El pasado año 2012 estuvo marcado por las miradas al cielo; unas, pseudocientíficas, se encontraban perdidas, y otras tenían más ojo clínico. No cabe duda de que nuestro astro rey está ciertamente molesto por la forma en que llevamos la pequeña parcelita de terreno que nos arrendó. Cada once años nos suelta tal bofetada que es capaz de hacer temblar los cimientos del mundo contaminado que habitamos. Según los científicos, su comportamiento es sumamente impredecible, pero sí hay consenso sobre la magnitud de su capacidad destructora sobre todo organismo que se jacte de moderno y electrónico. Los hay quienes profetizan el fin de los días que tendrá lugar cuando el movimiento de los electrones se pare durante días, meses o incluso años. Pero para los soñadores, es inevitable preguntarse lo siguiente: ¿de verdad habría sido el «fin del mundo», de la vida humana, de nuestra existencia, si la energía eléctrica hubiese perecido en aquel lejano 2012? Sin duda, a la mente humana le cuesta desprenderse de aquello que le otorga seguridad y comodidad; un miedo irracional despierta en ella, junto a profecías apocalípticas arraigadas en una sociedad consumista y automatizada incapaz de ver más allá de sus propias narices.
El 21 de diciembre de 2012 fue el sueño erótico de todo anarquista, y aunque personalmente no me considero como tal, la idea ciertamente hizo que se me erizase el vello. ¿Por qué no un nuevo mundo, natural, humanizado? Tras miles de años de evolución, seguimos sin querer aceptar que el sistema actual va cuesta abajo y, para más inri, cojeando peligrosamente de ambas piernas; es el cáncer que cierra su putrefacto puño sobre nuestras vidas. Libres de esta enfermedad, las cuentas y registros bancarios sucumbirían en el olvido; las desigualdades y deudas económicas harían borrón y cuenta nueva; las bolsas mundiales se hundirían para siempre; los vaqueros ansiosos de apretar el gatillo verían que son las multinacionales las que los empujan a sus guerras injustas; en cada ciudad se erigirían asambleas de representantes, que serían los únicos dueños de nuestro destino. Un nuevo mundo sin electricidad, sin industrias que defequen en los ríos, sin vehículos que escupan al aire, sin deudas externas que asfixien a los ciudadanos…, en definitiva, sin mentiras, solo nosotros y la madre tierra.
Muchas filosofías Orientales opinan que el siglo XXI será el del cambio real, de la evolución, y no habría forma de detener ese cambio cuando el ser humano fuese la única medida, cuando una especie de neohumanismo, y no el supuesto progreso, fuese el único «sistema».
Todo esto es, por supuesto, hablar en condicional, es una parrafada alocada. Independientemente de la actividad solar (¿o quizás el dios-sol de los egipcios, persas, mayas y judíos/cristianos esté actuando sobre nosotros?), ya es innegable que algo se está cociendo, que poco a poco estamos despertando de un letargo de siglos de duración.
Nos queda decidir si queremos mantener la respiración asistida a un sistema que —lo aceptemos o no— se desintegra, o si, por el contrario, queremos dejar que ese dictador enfermo que se esconde tras las cifras fallezca de una vez por todas.