Al sistema se lo socava desde adentro, cómo a los castillos de arena

Es pleno verano en Europa, el terrorismo ejercido, la propagación de la acción en sí misma, es decir su potencia, ni siquiera sus actos en sí (por más que estas produzcan muertes en concreto) no logra conmover a este balneario de la costa del sol de España. Frente a mí, una pareja, a centímetros del mar, degusta un champán en maridaje con jamón ibérico y fresas. Deben tener el Maserati o la Ferrari aparcada, también a centímetros de una casa de alta costura, de la que visten, pese a estar en calidad de bañistas, alguna de sus tantas emblemáticas prendas.

Es en puerto Banús, en Marbella, pero bien podría ser en Ibiza, en Mallorca, o en cualquier otro sitio, en donde el Europeo de Clase media-alta, pasa sus horas en el estío.

Mi perspectiva es otra, de allí que incluso estas líneas las escriba desde una primera persona, siempre lo hago por intermedio de un plural, dado que considero que soy hablado, como hablo en representación de tantos otros. Sin embargo, en tal atalaya de la opulencia conjugada con el privilegio de la naturaleza, me siento, como pocas veces, en soledad.  

Por esta razón, buscó a quién llevé, dado que presumía que esta invasión de la omnipresencia de no estar acompañado podría atentar contra mi integridad mental, a mi hijo, de nueve años, quién a metros de mí, construye un castillo de arena. Admiro su fruición en intentar que las olas del mar no derriben su construcción. Para ello, edifica una suerte de paredón para que el oleaje no haga añicos su obra.

Tengo que intervenir, el famoso rol de Padre, que me corresponde, que elegí desempeñar para con él, y el único aspecto que tal vez me interese desandar, plenamente como ser humano.

Sin que lo perciba, empiezo a cavar profundamente, no tan próximo a su castillo. Pasan algunos minutos y varios Senegaleses que venden imitaciones de las marcas de casas de alta costura, que deben tener tanto glamour y estelaridad inversamente proporcional al nivel de negociación política, para evitar que las mafias que están detrás de este negocio, hagan de las suyas para recrear un sistema de esclavitud que algunos creen perimido. Segundos antes de que mi obra culmine, mi hijo me pregunta que estoy haciendo. Le digo, como la ocasión lo amerita (diría que el viaje, que mi rol de padre, que mi vida misma podría estar resumida en ese instante), solemnemente; Al castillo se lo socava desde adentro. Tras estas palabras, todo se desmorona y el mar se lleva toda huella y todo registro de la creación.

Días antes, hube de utilizar tantas palabras, tanto tiempo, tantos conceptos entretejidos, citas textuales, paralogismos y demás recursos oratorios, con la excusa de presentar mi libro de ensayo de filosofía política en Madrid, para tratar de explicar, eso mismo que refería a mi vástago, un día de calor, en uno de los centros de la aristocracia europea.

Todo, en verdad para Occidente, el todo es el logos, cobraba sentido, precisamente por la verbalización, por poner en palabras la abstracción en conjunción con los sentimientos.

Mi hijo, con menos de una década en esta tierra, que a diario comparte sus días con otros tantos congéneres, están tan cerca y lejos, a su vez, próximos geográficamente pero lejos desde el sentido que aquí pretendo graficar, de otros niños a quiénes se le ha sacado la posibilidad de formarse, de pensar, de tener construida su dignidad. Y es doblemente significativo, que su Argentinidad no tenga que ver con la siempre centralista perspectiva del porteño o del capitalino, que por más que se defina como de izquierdas o progresista, nunca abandona su rol centralista, que lo define y por ende que lo limita. Mi hijo, se está criando, donde las misiones jesuíticas, entronizaron el sincretismo que legó nuestra actual forma de educarnos y como entendemos la forma de ganarnos la vida o de trabajar. No fue nada sorprendente, que al regreso de Marbella, tras pasar, no casualmente por la llamada provincia de Misiones, niños guaraníes, a la vera de la ruta (mientras la burocracia de los controles, que no controlan, nos hicieran esperar horas para ver tal vez sí traíamos un Senegalés en las valijas que nos hiciera de doméstico o de guardaespaldas) nos ofrecieran, con monos en sus hombros cómo mascotas, vendernos plantas o cestos (uno no pide que alguien se preocupe por aplicar la convención interamericana de los derechos del niño, sus directivos seguramente en Marbella, sino preguntar al viento, sí los Jesuitas tuviesen razón en creer en la inmortalidad del más allá, sí estarían muy tristes al observar siglos después el fracaso, en el sentido lato, rotundo de sus Misiones).

Y aquí comienza, toda la intención, no tendría sentido apuntar desde el sentido Husserliano, del texto. Aquello que el sistema imperante, nos señaló y nos sigue señalando, como misión, es precisamente el nudo gordiano de su engaño. Nosotros, y no por casualidad es el craso error en el que siguen creyendo los neomarxistas o cómo se quieran sindicar, de izquierdas, progresistas, no tenemos que tutelar, que pensar o que representar, tal como lo pide la lógica de nuestros sistemas representativos, a los que están afuera. En la señalada presentación de Madrid, gire mi alocución bajo el término de límite, manifestando incluso que provenía del latín limes, cuando el imperio Romano terminaba su occidentalidad en Constantinopla, y horas, como también siglos, después, en la propia Estambul, el límite volvía a rediscutirse, bajo un supuesto intento de golpe de estado.

Los que así lo vienen haciendo, es decir, asumir que pueden representar, tutelar o pensar o sentir, los intereses de los pobres o marginales, debieron construir, esa falacia, que encanta y enamora, a los que en verdad sólo quieren veranear en Marbella y esgrimieron, la disputa entre los de arriba y los de abajo, entre el poder que estaría detrás de las acciones políticas.

Argucias que sólo sacian sus intenciones ególatras, de percibir doctorados honoris causa, de salir en medios de comunicación o de internarse en los lugares en donde la pobreza azota, sólo en condición de turistas, o para enajenar la energía de esa pobre gente para luego, imperializarlos, transformarse en sus representantes, y luego construir una falsa épica, para decir que debe destruirse todo aquello que en verdad desean.

Cambiar las reglas de juego, es lo único posible, para no continuar en una guerra inacabada e irracional con quiénes ponen sus cuerpos como armas, para atentar contra esta vida, en pos de otra en donde serán reivindicados por agredir a los responsables por acción u omisión.

Pensar la política, desde la lógica del adentro y del afuera, es un canal posible, para dejar esa posición arrogante de creer que los que estamos adentro, es decir los que comimos para poder pensar, podemos tener la integridad como para pensar o representar a quiénes no lo pueden hacer, estableciendo aquella falacia de los de arriba y los de abajo.

La misión más razonable, es que convenzamos a los que veranean en Marbella, que las reglas de juego que los depositaron en tal lugar, deben cambiar, de lo contrario, no habrá tal lugar. No debemos caer en el engaño que el camino, es convencer a los de afuera, o en su versión más falaz a los de abajo para que disputen el arriba, de lo contrario, los de afuera, entenderán el límite como intransigible, y ni siquiera querrán entrar, sino destruir a lo que estamos dentro (está es la lógica terrorista, que corrió el límite del sentido de la vida, a una de ultratumbas en donde se gratifica al agresor con vírgenes y alcohol).

Una de las tantas complejidades que acarrea la tarea de socavar, es que nadie o muy pocos, pueden observar el trabajo que conlleva y hasta, algunos, te endilgan que no estás haciendo nada, como lo vano que hacen, de construir muros para evitar el oleaje. No tiene mucho sentido, el recordar que el feudalismo, terminó mediante la peste negra, que destrozó el límite que lo malo sucedía puertas afuera del castillo, dado que te responderán, con las experiencias de las revoluciones Francesas y Bolchevique, sin que se detengan a pensar, que para que ello ocurriese, se tuvieron que convencer algunos (es decir socavados), que otras tenían que ser las reglas de juego, por más que las acciones para transformar la realidad, fueran llevadas a cabo mediante la violencia.  

Mi estadía en Marbella no me modifico al punto de considerar que estuve en un lugar en donde me gustase estar más que en otro, o que tenga la necesidad de pasar más o menos tiempo como en cualquier otro del planeta, lamentablemente para muchos tantos, la cuestión pasa simplemente por el lugar, por construir fronteras de falsos límites, de absurdos arriba y abajo.

El mar que baña las costas de Marbella, se llevó puesto los restos del castillo de mi hijo, al que socavé desde adentro, él aprendió o asimiló cómo caen más fácilmente las construcciones, como para repartir y dar de nuevo, o cambiar las reglas de juego.

Marbella ya no será la misma. Yo sigo cavando, hasta que los de afuera estén adentro, o los que estemos adentro, vayamos juntos al afuera, estar arriba o abajo, se los dejó a los bañistas, a los incautos que brindan con champán, o a los que los critican por que desean hacerlo y no pueden por culpa o por otro tipo de impedimento, el castillo (sistema) volverá a caer desde adentro, no porque lo diga, sino porque es nuestra historia, que incansablemente se repite, como la marejada que se confunde en el horizonte con el viento

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