buena parte de su obra a este esfuerzo. Su serie sobre el Homo Sacer examina el sustrato teológico secularizado de nuestra realidad política: desde la economía a los aeropuertos, retomando el hilo religioso que permite comprender los orígenes de algunos de nuestros conceptos políticos más importantes.
Sin embargo, el verdadero problema es entonces cómo abordar una profundización en el proceso de secularización, de forma que podamos resituar (y, de alguna manera, actualizar) estos conceptos.
En un mundo que se pretende laico esto resulta todavía más problemático, ya que un sustrato religioso de un concepto no implica una institución religiosa del mismo.
Esto se comprende fácilmente en el caso del matrimonio: podemos independizarnos de la consagración religiosa institucionalizada, pero la institución en sí, por mucho que insistamos en secularizarla –o incluso ampliarla más allá de los esquemas de género que sostenía originariamente–, seguirá siendo una institución heredada de la religión.
Como sostiene Agamben en su “Elogio de la profanación” (Anagrama, 2005), lo sagrado es aquello que ha sido sustraído al libre uso y al comercio, son aquellas cosas cuyo uso está restringido a los dioses (o a aquellos humanos más cercanos a estos)
Basta mirar a nuestras instituciones políticas para encontrar ecos de su inspiración religiosa: la trinidad en la división de poderes, el concepto de soberanía, el de estado de excepción, etc. Como vemos, no se trata estrictamente de la significación de estas instituciones y rituales, podemos vaciarlas completamente de toda obediencia religiosa, pero sus genealogías, casi siempre, llevan la marca de la religión. Por tanto, no se trata ya de un proceso de secularización, sino de un proceso de profanación.
Para comprender el significado de esta necesaria profanación, primero debemos dedicar unas líneas a la sacralización.
Como sostiene Agamben en su “Elogio de la profanación” (Anagrama, 2005), lo sagrado es aquello que ha sido sustraído al libre uso y al comercio, son aquellas cosas cuyo uso está restringido a los dioses (o a aquellos humanos más cercanos a estos).
Así, el significado de religión, más que el consabido re-ligare (re-unir, congregar), es antes bien re-legere, re-leer, es decir, una vigilancia de lo sagrado. ¿Qué es lo que debe vigilarse?
La separación entre lo sagrado y lo profano, lo que implica una re-lectura de la religión como algo más que unos ritos encaminados a la redención, el amor a dios y al prójimo, etc., sino que debemos entenderla como la observación de la recta separación entre el mundo de (los) dios(es), y el nuestro.
Si pensamos en el proceso de sacralización de algunos elementos de nuestra sociedad, llegaremos a la conclusión de que éste consiste en su sustracción del uso común, no importa lo que sea, personas, lugares, cosas, prácticas
En este sentido, cobra incluso mayor importancia la figura de los mediadores entre ambos mundos, ya que su institución adquiere así el carácter de reguladora del orden cósmico (y de agente de aduanas entre un mundo y otro).
Si pensamos en el proceso de sacralización de algunos elementos de nuestra sociedad, llegaremos a la conclusión de que éste consiste en su sustracción del uso común, no importa lo que sea, personas, lugares, cosas, prácticas; lo que importa es que algo del mundo “humano” queda fuera del uso común, y pasa a formar parte de la esfera de lo sagrado.
El objetivo de la profanación, entonces, debe verse como una recuperación, una restauración de las cosas al uso libre, no regulado ni convertido en un elemento de castigo o redención. Pero atañe también a esta separación entre los dos mundos, una negligencia necesaria con unas fronteras que, como suele suceder, dicen separar a humanos de dioses, pero en realidad solo separan a unos humanos de otros.
Agamben señala el ejemplo del juego, ya que en su versión actual vemos la pervivencia del rito pero sin su mito, y libera así a la humanidad de las exigencias de lo sagrado; la praxis, al menos en este caso, supera a la mitología (que es lo que daba sentido al rito).
Agamben aprovecha las reflexiones de Benjamin en “El capitalismo como religión”, para explorar esta idea, y encuentra en el concepto de consumo uno de los pilares de la “religiosidad” capitalista
Todo esto es en sí suficientemente problemático pero, ¿qué pasa cuando empezamos a notar en el capitalismo un funcionamiento similar al de la religión?
Y hay que recordarlo, no solo ese sentido de lo religioso como horizonte de redención y de sentido a nuestros actos y destinos, sino lo religioso como esa función de separación de determinadas prácticas, determinadas personas y países, etc., a una esfera superior, que justifica y da sentido a una jerarquía que pretende separar y diferenciar lo que es igual de nacimiento (y de muerte, que es, de todas, la igualdad más profunda).
Agamben aprovecha las reflexiones de Benjamin en “El capitalismo como religión”, para explorar esta idea, y encuentra en el concepto de consumo uno de los pilares de la “religiosidad” capitalista:
«Como sucede con las mercancías, donde la separación es inherente a la forma misma del objeto, que se escinde en valor de uso y valor de cambio, y se transforma en un fetiche inaprensible; así todo aquello que es actuado, producido y vivido –incluso el cuerpo humano, incluso la sexualidad, incluso el lenguaje– es dividido de sí mismo y dislocado en una esfera separada, que no define ya ninguna división sustancial y en la que todo uso se vuelve duraderamente imposible. Esta esfera es el consumo.»
¿Qué cosas nos sustrae el consumo del uso común? En el ejemplo de Agamben, los cuerpos, la sexualidad, el lenguaje pero parece ser algo sin horizonte, ¿no consumimos a veces el cariño por nuestros abuelos porque con eso una bebida vende más?
El consumo carga, por tanto, una doble paradoja: al inscribir las cosas en su esfera y sustraerlas del uso común (por ejemplo, un juego de fútbol se transforma en un acto de consumo de productos deportivos, y en un acto publicitario gracias a las etiquetas de las marcas de estos, etc.), restringe lo que supuestamente ofrece y separa a los humanos en dos clases, los que tienen dinero y pueden consumir, y los que no (lo que involucra un serio problema de integración social); pero también es en sí mismo paradójico puesto que el consumo no es un uso posible, ya que consumar (y consumir) algo es agotarlo en su utilidad, en su propia existencia, como una vela, cuyo único sentido es desaparecer.
Es decir, que una praxis que en su esencia es autodestructiva se transforma en el elemento supremo que separa los “nuevos” dos mundos, entre lo sagrado del capital y lo profano demasiado humano.
Permitiéndonos el retruécano: consumiendo nos consumimos consumiendo el consumo (y qué decir de esa con-sumición, que suena demasiado parecida a una sumisión en común, sumada a una consumación de la comunidad, de lo común, etc. Cabe recordar aquí a Jean-Luc Nancy: «La comunidad no es una meta, es una tarea»).
Todo lo que toca el consumo separa más a la humanidad, se vuelve un producto a extinguir, una demanda a ofertar.
¿Qué cosas nos sustrae el consumo del uso común? En el ejemplo de Agamben, los cuerpos, la sexualidad, el lenguaje pero parece ser algo sin horizonte, ¿no consumimos a veces el cariño por nuestros abuelos porque con eso una bebida vende más?
Todo lo que toca el consumo separa más a la humanidad, se vuelve un producto a extinguir, una demanda a ofertar. Baudrillard sostenía que el consumo es la forma en que nos integramos a lo social, que se ha convertido en un elemento de socialización, es decir, que interviene en todos esos elementos que nos hacen ser sociables; incluso que la forma en que entendemos nuestra sociabilidad es, en verdad, el consumo.
A veces profanar esta clase de elementos implica asumir una cierta negligencia con lo social, defender incluso cierta indiferencia, pero a veces también cierta misandria, a veces es necesario detestar un poco al humano del siglo XXI, que hace cola durante días para comprarse un nuevo teléfono, pero que no es capaz de desarrollar una actitud crítica frente a los medios de comunicación (que consume de la misma manera que sus redes sociales). Pero esa actitud puede convivir, como insiste Agamben, con una actitud de juego: no hay nada más subversivo con una norma que menospreciar su carga de sentido y volverla juego, hacer una parodia de todo ello. Solo así, con algo a medio camino entre el juego y el desprecio, podremos profanar una sociedad que se encamina a su consumo.
