A mí nadie me quiere disparar. Quizá la sombra no puede cubrir definitivamente mi destino, quizá busqué siempre el sol para mantenerme cálido, vivo. La muerte es injusta, pues en ese estado no puede haber justicia. Nunca es una solución a ningún problema, salvo escasas excepciones en las que el sujeto, plenamente consciente, así lo decide sobre su propia vida, pero nunca sobre otras. La muerte es segura –inevitable– para todas las personas, pero ella no asegura ninguna venganza, ni justicia. Solo la familia sufrirá, personas que nada tendrán que ver con las supuestas sombras del cuerpo sin vida, con el sufrimiento que a ese cuerpo le era [mal]deseado. En la muerte es demasiado probable que no haya nada, y por qué querer que el castigo que alguien pueda merecer se convierta en nada. La muerte, en definitiva, no conlleva nada más que la muerte, y un gran remolque cargado de dolor para los que nos quedamos.
Sin embargo, insisto, a mí nadie me quiere disparar. Y eso dispara una pregunta. Responde sin responder. Se llena de dudas éticas y controvertidos pensamientos que apenas se pueden materializar en palabras. Que a alguien lo quieran o, de hecho, disparen abre dos enigmas, cualitativamente diferentes, sin duda, pero lícitos de ser resueltos. Uno: quién lo hizo. Dos: por qué. Uno no puede ensombrecer, a largo plazo, lo segundo. Lo primero se resolverá, relativamente rápido, y traerá una injusta justicia, pues la máxima justicia solo será aquella que devuelva la vida, y eso es imposible. Pero no podemos hacer más, lamentablemente. Lo segundo, aunque de menor importancia que lo primero, también ha de ser investigado. Porque en el porqué se engloba todo, no solo sacia el hambre de entender, sino de continuar llevando a cabo esa justicia injusta. Porque que a mí nadie me quiera disparar dice algo de mí, o me diferencia de aquellas personas a las que sí. En el instituto nadie me quería pegar, nunca hice nada malo, alguna travesura claro, como todo el mundo. Pero nada tan grave como para que alguien se jugara una expulsión pegándome. A otros chicos sí los querían pegar, por muchas razones. Normalmente el honor adolescente, ese falso respeto que se confunde con miedo, era la causa por la cual se peleaban. Inconformistas extremos, acaparadores de poder, pisaban la línea que limitaba el espacio ajeno. A la salida del instituto, más que ocasionalmente, había alguna peleilla, pero yo estaba muy tranquilo: sabía que nadie me quería pegar.
A mí nadie me quiere disparar, y lloro la muerte de quien recibe cualquier disparo, y maldigo a la parte que aprieta el gatillo. Aunque yo no reciba esa bala, siento parte de todas las heridas que se abren –será porque soy parte de un continente que las vende– y me uno a la lucha para que nunca más vuelva a pasar. Pero no puedo no evitarlo, no puedo evitar hacer una comparación interna, mirarme al espejo y no ver a alguien que no recibirá nunca una bala. Seguro que un segundo antes de la muerte cualquiera se arrepentirá de cualquier cosa que haya provocado una reacción tan injustificada, pero a mí no me hará falta: no tendré que arrepentirme de nada, esa opción ni siquiera puede existir. No sé qué habré hecho o qué estoy haciendo, pero sé que algo ha de haber entremedias de los que reciben un balazo y yo. No sé el qué, ni su dimensión ni su esencia, pero noto algo. Ojalá en algún tipo de Juicio Final me sepan decir lo que ahora torpemente puedo expresar, y no caer en el error de expresar algo torpe. Esa nunca sería mi intención.