Cuando viajé por la costa de África occidental, atracando de puerto en puerto, hace unos veinticinco años, tuve ocasión de saber qué se siente si uno está en minoría flagrante respecto del resto del país. Nada más desembarcar en Dakar recibí como un choque emocional y mental al comprobar que por el solo color de mi piel se me podía juzgar. Unos pasos más allá del puerto se encontraba la Place de l’Indépendance, mucho menos arreglada de lo que se ve ahora en Google, y un sinnúmero de pobreza como jamás la había visto antes. Iba con un amigo, ya fallecido, cuya ingenuidad nos abocó a ser estafados en el cambio de nuestra moneda europea a los francos locales, los CEFA. Luego de salir contentamente engañados de una pastelería donde nos aseguraron que el cambio aplicado a la transacción era el vigente, pero ignorantes de que nuestros guías le habían sustraído un interés abusivo, volvimos al centro de la Place. Allí se despidieron los amables anfitriones – evidentemente para volver a la pastelería y compartir el beneficio del expolio – y nos dejaron con una realidad abrumadora. Ahora diría “miles” pero no fueron ni “cientos” ni “decenas” sino, simplemente, “unos cuantos”, que el mal recuerdo desfigura, vinieron a pedirnos limosna, a regalarnos abalorios o a darnos la mano como amigos, para, enseguida, interesarse por nuestro dinero, hasta que la sensación de agobio y peligro me empujó a arrastrar a mi tierno y ensoñador compañero hacia un lugar seguro: una cafetería de blancos, regentada por franceses, con un camarero negro y clientela libanesa. Charlamos con ella y se quejaron de que Dakar no siguiera perteneciendo a Francia, pues se habría convertido en una segunda Costa Azul. En ese momento, el comentario me pareció extremadamente racista y pensé que mejor ser libre y pobre que esclavo y rico. Lo sigo pensando.
A pesar de la miseria que vimos y del miedo que pasé, la experiencia me sirvió para entender que un pueblo no debería jamás permitir que lo colonizaran. África ha sufrido y sigue sufriendo violación tras violación. Sus gentes son conducidas a una muerte en vida, desarraigadas de un modo de vida ancestral y desplazadas a una necesidad material que nunca conocieron antes. Y encima les damos la culpa. En todo caso, les podemos hacer responsables de confiar en nosotros.
También entendí que la distancia entre africanos y colonos se mantenía con mucha mayor intensidad que en Europa y que, para sobrevivir, un blanco necesitaba buena dosis de mal genio y de prejuicios. Me di cuenta de que me convertiría en un racista como el que más si estuviera obligado a vivir en el país y creo que desperté cierta compasión y comprensión por unos y otros, obligados a revivir el pasado para no devorarse y enfrentados a causa de acontecimientos históricos cuya causa no podían modificar pero cuyas consecuencias les dañaban tanto el cuerpo como el alma. Desconfiaban.