De la mano a la libertad, los humanos según La isla de las flores
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La mano, instrumento del tiempo que la ha hecho, se ha convertido, por lo tanto, en instrumento de un tiempo que ella ha hecho: hija del tiempo, es ella quien ahora lo engendra.

Jean Brun, La mano y el espíritu.

Conocemos las cosas al distinguirlas de otras pero, ¿qué podemos hacer cuando algo se parece demasiado a aquello de lo que queremos distinguirlo?

Por ejemplo, nuestras manos, cuya pertenencia al género de lo humano vendría dada por la presencia del pulgar oponible, ¿son iguales a las manos que poseen muchos primates, por el hecho de contar, también, con un pulgar oponible?, ¿por qué seleccionar, no ya la mano, sino dentro de ésta, el pulgar oponible?

Se trataría de un rasgo fisiológico que ha destacado por su participación en la historia humana, ya que gracias a la maniobra de pinza podemos sostener con firmeza herramientas como el martillo o el lápiz.

El pulgar oponible sería así la prueba de que los humanos, a diferencia de otros primates, somos (y debo incluirme en la medida en que escribo, aunque relegue al pulgar la función del golpe a la barra espaciadora) los únicos que usamos herramientas.

O eso creíamos, basta ver al panda usando su pulgar para limpiar las ramas de bambú, o a otros primates, consiguiendo hormigas gracias a los palos que sostienen con sus ¿manos?

Tal vez lo específicamente humano sería el haber convertido a la mano en herramienta pero, sobre todo, en herramienta definitoria de lo humano, en un círculo que a veces es virtuoso, pero también vicioso: la mano es el instrumento que encontramos en las extremidades de los humanos, los humanos son aquellos que tienen manos en los extremos de sus brazos.

Este problema de la circularidad no es casual, lo encontramos en prácticamente todos los intentos por definir algo así como una esencia de lo humano.


En El tocar, Jean-Luc Nancy (Amorrortu 2001), Derrida analiza esta tendencia a hacer de la mano el órgano fundamental del tacto –pese a que éste se extiende por todo el cuerpo–, y de la mano el rasgo característico de lo humano, lo que define como humanoísmo (Humainisme, en francés, que suena exactamente igual que humanisme).


Heidegger, por ejemplo, negaba que los primates tuvieran manos, por mucho que tuviesen pulgares oponibles, e invitaba a considerar eso que tienen los monos en sus extremidades como “garras”.

Esto tampoco es casual, Heidegger intentaba así quitar toda la animalidad posible que él, pese a todo, seguía viendo en sus manos. Así, la mano quedaba imbuida de una humanidad esencial, cuya participación en lo humano sería la participación en la técnica.

Esta asociación de lo humano con la mano es transversal a toda la historia de la filosofía, siempre que se habla de la mano se hace el esfuerzo por llevarla hasta su carácter de rasgo definitorio de lo humano (Aristóteles, por ejemplo, comparaba al alma con la mano, ya que es instrumento de instrumentos, igual que el alma es forma de formas).

Ha sido Derrida quien ha destacado y analizado esta cuestión en el libro que dedicó a su amigo Jean-Luc Nancy. En El tocar, Jean-Luc Nancy (Amorrortu 2001), Derrida analiza esta tendencia a hacer de la mano el órgano fundamental del tacto –pese a que éste se extiende por todo el cuerpo–, y de la mano el rasgo característico de lo humano, lo que define como humanoísmo (Humainisme, en francés, que suena exactamente igual que humanisme).

Descartes, al parecer, no tuvo ese problema, la solución fue fácil: los humanos se distinguen de los animales, incluso de los primates que se le parecen muchísimo, por el hecho de tener alma.


De todas las denominaciones de Homo (generalmente referidas al lugar en el que fueron encontrados su fósiles), la nuestra, la que nos atañe directamente, inscribe, tal y como señala Agamben, una diferencia específica que no es un dato, sino un imperativo: Sapiens, como en el mandato délfico, gnóthi seautón, conócete a ti mismo.


Carlo Linneo, el fundador de la taxonomía moderna, no soportaba bien estas facilidades cartesianas. Agamben en Lo abierto (Pre-textos, 2005) recoge una anécdota: en uno de los tomos encontrados en la biblioteca de Linneo, uno de sus libros de Descartes recogía una anotación al margen: Cartesius certe non vidit simios (“ciertamente, Descartes no ha visto a los simios”).

El problema de crear definiciones de las cosas en base a la diferenciación respecto a otras es que, por lo general, se generan ciertas construcciones –que terminan siendo colectivas– sobre la base de uno o varios elementos de diferenciación, que permiten destacar una característica como esencial en un mar de identidades: el color de la piel, la religión, etc.

Pero el problema aquí es distinguirnos de los animales, incluso a pesar de que nos sabemos animales también, y si además nos parecemos muchísimo a la rama evolutiva de la que procedemos, la cuestión se complica todavía más.

Linneo dio con una solución genial: ya que no podemos construir una identidad específica de lo humano solo con las características fisiológicas, hagamos de eso un rasgo específico. Así las cosas, el rasgo específico de lo humano sería entonces la capacidad de reconocerse como tal humano (algo que podría valernos hasta que prestemos atención al sorprendente resultado del enfrentamiento entre un delfín y un espejo).

De todas las denominaciones de Homo (generalmente referidas al lugar en el que fueron encontrados su fósiles), la nuestra, la que nos atañe directamente, inscribe, tal y como señala Agamben, una diferencia específica que no es un dato, sino un imperativo: Sapiens, como en el mandato délfico, gnóthi seautón, conócete a ti mismo.


La isla de las flores (Ilha das flores, 1989), una especie de corto documental a medio camino entre la ficción y la realidad insoportable, de Jorge Furtado (Porto Alegre, 1959), comienza con la imagen de un japonés que cultiva tomates en Belén Novo, un municipio de Porto Alegre.


Así, Linneo incluía en la participación de lo humano el recorrido vital que otorgaría finalmente la capacidad de distinguirse, gracias al auto-conocimiento, del resto de primates. Las esencias son algo fijo, y Linneo no colocó precisamente algo fijo en la definición esencial del humano, sino un proceso que parece decir algo así como “aquel que no quiera ser un mono, que haga todo lo posible para poder reconocerse como humano”.

Agamben denomina a esto como una “máquina antropogénica”, en la que la única forma de trascender nuestra característica fisiológica es desarrollar un conocimiento de uno mismo.

La isla de las flores (Ilha das flores, 1989), una especie de corto documental a medio camino entre la ficción y la realidad insoportable, de Jorge Furtado (Porto Alegre, 1959), comienza con la imagen de un japonés que cultiva tomates en Belén Novo, un municipio de Porto Alegre.

La información nunca es suficiente, y ahí comienza la llamada a la exactitud que da forma a la narrativa del documental, una colección de referencias que siempre remiten a otras, como unas matrioshkas rusas.


Todo funciona en este collage de definiciones, hasta que la seguridad definitoria de lo humano se rompe, por efecto del dinero.


Decir que el señor Suzuki cultiva tomates en Belén Novo no alcanza, así, el narrador nos da la localización exacta con latitud y longitud milimétrica. Decir “un japonés” no es lo mismo que decir “un brasileño”, es necesario diferenciarlo de entre el resto de seres humanos, ojos rasgados, cabello negro y nombres característicos. Sabemos qué es un japonés pero, ¿un ser humano?:

«Los seres humanos son animales mamíferos que se distinguen de otros animales mamíferos como la ballena, o de bípedos, como la gallina, principalmente por dos características: su telencéfalo altamente desarrollado y sus pulgares oponibles. El telencéfalo altamente desarrollado le da a los seres humanos la capacidad de guardar información, relacionarla, procesarla y comprenderla. El pulgar oponible permite a los seres humanos el movimiento de pinza de los dedos, lo que a su vez permite la manipulación de precisión. El telencéfalo altamente desarrollado combinado con la capacidad de hacer un movimiento de pinza con los dedos permite al ser humano hacer innumerables mejoras en su planeta, entre ellas, cultivar tomates. El tomate, a diferencia de la ballena, del pollo y de los japoneses, es un vegetal.»

Todo funciona en este collage de definiciones, hasta que la seguridad definitoria de lo humano se rompe, por efecto del dinero.

El tomate que el señor Suzuki cultivó y vendió, y que más tarde una familia de clase media compró, pero que lo rechazó y tiró a la basura por estar cerca de pudrirse, llega a parar al vertedero de la Isla de las flores.


El ser humano se diferencia de los otros animales por el telencéfalo altamente desarrollado, el pulgar oponible y por ser libre. Libre, es el estado de aquel que tiene libertad. Libertad, es una palabra que el sueño humano alimenta, que no hay nadie que la explique, y nadie que no la comprenda.


En este vertedero, un granjero compra restos de basura para alimentar a sus cerdos. Cuando los cerdos terminan de alimentarse, el granjero deja entrar a las familias pobres de la isla en turnos de cinco minutos.

El tomate que no cumple los estándares del cerdo es el que alimenta a las familias pobres de la Isla de las flores. Las familias de la isla son humanos, con telencéfalo altamente desarrollado y pulgar oponible, pero no tienen dinero (ni dueño). Esa participación en el Homo Sapiens de la que hablábamos más arriba, se acaba en el momento en el que el dinero forma parte del reconocimiento. Linneo incluyó el auto-conocimiento como un desarrollo que completa al humano y lo distingue del resto de animales, para poder conocerse hay que ser libre, es decir, no tener dueño.

El recorrido del tomate del señor Suzuki, que nos lleva a reconocernos como humanos, igual que él, la familia de clase media y las familias pobres de la isla, termina en un ejercicio antropogénico, esta vez, se trata de hacer de la libertad una característica de lo humano:

«El ser humano se diferencia de los otros animales por el telencéfalo altamente desarrollado, el pulgar oponible y por ser libre. Libre, es el estado de aquel que tiene libertad. Libertad, es una palabra que el sueño humano alimenta, que no hay nadie que la explique, y nadie que no la comprenda.»

Pacha mama con árboles

“Pacha mama con árboles”, técnica mixta sobre lienzo, 2011, Santiago Caneda Blanco

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